El huaso chileno se mexicaniza, al punto de crear una identidad de país basada en la figura mediática del cantante de rancheras y de los mariachis urbanos. Es sorprendente la curiosidad de los mexicanos cuando descubren que en el campesinado chileno estos géneros se asumen casi como propios.
Son los orígenes de un intercambio que se mantendrá constante y fluido las siguientes décadas con nuevos nombres y medios, tal como en algún punto la televisión se sumará a la tríada entre industria discográfica, radiofónica y cinematográfica, con un público chileno totalmente familiarizado con modismos mexicanos gracias a las producciones de los emblemáticos estudios Churubusco, con Televisa reforzando lo anterior con El Chavo del ocho y sus omnipresentes telenovelas.
Volvemos entonces al punto donde si le contamos a un mexicano que los festivales de música ranchera chilenos comparten el mismo desenfreno, que una larga y angosta faja de tierra señalada en un mapa parece un chile serrano, y que chile además de ser ingrediente es albur, se hace urgente la humorada del inmortal Mario Moreno Cantinflas en el teatro Orfeon despidiendo a Los Queretanos en los años cincuenta: “¡México para Chile, y Chile para México!”.
Coatepec, Xalapa
Mayo de 2020
Arribo y consolidación de la música mexicana en Chile
Juan Pablo González
Si se realizara en nuestro país (Chile) una encuesta para determinar cuál es la música que más escucha y repite el pueblo, seguramente no constituiría una sorpresa el que fueran las repeticiones al infinito de los cantos sobre medida del cine mexicano.
Enrique Bello (1959), ensayista chileno
La llegada de música mexicana a Chile antecede bastante a la eclosión producida por la influencia del cine mexicano en América Latina, pues la música de salón decimonónica encontró una salida hacia el exterior en México gracias a la apertura comercial desarrollada durante el extenso gobierno de Porfirio Díaz (1876-1911), por ejemplo, en los valses “Amelia” y “Sobre las olas” de Juventino Rosas (1868-1894).
Desde comienzos de la década de 1920, la editorial Casa Amarilla en Chile incluía el rubro “canción mexicana” en su catálogo de música popular, publicando bajo este concepto canciones tan diferentes como “Estrellita” de Manuel M. Ponce, “Ojos tapatíos” de José Elizondo, “Mi viejo amor” de Alfonso Esparza Otero y “Las mañanitas”, del folclor.
En esa época, México no contaba aún con una música que lo representara ante sí mismo y el mundo. Mientras el tango, la rumba y el foxtrot invadían las radios, cines y pistas de baile de América Latina, lo que hoy denominamos música mexicana no estaba totalmente definida como tal. La variedad y riqueza del folclor mexicano resultaba más un impedimento que un elemento facilitador para el desarrollo de un repertorio aglutinador de representación nacional. ¿Por cuál género decidirse? ¿Qué región favorecer? ¿Qué difundir en las ciudades y qué irradiar a los campos?
Resulta entonces sintomático que tres de los cuatro bailes difundidos en la primera transmisión de la emblemática radio XEW de Ciudad de México en 1930 fueran el tango, el foxtrot y el one-step, ya que todavía no estaba consolidado el mariachi urbano, dirigido a la gran clase media que formaría el nuevo público radial. Además, simultáneamente surgía un público rural y de inmigrantes urbanos de insospechadas dimensiones, el que unido por poderosas cadenas radiales y por una industria discográfica que llegaba a cada rincón del planeta requería de un repertorio de expresión simple y directa, vinculado a valores tradicionales del campo y de la vida en el rancho. Estos requisitos fueron plenamente satisfechos por la canción ranchera, el corrido y los grupos de mariachis, desarrollados de la mano de la pujante industria cinematográfica y musical mexicana; desarrollo del que Chile se verá muy beneficiado.
