Le expliqué las últimas informaciones y, sobre todo, mis cavilaciones sobre la conveniencia o no de tomar partido en la batalla.
Calixto X me dijo:
–Ha hecho bien en no dejar rastro de nada de esto. A su vuelta, dele recuerdos de mi parte a Pasquali y dígale que, a partir de ahora, de este tema el cauce para comunicar novedades es usted; que no comente con nadie más lo referente a esta información, ni ahora, ni en el futuro. Guarde su memorándum en una caja fuerte de la Nunciatura y siga investigando. Lo que descubra me lo comenta en viajes personales cuando venga. Tendrá autorización desde mi Secretaría. No obstante, antes de venir a verme redacte un memorándum que debe guardar en esa caja fuerte con objeto de que quede una crónica cuando ya no estemos. Al fin y al cabo, ese es su trabajo.
Luego acabó su café, que parecía más bien agua diluida, me bendijo y se fue arrastrando un poco los pies en su andar. A sus ochenta y un años sorprendía su bajada de vitalidad en los pocos meses que llevaba en el papado, en una época en que la esperanza de vida estaba por encima de los ciento diez años largos.
Fue a partir de este desayuno cuando tomé la decisión de iniciar unas memorias que guardaría en la misma caja fuerte que los memorándums y cualquier documento relacionado, todos en formato electrónico-cuántico, que tienen un sistema de encriptado en base a ciertos rasgos de la persona que los encripta.
IX. Mark y una invitación para un congreso de Bioética
La noticia cayó como una bomba. Mark había muerto en el viaje a la luna. Lo encontraron sin vida en su camarote, en la cama sin ningún signo de violencia. El certificado forense decía que había sido por un fallo multi-orgánico de origen desconocido. Algo muy extraño porque en todos esos viajes se hacían revisiones médicas exhaustivas antes del embarque. Las compañías de seguros no permitían que embarcasen personas con riesgo porque los billetes llevaban consigo la suscripción de una póliza a todo riesgo con buenas indemnizaciones de la que eran beneficiarios los familiares directos. El número de fallecidos en esos itinerarios no superaba el 0,001% desde que se regularizaron los vuelos comerciales.
Acabadas las exequias y funerales de rigor, después de dar el pésame a su familia selenita por medios electrónicos caí en la cuenta de que ahora tenía que hacerse su sustitución. En la luna, los distritos electorales eran uninominales y no había suplentes. Por tanto, en unas semanas se convocaron elecciones parciales. El PHL oficialista anunció su candidato: era Randia. Mi primera interlocutora en NY. El opositor Partido Humanista Natural (PHN) presentaba un selenita con escasas posibilidades. Hablé con Kewman, que había sido elegido por otro distrito como independiente, para saber su opinión.
–Me parece muy difícil repetir mi jugada con un candidato similar. Creo que mis «amigos» están buscando un selenita de prestigio para financiar su campaña. Aunque con Randia de contrincante será difícil ganar el escaño. Todo el aparato del Gobierno global estará a su lado. Si sale elegida, la proposición de ley de expansión espacial (ya era conocida su existencia) tendrá un voto más a favor en la comisión.
Unos días después se presentaron tres candidaturas: Randia (PHL), un candidato del PHN (Partido del Humanismo Natural) y un pope, Nicola Sajarof, ortodoxo ruso selenita. La población de origen ruso en ese distrito era alta. No se puede olvidar que en la colonización lunar los rusos, junto con los norteamericanos, habían sido los principales protagonistas. La Iglesia ortodoxa rusa en ese distrito era la segunda en fieles detrás de la católica.
Kewman me informó de todo y que, como independiente, apoyaría desde NY al pope. Su argumento era que debía defender al candidato con el pensamiento más afín al suyo para hacer tándem en el Parlamento global. Yo pensé enseguida en que sus financiadores tenían mucho que decir en su decisión. Desde luego no les interesaba que Randia pilotase la proposición de ley desde dentro del propio Parlamento con fuerte protagonismo. Cualquiera de los otros era mejor para ellos.
