El término inglés priest (presbítero en español) procede de otro término del Nuevo Testamento, del griego presbuteros (que los latinos redujeron a prester). La palabra aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, y suele traducirse como «el mayor». En la Carta de Santiago (5, 14), por ejemplo, se describe a los hombres (sin duda alguna en referencia a los cristianos más maduros) que recibieron la llamada al ministerio sacramental. Ahí los vemos ungiendo a los enfermos y perdonando los pecados.
¿Qué hace a un sacerdote ser lo que es?
A diferencia de los sacerdotes de la Antigua Alianza, el sacerdocio de Jesucristo no le llegó a los hombres por herencia o descendencia carnal. Les llegó por vocación. Cristo miró a los hombres a los ojos y les dijo: «Seguidme» (por ejemplo, en Mt 4, 19 y 9, 9). De ahí en adelante, fueron separados para el servicio.
Llegado el momento oportuno, esos hombres transmitieron su ministerio sacerdotal mediante un rito sacramental: la imposición de manos (cfr. Hechos 6, 6). Los apóstoles impusieron sus manos ritualmente sobre aquellos hombres que se convertirían por ello en sus colaboradores y sucesores. Mediante este rito de ordenación, los apóstoles confirieron el don del sacerdocio a una nueva generación (cfr. Tm 1, 6). Y así se ha ido transmitiendo a través de los milenios, hasta llegar a los sacerdotes que nos sirven en la actualidad.
Mediante esta acción, quienes son ordenados reciben el Espíritu de Jesucristo, y de este modo reciben el poder para realizar acciones que resultan totalmente divinas.
Tan estrecha es su comunión con Jesús que le representan (le re-presentan). Cuando San Pablo perdonaba pecados, aseguraba hacerlo en prosopo Christou (2 Co 2, 10). Este término griego, prosopo, está plagado de connotaciones. Literalmente significa «rostro», pero también puede significar «persona» o «presencia». En nuestro idioma, estas palabras y otros términos cercanos tienen significados que se solapan. Si estoy presente, estoy aquí en persona. Y mi persona es otra palabra utilizada para definir el rostro que te muestro.
La Biblia latina tradujo esa frase como in persona Christi. Por tanto, la tradición siempre la ha leído como en la persona de Cristo (cfr, por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica, 1142, 1348, 1548, 1563, 1566 y 1591).
Así es como San Pablo entendió su sacerdocio, y así es como lo entendemos a día de hoy: ser la presencia, la persona y el rostro de Cristo, Sumo Sacerdote. Por el sacramento de las Sagradas órdenes, un hombre ejerce la misión confiada por Cristo de manera única y permanente, recibiendo el poder de realizar lo que sólo Cristo tiene el derecho y el poder de hacer. Por tanto, la tradición católica se refiere al sacerdote como alter Christus (otro Cristo). En palabras de San Ignacio de Antioquía (contemporáneo de los apóstoles), mediante el orden sagrado un hombre se convierte, como Cristo, en la viva imagen de Dios Padre (cfr. CCC 1549, Jn 14,9, Col 1, 15). De ahí que no dudemos en dirigirnos a Él como «Padre».
Se trata de un privilegio, sin duda alguna, pero no es un privilegio que pueda merecerse. Es un regalo de Dios, y es también un ministerio, un servicio a la Iglesia. Dios lo otorga para que el sacerdote pueda fortalecer la santidad de los cristianos dispensando la gracia desde las propias manos de Cristo mediante las aguas sagradas del bautismo, el pan vivo de la Eucaristía y los aceites sagrados de la unción.
Trabajar para lo más Alto
La Iglesia católica ordena el rango del clero mediante una jerarquía. Ahora bien, si queremos entender lo que verdaderamente significa este término, tenemos que desprendernos de algunos de sus usos más comunes. Cuando hablamos de jerarquía en un negocio, tal vez evocamos la «escalera corporativa», a la que los ejecutivos se aferran para subir hasta lo más alto, pisando si es necesario las espaldas de sus subordinados. Cuando hablamos de jerarquía en el campo político, la imagen no es mucho más alentadora. Nos imaginamos la «maquinaria política» dirigida por gobernadores todopoderosos, una máquina que tritura a los candidatos antes de escupirlos lejos.
