El relato vuelve al presente y Thérèse se pregunta aún por qué azar32 ese perro y ella están juntos en el coche, y piensa que en esa etapa de su vida en que su madre vivía en un gran apartamento y se llamaba la comtesse Sonia O’Dauyé, sin duda le hacía falta un perro y una hija pequeña. Thérèse evoca cuando se paseaba con el perro por la acera del edificio donde vivían, a lo largo de la avenida. Sin embargo, ya no se acuerda de cómo se llamaba el perro y dice que su madre no le había puesto nombre. Dos detalles que, como se verá, no son banales.
Lo que sí recuerda Thérèse es que todo esto sucedía en un tiempo en el que ella aún no era Joyita y Jean Borand33 (un amigo de su madre de incierto perfil) iba a buscarlo los jueves y lo llevaba a su garaje en compañía del perro con ella. Y de nuevo se hace una asociación entre el abandono materno, el perro y el atropello por una camioneta.
Ya me había dado cuenta de que a mi madre se le olvidaría darle de comer. Era yo quien le preparaba las comidas. Cuando Jean Borand venía a buscarme, cogíamos el metro con el perro, disimuladamente. Desde la estación de Lyon íbamos andando hasta el garaje. Yo quería quitarle la correa. No había riesgo de que lo atropellasen, no pasaba ningún coche por la calle. Pero Jean Borand me había desaconsejado que le quitase la correa. A fin de cuentas, a mi había estado a punto de atropellarme una camioneta delante del colegio (J 122).
Su madre lo inscribe en una escuela próxima al domicilio, a la que tiene que ir sola cada mañana y de la que no regresa hasta las seis de la tarde, lo que comporta que desgraciadamente no pudiera llevarse al perro. Algo que acabará resultando trágico porque una tarde cuando la niña vuelve al apartamento el perro no está. Su madre le había prometido pasearlo y darle de comer, pero cuando vuelve a casa el perro no está con ella y le dice que se ha perdido en bosque de Boulogne. La voz de su madre es muy tranquila. No tiene un aspecto triste, se diría incluso que la situación le parece natural.
«Habrá que poner un anuncio mañana y a lo mejor alguien nos lo trae». Y me acompañaba a mi cuarto. Pero tenía un tono de voz tan tranquilo, tan indiferente, que noté que estaba pensando en otra cosa. La única que se preocupaba por el perro era yo. Nadie lo trajo nunca. En mi cuarto, me daba miedo apagar la luz. Había perdido la costumbre de estar sola de noche desde que el perro dormía conmigo y ahora era aún peor que en el dormitorio del internado. Me lo imaginaba en la oscuridad perdido en pleno bosque de Boulogne. Ese día mi madre fue a una fiesta y aún me acuerdo del vestido que llevaba antes de salir. Un vestido azul con un velo. Ese vestido ha vuelto durante mucho tiempo en mis pesadillas y siempre lo llevaba un esqueleto (J 123-124).
Esa noche, Thérèse deja la luz encendida, y a partir de ahí todas las noches. El miedo no la ha abandonado desde entonces, convencida de que después del perro le tocaría a ella. Extraños pensamientos le atraviesan el alma, recuerda la narradora. Tan confusos, añade, que ha tenido que esperar una decena de años para concretarlos y poder formularlos. Por fin, el sentimiento reprimido estalla en sueños.
Una mañana, poco tiempo antes de encontrarme con aquella mujer del abrigo amarillo en los paseos del metro,34 me había despertado teniendo en los labios una de esas frases que parecen incomprensibles porque son los últimos jirones de un sueño olvidado: HABÍA QUE MATAR A LA BOCHE PARA VENGAR AL PERRO35 (J 124).
Aquí, en este pasaje, Modiano cumple literalmente con lo que Jean Starobinski (1974: 216) ha explicado, siguiendo a Freud, de que «la obra de arte desempeña a menudo una función mediadora entre el artista y sus contemporáneos que supone una relación indirecta con el otro, que se origina en una experiencia de fracaso, y que se desarrolla al margen del mundo, en el espacio de la imaginación». Y con él podemos añadir que, sin ningún género de dudas, su arte es «una tentativa de reparación de una relación desgraciada con las cosas y las personas, una revancha diferida» (Starobinski, 1974).
Esta revancha diferida, matar a la madre para vengar a alguien, condensa el papel del perro en la relación madrehija/o, pero no lo agota porque en la novela aún aparecerán algunas referencias significativas. Así, Thérèse duda en llamar a la farmacéutica que se ha ido de viaje y le había dado un número por si la necesitaba, pero finalmente llama a Moreau-Badmaev con el que se siente igualmente tranquila y a quien le cuenta la historia de la niña de los Valadier y del perro, y también la pérdida de su propio perro, «que se había perdido para siempre hacía casi doce años», y él le pregunta ¿de qué color era?, «negro». También estos detalles, la edad que tendría Thérèse cuando la pérdida del perro y su color, tienen relevancia como se verá líneas abajo.
La joven va tomando confianza, y se atreve a decirle que cuando tenía siete años la llamaban Joyita, algo que Moreau-Badmaev encuentra encantador para una niña pequeña. A él también su madre le había dado un apodo que le murmuraba a la oreja, antes de abrazarle: Patosín,36 Pinky, Poulou. Pero ella le contesta que no es lo que él cree, que en su caso era diferente porque era su nombre artístico. A su madre –le explica– no le había bastado con perder un perro en el bosque de Boulogne, sino que necesitaba otro para exhibirlo como una joya, y por eso le había puesto ese nombre y le había hecho interpretar en la película el papel de hija suya. Por eso, concluye que «había sustituido al perro» y se pregunta «por cuánto tiempo» (J 130). La pregunta que se hace Thérèse le permite al lector atento hacerse otra pregunta: si Joyita ha sustituido al perro, ¿no cabe que también el perro sea para la niña un sustitutivo? Y en ese caso, ¿de qué o de quién?
Retomemos la conversación entre Thérèse y Moreau-Badmaev. Este se interesa por la película y ella le cuenta algunas de las jornadas de rodaje:
Otro día me pidieron que me quedase tumbada en la cama y hojease un libro de estampas. Luego entraba mi madre en la habitación, con su vestido azul y vaporoso, el mismo que llevaba al salir del piso, por la noche, después de haber perdido al perro. Se sentaba en la cama y me miraba con los ojos muy abiertos y tristes. Luego, me acariciaba la mejilla y se inclinaba para besarme, y me acuerdo de que tuvimos que repetirlo varias veces. En la vida real nunca hacía esos ademanes tiernos (J 130-131).
Modiano transmuta aquí una secuencia de Le loup de Malveneur en la que la niña que interpreta la Petite Bijou (Joyita) en medio de una tormenta oye el aullido de un lobo y es arropada y acariciada no por su madre (Marie Olinska) sino por la institutriz, la actriz Madeleine Sologne, que es una madre de sustitución del mismo modo que lo será para Thérèse la farmacéutica.
Un cambio que ilustra muy bien la forma de escribir de Modiano, a partir de imágenes, que en ocasiones, como en este caso, se hacen explícitas en su referencia cinematográfica, pero que la mayor parte de las veces parten sólo de la «cámara ligera» que el escritor lleva en su cabeza (Modiano, 2012d).