INTRODUCCIÓN
It is sometimes remarked of an important research achievement that the hard part was in location the right question; finding the answer to that question then proved to be relatively ease (Nelson y Winter, 1982: 132).
Este libro intenta explicar una mutación cultural. Un cambio que se refleja en la siguiente comparación: en los años cuarenta, la inmensa mayoría de los habitantes de las grandes ciudades españolas, y de un gran número de las capitales de provincia y otras grandes poblaciones vivían en viviendas en alquiler; por el contrario, al inicio del siglo actual solo un 11,5% de las viviendas1 estaban ocupadas en régimen de inquilinato.
Según el censo del INE de 2001, el índice de propietarios de la vivienda familiar en España es del 88,5%. Si lo cotejamos con otros países europeos, la posición más cercana a la española es la del Reino Unido, con un 70%. En Finlandia la cifra es del 66%; en Suecia, 59%; en Francia, 53%; en Países Bajos, 48%, y en Alemania, 43% (García Montalvo, 2004: 7; gráfico 10). Todos ellos muy por encima del índice español.
La posguerra europea había contemplado la construcción de centenares de miles de viviendas sociales en alquiler; empezando por Reino Unido, y Europa no se incorporó a la preferencia por la propiedad de la vivienda social hasta la crisis del petróleo de los años setenta del siglo XX, cuando la ideología dominante de las burocracias públicas comenzó a virar del Estado benefactor al neoliberalismo. Francia fue la primera en cambiar el enfoque en 1977; año en que la Comisión Barre del Parlamento francés recomendó modificar el régimen de subvenciones a la vivienda social, para favorecer el acceso de las clases trabajadoras francesas a la propiedad. El presidente Valéry Giscard d‛Estaing presentó el informe, utilizando palabras que podía haber pronunciado Jose Antonio Girón treinta años antes: vamos a ligar al pueblo al orden establecido por medio del vínculo que supone la propiedad (Bourdieu, 2014: 39). Luego vinieron Margaret Thatcher y, más tarde, con la caída del Muro de Berlín, los países del Este.
Para entender esta anomalía española, es preciso ubicarla en el contexto de posguerra y de las migraciones que se dieron en esos años. En 1950 el Instituto Nacional de Estadística (INE) realizó el primer censo fiable de población y vivienda; según el cual había en España 6.287.000 viviendas, de las cuales estaban ocupadas 5.958.700. Veinte años más tarde, el censo de 1970 recogía un total de 10.655.000 viviendas, de las cuales estaban ocupadas 8.504.300. Esto es, en veinte años el parque de vivienda en España había crecido un 69,4%, pero su ocupación solo lo hizo en un 42,7%. Lo cual es un índice de un parque en proceso de abandono, o de un aumento de colocación de los ahorros en inmuebles vacacionales, o de ambos. La intensidad de las migraciones del periodo estudiado, como veremos, refuerzan la hipótesis del abandono rural.
Por lo que hace a la propiedad, en 1950 se estimaba que la vivienda urbana en propiedad rondaba el 20%, porcentaje que se duplicó en 1960 con un 43% de las viviendas principales propiedad de sus ocupantes, tendencia que alcanzó en 1970 la cifra del 70% (el nivel más alto de Europa en esas fechas). Es decir, en veinte años, el número de viviendas urbanas en propiedad en España se multiplicó por 3,5. Desde 1970 se llegó a las cifras ya vistas de 2001. Un periodo de 30 años durante los cuales España ha sido el país europeo con un porcentaje mayor de ciudadanos que son propietarios de su vivienda.
Estas cifras cobran aún más sentido cuando se comparan con la demografía. Los censos del INE nos informan de que España tenía alrededor de 26 millones de habitantes en 1940, y 28.172.268 en 1950, un 40% de los cuales vivían en los municipios (pueblos) de menos de 5.000 habitantes; más tarde, en 1970, tenía 34.041.531, de los cuales menos del 20% vivían en pueblos. El país no solo había crecido en población, sino que más de seis millones de españoles habían emigrado a municipios más grandes; y tres millones, entre los años 1957 y 1970, lo habían hecho al extranjero. Estas migraciones creaban una necesidad abrumadora de nuevas viviendas y, en parte, dotaron los recursos para edificarlas.
