—Estaba de espaldas a la casa.
Faustina se detuvo cuando llegaron a la puerta de su cuarto.
—Yo llevaba unos veinte minutos allí, pintando. Luego he oído a una niña gritar. Ha sido tal el sobresalto que me ha costado un poco reponerme. Ya sabes lo que es concentrarse en una tarea como dibujar o escribir. Al darme la vuelta, no he visto a nadie, pero las ventanas estaban abiertas y he supuesto que el grito vendría de allí. He ido corriendo a la que tenía más cerca, la de la sala de escritura.
—¿Me has visto a mí correr hacia la biblioteca? —le preguntó Gisela.
—No. Debes de haber reaccionado más rápido que yo. Para cuando he llegado, ya estabas allí, de rodillas en el suelo junto a Beth.
—Yo he ido a la sala de escritura por la biblioteca y tú directamente desde la pradera del jardín, y aun así has tardado más.
—Me he quedado de piedra. —Los ojos de Faustina suplicaban perdón—. Y no ando tan rápido como tú.
—Estabas en la ventana que queda justo enfrente de la puerta del pasillo. Esa puerta estaba abierta. ¿Has visto a alguien allí?
—No. No… —Faustina fruncía el ceño y parecía vacilar—. No puedo decir que haya visto a nadie…
—¿Pero has visto algo? —insistió impaciente Gisela.
—Ahora que lo dices, sí que me ha dado la impresión de que algo se movía en el pasillo. Pero estaba oscuro, con las persianas venecianas medio bajadas, y en realidad no prestaba atención a eso. Os miraba a ti y a Beth.
—Te he visto pintando —continuó la otra—, cuando subía por el sendero desde el arroyo. Ya en ese momento te movías despacio, más de lo habitual. ¿Te encontrabas mal?
—Mal no, solo me notaba somnolienta. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Ha sido ese grito tan espantoso lo que me ha espabilado. ¿Sabes que el miedo puede despertarte de golpe? Incluso si estás profundamente dormida, una pesadilla te despierta.
—Entonces, ¿te has asustado?
—Sí. ¿Tú no?
—Supongo que sí, pero no lo suficiente para no reaccionar. ¿Ahora estás bien?
—Sí. —Faustina suspiró y luego esbozó una débil sonrisa—. Solo un poco cansada.
—Te ayudaré con el equipaje —se ofreció Gisela.
—¿De verdad? Eres muy amable. Aunque ya no hay mucho que hacer, lo he preparado casi todo esta mañana. Tengo muy pocas cosas.
Cuando las últimas dos maletas, bastante desvencijadas, estuvieron cerradas y aseguradas con las correas, Faustina cogió un libro de la mesita de noche: un libro viejo, encuadernado en piel de vaquetilla y con gofrados en oro, de cantos deteriorados.
—Es tuyo —dijo con un atisbo de vergüenza—. El primer volumen de tus Memorias de Goethe. Me tomé la libertad de cogerlo prestado un día que no estabas. Quería buscar una cosa.
—Gracias.
Al cogerlo, Gisela miró de reojo las guardas. Con tinta ya vieja, de un marrón claro desvaído, alguien había escrito en letra muy fina e inclinada: Amalie de Boissy Neuwelcke, 1858. Una vez más, algo pareció revolverse en los confines de su mente, a un paso del alcance de la memoria…
—Ven a mi habitación y tómate una taza de té antes de irte —le sugirió—. Aún quedan unos minutos para que llegue tu taxi.
La luz del día se apagaba cuando entraron en el cuarto de Gisela y esta encendió una lámpara con pantalla de seda ambarina. Preparó el té en una anticuada tetera de plata, con un quemador de alcohol para calentar el agua, y lo sirvió con limón.
—¡Por tu futuro! —Gisela alzó su taza con cortesía, como si fuera una copa de vino—. Que tu próximo trabajo sea mejor.
Pero Faustina no estaba para galanterías. Dejó la taza después del primer sorbo.
—No tengo futuro —dijo inexpresiva.
—Tonterías. Bébete el té antes de que se enfríe. Te reconfortará.
Obediente, Faustina bebió. Siempre era así de conformista. ¿O sería más apropiado decir «sugestionable»?
—Gracias. —Esta vez dejó la taza vacía—. Me voy ya. No puedo tener al taxi esperando y no quiero perder el tren de Nueva York.
—Te acompaño a la puerta. Y no olvides escribirme en cuanto tengas una dirección fija.
Salieron al pasillo. Faustina parecía una figura insignificante y triste: se marchaba para siempre de la escuela una fría noche de otoño con su fino abrigo azul de primavera y una sola persona, de todas las que vivían en Brereton, dispuesta a acompañarla a la puerta y despedirse de ella.
Caminaba unos pasos por delante de Gisela cuando doblaron la esquina y llegaron a las escaleras. La luz de un par de apliques de pared en el pasillo llegaba hasta el primer rellano. Más allá, los escalones se hundían en las sombras, pues aún no había ninguna lámpara encendida en la planta baja.
En ese primer rellano, iluminada de lleno, estaba la señora Lightfoot, inmóvil. Tenía una mano apoyada en la barandilla y miraba hacia abajo, a la oscuridad del vestíbulo. Iba recién peinada, con el cabello blondo escarchado acomodado en suaves rizos, y ya vestida de noche con tonos de camafeo: llevaba un chal de terciopelo color topo, que le caía en pesados pliegues hasta los tobillos y apenas dejaba ver una falda de gasa y la puntera de unos zapatos de satén, todo de la misma tonalidad, con toques de blanco en el cuello —armiñado y gardenias—, un destello de las perlas. Las mangas le llegaban hasta los codos y se había puesto unos guantes largos plisados de un blanco inmaculado. Aún seguía con los ojos clavados en las sombras del vestíbulo cuando su voz se alzó cortante:
—¡Señorita Crayle!
—¿Sí, señora Lightfoot?
Faustina contestó desde lo alto de la escalera. La señora Lightfoot se sobresaltó y se volvió para mirar hacia arriba. Hubo un momento de silencio casi opresivo, roto por la propia Faustina.
—¿Me ha llamado?
La señora Lightfoot habló de nuevo, pero sin el aplomo que solía caracterizarla.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí parada?
—Apenas unos segundos. —Faustina sonrió vacilante—. Tenía tanta prisa que he sentido el impulso de bajar y adelantarla, pero no he querido hacerlo, desde luego. Habría sido una tremenda descortesía.
—Sí, lo habría sido. —La señora Lightfoot apretó los labios—. Puesto que lleva tanta prisa, no quisiera retrasarla, señorita Crayle. Buenas noches.
La directora empezó a bajar las escaleras, elegante figura envuelta en fluido terciopelo con la espalda recta y la cabeza alta, como habían enseñado a las mujeres de su generación. Faustina y Gisela la siguieron a una distancia prudencial.
La señora Lightfoot ya había llegado al último escalón cuando Arlene, con vestido negro y delantal blanco, salió del salón y encendió la lámpara del vestíbulo. El súbito resplandor reveló un espacio vacío y con el mismo aspecto de siempre. No había pista alguna que diese a entender qué había atraído la mirada de la señora Lightfoot cuando estaba en el rellano del primer piso.
—Vas con retraso, Arlene —le recriminó malhumorada—. Deberías encender esta luz antes de que la escalera se quede a oscuras. Alguien podría caerse.
—Sí, señora —contestó huraña la muchacha.
La señora Lightfoot se estiró uno de los guantes con elaborada despreocupación.
—¿Has visto a alguien hace un instante, en el vestíbulo? ¿O en el comedor cuando salías de la despensa?
—No,