Desafortunadamente, en ocasiones nos vienen a la mente estas imágenes cuando pensamos en la jerarquía eclesiástica. Cuando esto ocurre, concebimos el ministerio como una gestión, según el modelo corporativo o político. A cierto nivel, esperamos que no sea más que una meritocracia, donde se otorga el poder al más cultivado, y tal vez así queremos que sea.
Sin embargo, no es así como funciona la jerarquía en el ámbito espiritual. La propia palabra deriva de dos términos griegos que significan «orden sagrado». Este orden sí que es piramidal, pero a diferencia de los gráficos corporativos o políticos, la pirámide está boca abajo. Quienes han recibido dones espirituales superiores deben servir a quienes han recibido menos dones. Jesús dijo a sus apóstoles en su primera clase de ordenación: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos» (Mc 9, 35).
Sí, el sacerdote sigue de forma muy especial las directrices de Cristo, Hijo de Dios; pero Cristo se vació a sí mismo, se humilló «tomando la forma de siervo» (Flp 1, 7). De ahí que los sacerdotes sean ministros porque son Cristo para el mundo, y Cristo es un ministro, un siervo. Así funciona el principio a lo largo y ancho de la jerarquía eclesiástica. Los obispos deben servir a sus sacerdotes así como al laicado. Y el Papa debe estar a la altura de su título honorífico: «Siervo de los siervos de Dios».
Como dije antes, un sacerdote es alguien que media entre el hombre y Dios. Un sacerdote es alguien que ofrece sacrificios. En la Carta a los hebreos aprendemos que el propio Jesús era el perfecto sacrificio, ofrecido «de una vez para siempre» (Hb 10, 10); pero será a través de las manos de sus sacerdotes de la Nueva Alianza como su sacrificio llegará a «todos» por medio de los sacramentos. Aprendemos en la Primera carta de San Pablo a Timoteo que «uno solo es Dios, y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tm 2, 5); pero en el mismo capítulo encontramos que hemos de compartir su mediación intercediendo por «todos los hombres» (2 Tm 2, 1).
Sacerdote para siempre
Cuando un hombre recibe el sacramento del Orden Sagrado, cambia para siempre. El sacramento confiere un carácter permanente, al igual que el bautismo. Una vez bautizado, uno ha cambiado para siempre. Es cristiano para siempre. Y como recuerda el dicho: una vez católico, siempre católico. Puede que en ocasiones sea el lector un cristiano inmoral, o incluso un cristiano perdido. Pero siempre será cristiano, porque el carácter del bautismo es permanente.
De igual forma, una vez que un hombre es ordenado, éste será «sacerdote para siempre» (Sal 110, 4; Hb 7, 21). Puede tratarse de un sacerdote inmoral o, en caso de que la Iglesia lo haya sancionado, un sacerdote apartado del sacerdocio que ya no puede celebrar los sacramentos ni ser llamado «Padre». Pero seguirá siendo sacerdote.
Como antes mencioné, el poder sacramental no depende de que uno lo merezca o no. Cristo lo merece todo. Es todopoderoso, puro, libre de pecado, y es él quien actúa en la persona del sacerdote, a través de su voz y sus manos. Y esto ocurre a pesar de sus debilidades e incluso de sus pecados. Así ha sido desde la primera generación, cuando Jesús ordenó tanto a Pedro como a Judas. San Agustín lo expresó con convicción: Cuando Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando Judas bautiza, es Cristo quien bautiza.
Y deberíamos entenderlo como buenas noticias. Para nosotros es muy duro soportar el escándalo, mas hemos de aceptarlo: es parte de la vida en la tierra, y lo será hasta que Dios nos llame a su reino. Nadie es merecedor de la misión confiada por Cristo. Nadie es merecedor del servicio de Dios.
Al fin y al cabo, ¿quién puede hacer lo que Cristo ordenó cuando dijo «haced esto en memoria mía»? ¿Quién de entre nosotros es capaz de realizar los prodigios divinos, las maravillas que ocurren cuando un sacerdote unge o absuelve?
Estas acciones no son simplemente difíciles. ¡Son humanamente imposibles! Aun así, son muchos los llamados a realizarlas, y son llamados por Dios, que es quien más sabe de todo. Para llevar a cabo su trabajo, los sacerdotes reciben el poder de Dios, capaz de realizar todas las cosas. Y ellos pueden también realizar todas las cosas en Él, que les otorga fortaleza para ello (cfr. Flp 4, 13).