Al cabo de unos días recibí una invitación para un congreso de bioética en Moscú. La firmaba el presidente de la comisión organizadora. Me adjuntaban el billete electrónico para el viaje, la reserva del hotel, todo incluido, y el prospecto. Una de las ponencias del pleno se titulaba: «La selección ideológica, un freno a la diversidad en la expansión espacial: aspectos éticos, sociales, culturales y políticos». El ponente era el pope Nicola Sajarof. En el mail también se incluía una invitación al cóctel privado posterior y se rogaba asistencia presencial. Pensé: «las informaciones corren y estoy dentro de una red sin saberlo».
Hablé con Pasquali para pedir consejo. Con su sabiduría vaticana dijo:
–Te han mandado que te informes. No veo por qué no tienes que ir. Yo te autorizo de palabra.
Mi estancia en Moscú fue breve pero provechosa. La ponencia de Sajarof la hubiera podido firmar cualquier teólogo católico. Desde que el comunismo había desaparecido con la caída de la Unión Soviética, la religión ortodoxa se convirtió en un sello del nacionalismo ruso. No era la religión oficial del país y ni siquiera sus fieles eran mayoría; el mayor porcentaje seguían siendo agnósticos. Sin embargo, las autoridades de todo tipo asistían a sus ceremonias y en los actos oficiales la presencia de popes y del patriarca ortodoxo se consideraba algo no solo normal, sino necesario.
Sajarof hablaba varios idiomas a la perfección, entre ellos el inglés selenita con un acento ruso que lo identificaba más con sus posibles electores. En la recepción, en cuanto me vio, me abrazó y me dio tres besos en la cara (esa costumbre rusa que nunca me gustó) diciéndome:
–Creo que en muchos temas tenemos que recuperar el ecumenismo y ayudarnos entre cristianos. Aquí no hay muchos católicos y, de hecho, no nos gusta que proliferen; pero fuera de la Gran Rusia –dijo esto con orgullo nacionalista– somos aliados naturales contra las ideas ateas, agnósticas y contrarias al Evangelio. Quiero presentarle a un empresario americano que me sugirió su persona.
Albert Kennedy era CEO de la gran multinacional farmacéutica Gampell Corporation y vicepresidente de la «Alianza para la Ética Empresarial» (GABE por sus siglas en inglés, Global Alliance for Business Ethics).
Me estrechó las manos y dijo de golpe:
–El diputado Kewman me habló de su importancia en el Vaticano y cómo los intereses de la Iglesia católica coinciden con nuestros planteamientos.
Tercié:
–No sé lo que le diría Kewman, pero los intereses de la Iglesia se centran en el bien espiritual de sus fieles y de toda la humanidad. –Ahí me salió la prudencia vaticana–. ¿Es usted creyente?
Contestó Kennedy:
–Soy más bien lo que ustedes llamarían un panteísta. Creo que hay un ser supremo que constituye todo el universo, del que somos una componente, y que nos llama a hacer el bien, espiritual y material, y que estamos aquí para cumplir esa misión. –Kennedy se me quedó mirando.
Entonces aproveché para decir:
–En ese caso, cuando usted quiera le anuncio el Evangelio. Su creencia es un inicio interesante, aunque debería conocer la «verdad» para que pueda hacer todo el bien del que habla.
–Mis inquietudes actuales son más pragmáticas –dijo Kennedy–. Me han dicho que conoce a Randia y sus ideas. Ya sabrá que compite para diputada con Sajarof en una circunscripción en la que el anterior representante era católico. Nos gustaría poder ayudar a la diócesis de esa circunscripción en lo que necesite para hacer su labor espiritual –apuntó, moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo: ¿me entiende?
–No veo la relación entre una cosa y la otra –repliqué sonriendo con cara de ingenuo-, pero le aseguro que las diócesis, sobre todas las extraterrestres,