La canción ranchera surgía de la necesidad de adecuar la canción romántica y el bolero al gusto de los sectores rurales mexicanos expuestos a la cultura de masas, intensificando su carácter machista y dejando de lado los refinamientos y ambigüedades del mundo urbano moderno, expresados en el nuevo bolero de Agustín Lara. El género ranchero, en cambio, desarrollado a partir de la polka —que gozaba de gran popularidad en América Latina–, logró tipificar “lo mexicano” tanto dentro como fuera de México, atribuyéndose su invención al empresario Emilio Azcárraga. Las canciones de Manuel Esperón en la música y Ernesto Cortázar en la letra —el dúo de autores más prolíficos del cine mexicano de la década de 1930— consolidaron el estilo de la canción ranchera que, diseminada por México y exportada a toda América Latina, alimentó la imaginación y el sentir de amplios sectores de chilenos que a partir de fines de los años treinta comenzarían a proveerse sus propios músicos rancheros.
La canción ranchera fue desarrollada por grupos urbanos de mariachis que sumaban dos o más trompetas a la tradicional formación jalisciense de guitarrón, vihuela y violines. Estos grupos se constituyeron en emblema nacional mexicano no sólo por la difusión que lograron con una industria musical y cinematográfica que apoyaba decididamente el nuevo género, sino debido al renovado nacionalismo surgido durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), que expropiaba el petróleo de manos de compañías estadounidenses, con el consiguiente temor a una invasión. Como señala el doctor Roberto Cantú, el mariachi eclipsaba otras tradiciones mexicanas en virtud de la unidad nacional, reafirmaba la naturaleza mestiza del mexicano e idealizaba la herencia campesina patriarcal cuando México avanzaba claramente hacia su industrialización.
El género ranchero constituyó el sustento central del pujante cine mexicano de fines de los años treinta, contribuyendo a fijar uno de los tipos característicos de la cinematografía mexicana: el charro cantor, el macho de opereta. Entre los charros cantores que llenarían las pantallas de los cines mexicanos y latinoamericanos destacan Tito Guízar (1908-1999) y José Mojica (1895-1974) en la década de 1930; Jorge Negrete (1911-1953) y Pedro Infante (1917-1957) a partir de los años cuarenta y Miguel Aceves Mejía (1915) desde la década de 1950.
Todos ellos, salvo Infante, llegarían a Chile en la cima de sus carreras. Negrete, por ejemplo, arribó a Santiago a mediados de 1946 y fue recibido en andas en la Estación Mapocho, procedente de Viña del Mar, creando un tumulto que produjo destrozos, desmayos y heridos. La comitiva de periodistas, admiradoras, carabineros y curiosos tapizaron, como nunca se había visto, el centro de Santiago hasta llegar al elegante Hotel Carrera frente al Palacio de la Moneda.
Negrete actuó en el Teatro Baquedano de Santiago y ofreció cinco audiciones en Radio Prat, transmitidas en cadena con radios de Valparaíso, Rancagua, Curicó, Talca, Chillán, Concepción, Temuco y Valdivia. Como señala el historiador César Albornoz, la visita de Negrete a Chile demostró que una estrella de la canción podía producir conmoción pública, lo que resultaba especialmente preocupante para los sectores conservadores, debido al “éxtasis fuera de todo pudor” con que las chilenas recibieron al macho cantor. Algo similar sucedería más tarde con la actuación de Aceves Mejía en el Teatro Municipal de Iquique, quien entró sobre su característico caballo blanco al escenario cantando “Allá en el rancho grande”, lo que causó el delirio del público.
El corrido, a diferencia de la canción ranchera, tenía raíces históricas profundas y una existencia popular no mediatizada, lo que puede explicar, en parte, la atracción que ejerció entre los sectores campesinos tanto mexicanos como latinoamericanos. Es a partir de los sucesos revolucionarios ocurridos entre 1910 y 1928 en México que el corrido alcanzó mayor visibilidad, narrando hechos de la Revolución en forma concisa, transmitidos en hojas