Malos dramas, en lo general, y malas traducciones extranjeras, en manos de malísimos actores, pervirtieron el gusto; y no fue sino años después cuando comenzó a regenerarse nuestra escena dramática por compañías españolas, y la lírica mucho más tarde, por italianas. (Ibáñez 1923, 443)14
De forma similar a lo descrito respecto a los aires musicales europeos —la zarzuela y la ópera—, durante las tres últimas décadas del siglo XIX comenzaron a observarse en Bogotá algunas formas novedosas de diversión, como carreras de caballos a la inglesa, corridas de toros de estilo español y carreras de velocípedos, diversiones incorporadas rápidamente a la celebración de la fiesta de Independencia en contraposición a las corridas de toros de herencia colonial, a los juegos de azar y al consumo de alcohol. La llegada de estos divertimentos fue correlativa a la mayor frecuencia de los viajes al exterior por parte de colombianos de la clase alta a partir de 1880 (Martínez 2001), a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento del comercio internacional con la dinamización de las exportaciones de tabaco entre 1850 y 1870, y de café entre 1870 y 1900.
FIGURA 3. Cartel de función de ópera, Teatro Maldonado, 1864
Fuente: Carteles de presentaciones de conciertos de óperas (1848-1916). Sección de Libros Raros y Manuscritos, Biblioteca Luis Ángel Arango.
Con los flujos de exportación también se incrementaron las importaciones, conformadas principalmente por textiles y en menor medida por manufacturas y bienes de capital (Palacios y Safford 2002, 374).15 Pero aumentó igualmente el consumo de bienes suntuosos europeos —de los cuales una quinta parte procedía de Francia—, tales como prendas de seda, cueros y licores (Palacios y Safford 2002, 375), así como otros artículos relacionados con las nuevas diversiones, como galápagos franceses para usar en las carreras de caballos, velocípedos importados desde Boston o cachuchas para ciclistas confeccionadas en Londres (“Para las carreras” 1894; “Velocípedos” 1895a; “Velocípedos” 1895b; “Ciclistas” 1899).
A finales del siglo XIX, cuando en Bogotá apenas comenzaban a desarrollarse dichas diversiones, en Europa ya mostraban un estado avanzado de expansión social, geográfica y económica, y en algunas ciudades de América Latina pasaban por notables procesos de desarrollo (Borsay 2006; Cross 1990; Rearick 1985; Uría 2003). Con relación a la ópera, por ejemplo, no hay que comentar demasiado sobre la fuerte influencia que ejercía el arte lírico italiano en el mundo y su asentamiento en París con la construcción de grandes teatros, como el de La Ópera, inaugurado en 1875. En la Ciudad de México, por otro lado, las temporadas de ópera se habían regularizado desde 1870 con una creciente cantidad de presentaciones en el Teatro Nacional, construido en 1844, lugar que también acogió al teatro de variedades (Beezley 2004), propuesta de bajo costo orientada a los sectores medios y bajos de la sociedad y que se encontraba muy difundida en Londres, París y Madrid.16 En Buenos Aires las artes escénicas tenían un amplio desarrollo con un total de veintinueve teatros en 1890 (Cecchi 2016, 44), de los cuales los más representativos eran el Politeama, el Colón y el Ópera, este último inaugurado en 1889 con luz eléctrica y capacidad para dos mil personas (Cecchi 2016, 13). Por otro lado, para el año de 1900 dicha ciudad registró alrededor de “un millón y medio de concurrentes entre teatros y otros lugares de diversión” (Cecchi 2016, 13).
Las carreras de caballos tuvieron una incipiente introducción en Bogotá con la realización de una serie de certámenes que la colonia inglesa organizó en 1825 para conmemorar su participación en la lucha de independencia (Ibáñez 1923).17 Estas competiciones decayeron hasta un nuevo impulso durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (1845-1849), tiempo en el cual las carreras se realizaron en un lugar llamado Campoalegre, a orillas del río Fucha, fomentadas igualmente por la colonia británica (Ibáñez 1923, 416; Rueda 1937/1963). Después de esta temporada hubo un nuevo receso en las carreras hasta la fundación del Jockey Club, en 1874, asociación que junto al Club de Comercio patrocinó la reanudación de las jornadas hípicas en un hipódromo improvisado que sus constructores —Federico Montoya y Ricardo Portocarrero, este último fundador del Jockey Club— ubicaron en la zona de Chapinero (Rueda 1927/1963, 1937/1963; Wills 1935b). A finales de siglo, en 1898, se construyó el hipódromo de La Gran Sabana en los terrenos de la hacienda La Magdalena, donde hasta entonces se habían realizado las carreras de caballos en Bogotá.
