El mito en el pensamiento popular americano, como desentrañó Rodolfo Kusch, no es meramente un relato épico con consecuencias en el plano simbólico; el mito se vive mediante ciertos ritos, es una vivencia que estructura al mundo. El filósofo argentino encuentra en el mito la palabra grande que tiene la fuerza de lo poético, al mismo tiempo que se arraiga, echa raíces en la tierra. Se diferencia de la palabra pequeña, no solo de las que se pierden en el viento, sino también de las que encuentran su alojamiento en la ciencia, que desguaza las cosas para explicarlas. Esta palabra pequeña es la que habla del ser, del patio de los objetos. El mito, en cambio, se adentra en la trama de los fundamentos de la realidad que el vano intento de explicarla desde la racionalidad instrumental no llega a percibir, se le escapa, porque se queda en ese mundo de las cosas. Es preciso entender el peronismo como expresión de una geocultura, un suelo de pensamiento, un estar ahí, de la realidad profunda argentina y americana, aunque en el plano estrictamente político. Todo ello, le hace más fácil habitar los silencios que las palabras. Eso, a veces, lo acerca a lo incomprensible.
El mito da fundamento al estar en América del que habla Kusch, también a ese estar político que es el peronismo. La cultura, en última instancia, no es más que investir de símbolos, de sentido, al domicilio existencial, la tierra en la que se habita. Ni la ciencia, ni los relatos objetivos construyen el específico horizonte simbólico del mito. Por eso es que el peronismo ha sabido nutrirse de sus propios mitos.
El peronismo sabe navegar por este mar que le es, por lo menos, esquivo a la política tradicional y restringida de los partidos demoliberales. Estamos hablando del plano de lo mítico. No nos referimos en aquel plano simbólico que habitan las marcas, las consignas, las efemérides y las estatuas. Por el contrario, se trata de un mar subterráneo que fundamenta lo inexplicable y sobre ese flujo profundo constituye sentidos. Los significantes del fenómeno peronismo están ahí, sobre la mesa, con una fuerza inusitada de explicación no necesariamente racionalista de la realidad. Y están al alcance de todos —porque tiene planos distintos de interpretación—, lo que constituye su mayor virtud y su contundente fuerza simbólica.
Todo en el peronismo remite y se explica en su mitología. No estamos hablando de un mito como relato desprovisto de marcas concretas. Nos referimos a lo mítico como sustancia política y de sentido de justicia (por eso justicialismo) en la piel, en el cuerpo. Ese mito se hace sustancia de valores que inunda el espacio de nuestra historia.
Uno de los mitos constituyentes del peronismo es, sin duda, el 17 de Octubre. De hecho, se trata de su mito fundacional. Sin comprenderlo, es muy difícil ya no encarnar sino también comprender el peronismo. Es el mito fundante de la lealtad y se complementa con otros, como el del 17 de noviembre que es mito del retorno triunfal.
Es a través de este tipo de significaciones que el peronismo construye en el plano mítico su propia épica, que le es consustancial. Sin épica no hay peronismo. Por eso es que su partida de nacimiento no podía ser un golpe de Estado o una revolución militar (según cómo se interprete) (1) como el 4 de junio, (2) ni tampoco unos comicios impecablemente democráticos como los del 24 de febrero. (3) El mito fundacional del peronismo se ubica en el 17 de Octubre, una movilización de masas sin precedentes en Argentina, una irrupción de la clase trabajadora en la historia, una invasión de la periferia al centro, un protagonismo popular que cambia el rumbo histórico, un acontecimiento que, al construir un nuevo escenario, requiere también de una explicación propia en el plano simbólico.
Sostiene Carlos Astrada en El mito gaucho, que “para un pueblo siempre existe el momento para un gran comienzo. Un impulso inicial, una tensión”. Sin ese “gran comienzo” es imposible fundar una épica. Se trata de una acción heroica, que el fundante realiza para darle sentido a la historia. De ahí su importancia en la constitución del relato de su propia identidad. En tanto heroico y fundante, el mito del gran comienzo nunca puede carecer de una poética (4) propia, que le da transmisibilidad, que embellece los actos concretos y los significa como acontecimiento. Así el 17 de Octubre como título poético es, como lo puso en palabras Scalabrini Ortiz: “el subsuelo de la patria sublevado”.
