El panorama de las artes visuales en Colombia, cuando principia el siglo XIX, es de aparente pobreza. Dos variantes caracterizan esta actividad artística: la una corresponde al oficio de los dibujantes de la Expedición y al primitivismo y la ingenuidad de los pintores anónimos y la otra pertenece a la intención académica, de fallidos resultados, con retratos y temas hagiológicos.
Es cierto que estas maneras no son propias del nuevo siglo porque con anterioridad pueden señalarse, particularmente después de la segunda mitad del setecientos; pero las características del XIX, en esta materia radican en el cambio de tema, encauzado por el naturalismo científico y el despertar nacionalista, de raigambres roussonianas38.
Esta visión del siglo XIX que está interesada en grandes relatos, donde los demás procesos artísticos parecen menores, no considera sustancial el estudio de las imágenes de los viajeros, de las cuales, siendo justos para su época, solo se conocía la colección de Edward Mark del Museo del Banco de la República. Sin embargo, Barney Cabrera inserta estas obras en su narración, a partir del uso de un paralelo entre las imágenes producidas por los locales y los extranjeros. En un pequeño apartado que titula “El testimonio extranjero” desarrolla su tesis en la que emplea términos radicales, en especial cuando se refiere a los nacionales. Hay dos cosas en las que los dos bandos confluyen: existe un deseo documental y además en estas imágenes se percibe el germen por la representación de un país en formación. Numerosos adjetivos (en muchos casos calificativos) como exótico, ingenuidad, objetividad versus naturalidad, verismo, primitivo, etc., parecen responder a una manera especial de mirar las obras, de conectarlas con cierta tradición artística, más que una lectura de la obra desde sus propias riquezas visuales. No existe una discontinuidad, hay una prolongación estética, si se quiere, producida por unas imágenes que hablan de un proceso de larga duración que inicia a comienzos de siglo con la Expedición Botánica y que se inserta en lo que se considera una manera de definición de un corpus visual de lo propiamente nacional. Leámoslo desde las propias palabras de Barney:
Es interesante subrayar la continuidad, la proyección entre ellos (acaso con la salvedad de Gutiérrez, de Sighonolfi y de los dos españoles) de la tendencia documental y costumbrista que rigió en el país a partir de la Expedición Botánica y que adquirió conciencia y carácter con los dibujos de la Comisión Corográfica […] Con la misma temática y con idéntico deseo documental, se observa en los nacionales la primitiva gracia de la ingenuidad, mientras en los extranjeros aparece la sorprendida visión del hombre cultivado, ante el objeto extraño y exótico; en aquéllos el descuidado vocabulario familiar; en éstos el registro preciso y “verista” de los detalles vernáculos que aquéllos a fuerza de tener antes sus ojos o han visto; en los nativos las notas de amargado humor sobre las campechanas costumbres o acerca de la miseria popular, en los extraños, los raros contrastes de la ecología colombiana; en los colombianos, naturalidad, candor, espontaneidad, carácter auténtico a base de ingenuísmos y de incapacidad; en los visitantes, realismo naturalista, objetividad, extrañeza, expectación y seguros diseños documentales de ángulos ciudadanos o de personalidades aldeanas, pues éstos vieron lo exótico y lo primitivo en las esferas urbanas de germinante burguesía, mientras aquéllos solo encontraban esa nota de rarezas en las costumbres de los indios, los negros o los campesinos, es decir, en los grupos más alejados del ambiente al cual pertenecían los propios dibujantes nativos. Pero en ambos registros, hállase el retrato, la representación del país en formación, de hondas raíces campesinas y de empobrecidos y famélicos núcleos aborígenes o mestizos que transitan por un paisaje exuberante y bravío donde la aldea es solo el espacio talado en mitad de la selva o a orillas de los ríos para el reposo de los hombres39.