Los eventos hípicos en Europa fueron potestad de la aristocracia inglesa durante los siglos XVII y XVIII, sin que se hayan abierto a otras clases sociales, como sí sucedió en París en el siglo XIX. En esta ciudad fueron famosas las carreras en el hipódromo de Longchamp, cuya asistencia ascendió de 200 000 personas en 1870 a 500 000 en 1890 (Rearick 1985, 91). Al igual que muchos otros espectáculos en París, como los circos, cabarets y salones de música y baile (music halls), los precios de la entrada para observar las carreras eran relativamente bajos (un franco), lo que permitió, por ejemplo, que los domingos concurrieran al hipódromo regularmente 40 000 personas (Rearick 1985, 90).
Una situación similar se observaba en Buenos Aires, donde los hipódromos de Belgrano —construido en 1857— y de Palermo —inaugurado en 1876 y luego vendido al recién fundado Jockey Club en 1882— recibieron en 1900 un total de 223 000 visitantes, poco más del doble de la población bogotana en aquel año.18 Aunque al comienzo fueron una práctica estrictamente marcada por el consumo de élite, al finalizar el siglo XIX las carreras de caballos (turf) se convirtieron en el espectáculo público por antonomasia de Buenos Aires (Cecchi 2016), así como los hipódromos en “el principal terreno de encuentro entre el sector más encumbrado de la élite social y las clases subalternas urbanas” (Hora 2014, 314). No sucedió así en la Ciudad de México, cuyo primer y único hipódromo en el siglo XIX —el de Peralvillo, construido en 1882 por miembros del Jockey Club, fundado un año antes— albergó solamente a los sectores exclusivos de esa ciudad, quienes vieron en las carreras de caballos una ocasión propicia para ostentar su riqueza y posición (Beezley 2004).
Cuando el velocipedismo llegó a Bogotá a mediados de la década de 1890, en París esta práctica ya se había masificado gracias a la reducción del costo de los velocípedos y a la fundación de un número considerable de clubes ciclísticos (Thompson 2002). En dicha época en esa ciudad se podían contar dieciséis pistas de ciclismo (Rearick 1985, 29), dos revistas promotoras de esta práctica —Vélo, de 1891, y Auto, de 1903— (Rearick 1985, 65) y un notable aumento en la conformación de clubes de velocipedismo, que pasaron de la unidad en 1880 a ser ochocientas agrupaciones en 1910, con un total de 150 000 miembros (Thompson 2002, 136).
Esta masificación llevó a un doble uso del velocípedo en París. Por un lado, la clase alta, que había adoptado inicialmente el uso de este aparato como una mutación de la distinción aristocrática representada en la posesión y uso del caballo (Thompson 2002), regularmente hacía plácidos paseos montada en sus aparatos de dos ruedas por los boulevares de la ciudad o el bosque Bolonia (Rearick 1985), mientras que las clases populares, por su parte, avizoraban los comienzos del ciclismo profesional y del Tour de Francia —inaugurado en 1903— con la aceleración de sus velocípedos en las competiciones que se realizaban en las múltiples pistas de la ciudad (Thompson 2002).
En la Ciudad de México, de otro lado, los primeros velocípedos llegaron en la década de 1880 provenientes de Estados Unidos y se comenzaron a rentar al público en 1884, año en que se fundó el Club Velocipedistas y se dio inicio a la programación de carreras alrededor de la Alameda Central, hasta que fueron prohibidas por los continuos accidentes que causaban (Beezley 2004). Pero a diferencia de lo que sucedió en París, el velocipedismo en la Ciudad de México