La experiencia vivida no necesariamente proporciona un mejor conocimiento de las cosas. Ciertamente da más densidad, genera un espesor existencial, pero no asegura la verdad del tema, es decir, la adecuación a lo que es. Sinceridad, ciertamente. Verdad, ¡no es tan seguro! Es más, a veces sucede que pedimos consejo a personas que no están involucradas en la situación de crisis suponiendo que están en mejores condiciones para juzgar con más certeza. Un historiador que, a años de distancia, hurga en masas de archivos puede entender una guerra pasada mejor que el soldado que la vivió en el frente. No necesariamente. Pero esto muestra suficientemente que la experiencia del mal no se confunde con el mal mismo, ni con el conocimiento que de él se adquiere. En cualquier caso, entendemos que es útil hablar sobre ciertos sucesos posibles (por ejemplo, sobre el final de la vida) antes de vernos confrontados con ellos, hablar a nuestro entorno de «voluntades anticipadas o testamento vital» e, incluso, redactarlas.
Ahora bien, esta experiencia del mal constituye ella misma un mal: la tristeza es una emoción que hace daño. Y he aquí una nueva paradoja: una buena resonancia subjetiva produce mal. El dolor es un ejemplo elocuente. A menudo se lo ha comparado con un sistema de alarma. Como cualquier sistema de alarma, es bueno y beneficioso: avisa a la conciencia de la presencia de un mal real. Hasta que Juan no experimentó un dolor en el estómago no fue a la consulta del médico. De modo semejante, la tristeza revela un vacío objetivo en la propia vida. La pena compartida, signo de compasión, es testigo de empatía hacia un amigo. El remordimiento señala un desorden en mi acción, y la desesperación es el indicio de que el hombre está destinado a una felicidad infinita. Ciertamente, todas estas señales pueden enturbiarse, desbordarse, ocultar la realidad en lugar de señalarla; pueden exagerarla, minimizar su importancia, pero ningún mal funcionamiento se opone a la señal de alarma: no reclama su eliminación, sino que requiere una «reparación», un reequilibrado, un mejor ajuste, en ningún caso una deconstrucción de la afectividad.
Sin embargo, no deja de ser menos cierto que la resonancia subjetiva, es decir, la desgracia experimentada, es una señal sui generis (irreducible a ninguna otra), porque produce un mal en el momento en que funciona correctamente. El dolor y la tristeza duelen, lo que no ocurre en ningún otro sistema de alarma: en el atraco de una joyería, la sirena que alerta a la policía no produce un pequeño robo. Por el contrario el dolor, cuando avisa de una enfermedad y funciona correctamente como indicador, duele: es un síntoma indispensable que prevé los problemas y al mismo tiempo causa un mal. Como consecuencia de ello, el médico le recetará analgésicos (para aliviar el dolor) y una terapia (para neutralizar el mal). Se tratan al mismo tiempo los síntomas y la enfermedad, lo que no sucede con ninguna otra señal de alarma.
En esta originalidad del síntoma radica la originalidad del dolor y del sufrimiento: en tanto que realidades y signos, el dolor y el sufrimiento son buenos; en tanto que trastornos psicosomáticos, son un mal. Duelen.
Pero tal paradoja manifiesta otra paradoja más radical. Es, pues, necesario que empecemos por el principio: ¿qué es el mal?
1. Las cinco fases del duelo descritas en 1969 por Elisabeth Kübler-Ross siguen siendo pertinentes, siempre que no se entiendan de forma mecánica: negación, ira, negociación, depresión, revuelta y aceptación.
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