El siglo XIX se mantuvo en silencio por varias décadas, después de los estudios de Barney. Una nueva lectura establecía al arte moderno como modelo de creatividad y originalidad y definía, en esta misma vía, el siglo anterior como un espacio exiguo de cualquier clase de esplendor artístico. La poderosa voz de Marta Traba (1930-1983) causó aliento en esta misma ruta. En 1975, sale a la luz su libro Historia abierta del arte colombiano, en la que el siglo XIX queda reducido a nada más ni nada menos que una pobre copia de las formas europeas, cuya falta de innovación, según ella, estuvo apoyada por una limitada “burguesía” local40. En relación con los viajeros, la crítica argentina retoma un tropo que ya se había instituido, que de alguna manera se va a instalar en la historiografía como una de las más poderosas fórmulas de interpretación sobre estas obras. Así, las imágenes son leídas a partir de la carencia, de la falta de una estética propia que da como resultado que las imágenes sean consideradas poco originales a nivel artístico y, por tanto, que no encuentren un lugar propio en ninguna disciplina, ni en ningún relato oficial. Por un lado, la historia del arte pone en cuestión su estatuto de imagen, por otro lado, la historia propiamente dicha las considera unas fuentes bajo sospecha, reducidas en muchos casos a ser ilustración de la realidad del pasado. Leamos las propias palabras de Traba:
Mark le ha quitado dureza al páramo y furor al trópico, nivelándolos en una paleta tierna y casi rococó. Los paisajes vistos por él se aclaran y se amplían. Colombia se convierte en escenario apacible, extraño jardín poblado de trechos por hombrecillos silenciosos que se desplazan en una naturaleza en perpetua siesta bajo sol. A mi juicio Mark da una versión inglesa del paisaje de Colombia, lo cual no sólo no lo considero un defecto, sino que me parece una muestra equívoca de su personalidad. Con ello su trabajo se identifica, pierde la neutralidad del cronista y del arqueólogo. Sería absurdo exigirle una personalidad estética muy definida a un pintor aficionado como Mark, recortado además por la prudencia del diplomático, pero su obra tiene un indiscutible peso poético: su visión clara y nítida le otorga una seducción que no ha envejecido en un siglo41.
A finales de siglo, los estudios de los viajeros y, en extensión, sus imágenes han tenido un impulso importante en el escenario colombiano. Este libro no hubiera sido posible sin todas las ideas que diversos investigadores han escrito sobre los viajeros y, en general, sobre la imagen en el siglo XIX colombiano. La lista es extensa: Beatriz González, Pilar Moreno de Ángel42, Patricia Londoño, Efraín Sánchez, Santiago Londoño Vélez, Jorge Orlando Melo, Pablo Navas43, Verónica Uribe Hanabergh44, Ángela Pérez, Halim Badawi45, Alberto Gómez Gutiérrez46 y Alberto Castrillón Aldana, entre otros47.
Quizás una de las más importantes figuras tras los viajeros es Beatriz González (1938-), cuya reputación como artista plástica no encubre sus resultados como historiadora48. González, durante más de diez años a cargo de la curaduría del Museo Nacional de Colombia, saca a la luz nuevas colecciones y obras y produce sucesivas exposiciones sobre viajeros y, en especial, sus catálogos son una guía esencial para los estudios sobre estas imágenes. Su labor como curadora, sin duda, proporciona un nuevo aliento e inédito lugar a las artes del siglo XIX (no solo a los viajeros) para la historiografía del país. Sus escritos, todos ellos en un comienzo publicados en catálogos y transformados en un libro posteriormente ayudan a entender de una manera especial cómo se ha estudiado este periodo49. Entre sus hallazgos importantes están la obra de Le Moyne, que luego será donada al Museo Nacional de Colombia, la exposición Ojos británicos, formación de la imagen visual de la Colombia del siglo XIX (muestra que trajo por primera la vez la obra de Joseph Brown al país, obra que había sido recientemente descubierta en Inglaterra) y la exhibición sobre Humboldt, que tuvo un capítulo importante con imágenes de viajeros. Por último, fue la encargada de realizar la nueva curaduría sobre el siglo XIX en el Museo de Arte del Banco de la República, en la que condensa muchas de sus inquietudes. La sala titulada Rupturas y continuidades le da un espacio significativo a la caricatura, el grabado y la fotografía. Su rescate espectacular de las fuentes visuales del siglo XIX ha significado una influencia marcada en estudios posteriores.
En una línea que sigue los parámetros de historiadores como Barney y haciendo eco de la misma Traba, González usa de nuevo una serie de conceptos ya establecidos alrededor de estas obras. En líneas generales, ella tiende a pensar que las imágenes de los viajeros “respondían a preguntas incipientes sobre identidad y reconocimiento” y en muchas ocasiones usa la palabra nacionalismo cuando se refiere a los efectos