Es inexorablemnte perentorio que, allí donde lo que importa no es otra cosa que la consecuencia estricta en el pensar, la imaginación niegue su carácter arbitrario y aprenda a subordinar y sacrificar a las necesidades del entendimiento su esfuerzo en pos de la máxima sensibilidad posible en las representaciones y de la máxima libertad posible en la conexión de las mismas. Por eso la exposición [científica] tiene que estar dispuesta de tal modo que logre reprimir, mediante la exclusión de todo lo individual y lo sensible, aquel esfuerzo de la imaginación, y poner límites a su inquieto impulso poético (Dichtungstrieb) mediante la precisión en la expresión y mediante la legalidad en el progreso de su arbitrio en las combinaciones (íd., 6).
La forma científica violenta la imaginación y agravia la forma de la belleza que le es inherente. La forma popular parece de entrada conciliable con la libertad, en la medida en que está concebida para un público profano y se permite una mayor laxitud en el manejo de los conceptos frente al rigor de la exposición científica. Prefiere las intuiciones y los casos particulares a los conceptos, y, por consiguiente,
la imaginación entra mucho más en juego en la exposición popular, pero siempre sólo la reproductiva (renovando representaciones recibidas), y no la productiva (demostrando su fuerza autoformadora). Las intuiciones y los casos particulares continúan estando demasiado sometidos al cálculo y a la precisión como para hacer olvidar a la imaginación que aquí actúa meramente al servicio del entendimiento. Aunque la exposición se mantiene algo más cerca de la vida y del mundo sensible, sin embargo, todavía no se pierde en el mismo. La presentación todavía continúa siendo, por tanto, meramente didáctica, pues para ser bella le faltan aún dos de las más nobles propiedades, sensibilidad en la expresión y libertad en el movimiento.
La presentación deviene libre cuando el entendimiento, aun determinando la conexión de la ideas, lo hace con una legalidad tan oculta que la imaginación parece proceder con plena arbitrariedad y seguir meramente el azar de la conexión temporal. La presentación se torna sensible cuando oculta lo universal en lo particular y le entrega a la fantasía la imagen viva (la representación total) (íd., 8).
El mecanicismo intelectual se contenta con conceptos, esto es, representaciones mutiladas; el populismo didáctico no consigue desprenderse del lastre conceptual, y esta dependencia restringe la imaginación a su facultad reproductiva, le incapacita para hallar el punto de unión entre imaginación y entendimiento, entre arbitrariedad y necesidad, punto sólo al alcance del modo de escribir bello. Únicamente de la mutua fecundación de las facultades sensibles y espirituales, que en el plano del discurso se traduce en una interacción entre imagen y concepto, cabe esperar la reconciliación. Fichte, en cambio, apuesta por la alternancia entre ambos, considerando esa pretendida interacción un factor de confusión entre el pensamiento común y el pensamiento filosófico. Para Schiller ello es un síntoma de que su detractor sigue estando del lado de las escisiones, entronizando una humanidad apocada y herida. La exposición científica o popular a las que se ciñe Fichte son el eco agónico de una filosofía moribunda o ya póstuma. La revolución política ilustrada y la revolución filosófica idealista unen así sus destinos. La muerte, lo inerte, es su seguro colofón. Una presentación bella, sin embargo,
es un producto orgánico, donde no sólo vive el todo, sino que también las partes individuales tienen su propia vida; la presentación científica es una obra mecánica, donde las partes, sin vida por sí mismas, mediante su concordancia le confieren al todo una vida artificial (íd., 9).
Regresa uno de los conocidos resabios antifichteanos en Schiller, que opone a la unilateralidad de la reflexión filosófica la multilateralidad de la educación estética. Sin embargo, hasta cuando el discurso de la WL se encarama al punto álgido de una árida exposición científica, Fichte decide activar también él la totalidad de las facultades humanas:
La WL debe agotar el hombre entero; por eso sólo puede ser captada por la totalidad de sus facultades. No puede llegar a ser una filosofía con vigencia universal, mientras la educación siga matando en tantos hombres una fuerza anímica (Gemütskraft) en provecho de otra, la imaginación en provecho del entendimiento, el entendimiento en provecho de la imaginación; e incluso ambas en provecho de la memoria; mientras esto dure, tendrá que encerrarse en un círculo estrecho.18
El sino de la revolución política y de la idealista coinciden en Fichte, obstinado en defender filosóficamente un acontecimiento del que ya ha apostasiado la flor y nata de la intelectualidad germana, incluido Schiller, el otrora ciudadano de honor de Francia aclamado por la Asamblea. Ellas han acabado con la plenitud de la vida, han fraccionado a la humanidad sumiéndola en un permanente estado de extrañamiento y convulsión:
Cuántos hombres no hay que no se asustan ante un crimen cuando se trata de alcanzar un fin loable persiguiendo un ideal de felicidad política por todos los medios abominables de la anarquía, pisoteando leyes para dejar sitio a otras mejores, no teniendo el menor escrúpulo al abandonar a la miseria a la generación presente para asegurar así la dicha de las futuras. El aparente desinterés de ciertas virtudes les da una aureola de pureza que los hace suficientemente osados para resistirse al deber, y en algunos su fantasía juega haciendo la curiosa trampa de querer ir más allá de la moralidad, de querer ser más racional que la razón (íd., 26).
La exposición filosófica y la popular son cómplices del jacobinismo, de una política radical que cohonesta el moralismo y el hiperracionalismo. Este estilo es apropiado para seres descarnados.19 Lo «verdaderamente bello» en la presentación «no se dirige al entendimiento en particular, sino que habla como unidad pura a la totalidad armónica del hombre», y requiere siempre el concurso de las fuerzas sensibles y espirituales del hombre entero (íd., 13-14). Los argumentos de Schiller riman perfectamente con los blandidos en sus cartas a Fichte del 3 y 4 de agosto del mismo año. El énfasis en tomar las facultades anímicas en su integridad, sin expolios ni prioridades, es peraltado por el lustre que adquiere la individualidad viva, insustituible e inextinguible. La virtud mágica de la dicción bella estriba en la relación feliz que establece entre la libertad y la necesidad, que no amenaza el «libre juego de la imaginación» (íd., 15) sino que lo potencia:
Lo que más coadyuva a esta libertad de la imaginación es la individualización de los objetos y la expresión figurada o impropia; aquélla para acrecentar la sensibilidad, ésta para producirla allí donde no esté presente. Al representar (reprdsentieren) el género mediante un individuo y presentar (darstellen) un concepto universal en un caso particular, le quitamos a la fantasía las cadenas que le había puesto el entendimiento y le damos plenos poderes para mostrarse creadora (íd., 9).
Fichte repudia el estilo plástico, el lenguaje figurado de Schiller, porque exige, para su comprensión, una traducción previa al lenguaje conceptual –redundancia superflua a la par que capciosa. Mas Schiller no pretende enseñar magistralmente (lehrern) ni ser una suerte de instructor o profesor (Lehrer) –aspiración que le imputa a su interlocutor–, no ambiciona adoctrinar ni sentar cátedra para transmitir meros conocimientos exánimes.20 Su ideal de escritor
no limita su influencia a comunicar meramente conceptos muertos, [sino que] abraza con viva energía lo vivo y se apodera del hombre entero, de su entendimiento, de su sentimiento, de su voluntad al unísono (íd., 15).
La presentación viva, la exposición de la «individualidad generalizada»,21 no puede excluir la expresión colmada de imágenes y ha de esmerarse en desposar ésta con la conceptual:
Un maestro de la buena presentación debe poseer la habilidad de transformar el trabajo