El mito fundante del 17 de Octubre es bautismal. Por eso interviene el agua. Primero para cruzar las aguas impuras de un Jordán criollo que es el Riachuelo. No importa que muchos de los manifestantes vinieran como dice Scalabrini “de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López”. La impronta del mito la ponen los que vienen del sur y tienen que cruzar el Riachuelo. Un río sucio y contaminado, pero que purifica a los que asumen el tránsito heroico por sus aguas. Pero el Riachuelo es al mismo tiempo como el Rubicón de Julio César: una vez cruzado no hay vuelta atrás en la historia. En tanto el río siempre es un límite, cruzarlo siempre implica una transgresión. Mucho más si esa frontera es demarcatoria de la diferencia entre la ciudad blanca y pulcra, y los talleres industriales, con sus manchas de grasa, su hedor a curtiembre, y sus tonos opacos. Atravesando esas aguas oscuras del Riachuelo se produjo la irrupción de los trabajadores en el centro del poder de la historia argentina. Se trata de una sustancia del subsuelo que fluye, que no se queda quieto en su recipiente, en su contención, en su destino prefigurado. Y que inunda todo, dejando su mancha indeleble.
Aunque les levanten los puentes para impedir su llegada, la multitud atraviesa las aguas putrefactas del río que divide, plenas de los desechos de una incipiente Argentina industrial que fue pariendo a esos “invasores” que permanecían en el cono de sombra de la argentinidad europea, prolija, la que gozaba de los beneficios de las vacas y los trigales. (5) Ese río que tienen que cruzar se encuentra contaminado por la producción industrial del otro país, el que disputa su proyecto, por eso es el que marca el límite entre la ciudad blanca, pulcra y eurocéntrica, y el territorio de los hijos de la tierra, aun de los asimilados inmigrantes en permanente mestizaje. Se trata acaso del límite establecido, impuesto y custodiado entre la civilización y la barbarie. Porque se lo piensa entre los que tienen derecho a mandar y los que supuestamente nacieron para ser mandados, sin salir jamás de su cono de sombra y sumisión.
Mirada desde la ciudad blanca, la París de Sudamérica, esa movilización es percibida, sin dudas, como una invasión. En contraposición, desde los trabajadores de la periferia es apreciada como una marcha hacia la tierra prometida, en el complejo posesionarse en su carácter de protagonistas de la historia. Se trata de un territorio que les era ajeno, en la medida que estaba reservado para los hombres de traje y corbata, para las señoras de misa dominical y, en todo caso y como excepción, para el tránsito eventual y vigilado de los que realizaban tareas para ellos. Con la invasión, la ciudad europea y sus pretensiones de pulcritud definitivamente se quiebran con la fragilidad de un cristal, estalla en mil pedazos, se transforma, deviene en un territorio que también es disputado. Aparece un nuevo actor, hasta entonces olvidado, negado, vilipendiado, despreciado. Un actor que no estaba en los papeles de la política atildada de la época que lo trata de “aluvión zoológico” (6) o “lumpenproletariat agitado por la policía”. (7) Con el cruce del Riachuelo ese país profundo ya jamás podrá ser ignorado. Está ahí, en el cuadrilátero, en el centro del “ring” y ya no hay banquillo. Es parte de la pelea, aunque esta siga siendo desigual y amañada.
No obstante, el verdadero ejercicio de bautismo sagrado en el 17 de Octubre se da en las aguas de la fuente de la Plaza. Y no es sumergiendo la cabeza como en el antiguo rito cristiano, sino “las patas”. Sumergir los pies en la fuente es lo que provoca en el pueblo su conversión al peronismo. Así como el Jesús de los milagros se develó a partir de su bautismo en las aguas purificadoras del Jordán, esos cabecitas negras se muestran como un pueblo organizado con voluntad propia a partir de su incursión en las aguas de la fuente. Por eso es que el ícono consagrado de esa jornada, no son las fotos de los tranvías llenos de gente yendo hacia la Plaza, ni las impresionantes multitudes con antorchas encendidas en la noche. La estampita del 17 son los hombres y mujeres que meten sus pies en la fuente.
Así como para (Carlos) Astrada el mito fundante de la argentinidad es el Martín Fierro y en su análisis político existencial Hernández le otorga significaciones