Los tres bloques de datos citados, revelan un comportamiento muy peculiar del mercado inmobiliario español en relación con el contexto europeo. Son cifras que nos presentan una, hasta cierto punto, anomalía que debe ser explicada. Este trabajo de investigación histórica, presentado en octubre de 2017 para mi tesis doctoral,2 está dedicado a buscar una explicación a estas peculiaridades del mercado inmobiliario español. La investigación parte de la convicción de que, para comprender fenómenos como el descrito, es necesario ir más allá de las explicaciones que nos proporciona la caja de herramientas del economista, mediante la incorporación de una perspectiva histórica.
Como economista me ha interesado el fenómeno de la persistencia de pautas idiosincrásicas en el mercado de vivienda español. Desde luego, no es ajena a este interés mi propia experiencia. La sucesión periódica de burbujas y crisis de la construcción fue responsable del cierre de la primera empresa donde tuve un empleo de mi profesión; acontecimiento que me envió al paro en 1979. Paradójicamente, tres años antes, cuando esa inmobiliaria de Madrid donde trabajaba, anunciaba en la prensa del fin de semana una nueva promoción en la Elipa, Chamartín, o Pacífico; el lunes por la mañana a la hora de incorporarnos al trabajo, se había formado una cola de personas en la calle, esperando a que se abrieran las oficinas de venta. Muchos venían con sobres de billetes de mil pesetas, ahorros enviados por algún familiar emigrante; Europa iniciaba la recesión y ellos preparaban la vuelta. Mientras, nuestro país estaba en plena transición a la democracia, subido a una burbuja inflacionaria que llevaría el IPC anual hasta el 25%.
Los economistas analizábamos estas peculiaridades del mercado inmobiliario español, utilizando para ello las herramientas estándar: la estructura de oferta del mercado, la repercusión del valor del suelo, las prácticas de stock de solares de las empresas inmobiliarias, la connivencia de los comisarios públicos para el control urbanístico con los gestores de las sociedades inmobiliarias, las tramas de relaciones entre las instituciones financieras y el negocio de la vivienda, la venta sobre plano de las promociones, la acumulación del suelo y, finalmente, el contexto inflacionario, que devalúa las deudas y convierte las viviendas en activos financieros.
Excepción hecha de la conservación del valor del capital; estos factores explicaban la carestía de la vivienda, pero no podían dar cuenta de la persistencia de esa pulsión de los españoles a endeudarse de por vida para tener una vivienda en propiedad; pulsión que hoy, cada vez más, se desvela como el humus que alimenta la tendencia de la oferta a superar la demanda solvente, creando esa reserva de viviendas vacías que no salen al mercado de alquiler, y compiten por los recursos económicos y financieros con los sectores más intensivos en tecnología (Rodríguez, 2006). Estos hechos chocan con la teoría económica, que prescribe, en este escenario, bajadas de precio y parálisis de la oferta, lo cual nunca había ocurrido hasta que, integrados en el euro, la economía española ya no puede recurrir a la devaluación monetaria y la inflación, para mantener su estructura de oferta en el cambio de coyuntura posterior a 2007.
Nos encontramos, pues, con un panorama social complicado que difícilmente puede explicarse de manera satisfactoria con las herramientas de teoría económica disponibles. Pero tampoco es menos cierto que a lo largo de su historia las disciplinas económicas han tenido que dar respuesta a problemas mucho más complejos. En tales ocasiones esas respuestas se han formulado recurriendo a marcos teóricos construidos en conexión con otras ciencias o disciplinas sociales. Así, la economía política ha recurrido hoy a la historia, para