El jardín de los delirios. Ramón del Castillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón del Castillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788418895852
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href="#ulink_4aeb5a25-5b90-5560-8e27-d39c3071fcbd">1 El giro espacial suele asociarse con el hecho de que la filosofía y la teoría cultural prestaron más atención a la geografía y al urbanismo, pero también supusieron un cambio en la forma de hacer teoría. No se trató simplemente de hablar más de arquitectura, sino de cambiar la arquitectura de la propia teoría. Las publicaciones de arquitectos como Koolhaas también influyeron en la manera de analizar la lógica del capitalismo global.

      2 En El jardín de Babilonia, Bernard Charbonneau ([1969] 2016) explica muy bien la historia del naturismo y el culto a la naturaleza en Alemania, desde los Wandervögel a los Naturfreund, incluyendo el naturalismo pagano hitleriano. La necesidad de una mística de contacto con el cosmos, dice, “engendra todo tipo de perversidades colectivas”. El paganismo siempre oculta una empresa militar: la pandilla de excursionistas, el grupo de amigos libres en la naturaleza, es “una escuadra”. Incluso dice más: la guerra sería la forma de retornar más esencialmente a la naturaleza, dado que “devuelve al hombre al lodo. Se entierra, se viste con los colores de la tierra, desaparece entre la maleza del monte. Vuelve a haber noche y día, frío, y calor; hambre, y en consecuencia, también grandes festines”. Gracias a la guerra, o sea, gracias a la organización industrial de la muerte, el individuo moderno da rienda suelta a todo lo que cree que esa misma sociedad industrial reprime: “gozar y sufrir, amar y odiar –vivir por fin en esta tierra–” (p. 316). Véase entero el capítulo “El fracaso de la revolución naturista” (pp. 309-319).

      3 Infierno en el pacífico de John Boorman nos impresionó siendo unos críos, mucho más que su posterior La selva esmeralda, que ya vimos con algo de conciencia ambiental. Cuando en Nueva York un colega me dijo que Malick era el director que filmaba mejor la naturaleza y me empezó a describir La delgada línea roja, me callé… ¿Cuánto cine había visto? Me lo volví a encontrar y me habló del trabajo de Emmanuel Lubezki en El nuevo mundo y en El árbol de la vida, las dos de Malick, pero también de El renacido de Iñárritu. El colega no paraba de hablar de Heidegger y de Malick, y empecé a dudar no solo de cuánta naturaleza había conocido de primera mano, sino de cuánto cine había visto. ¿Sabía algo sobre la historia de la filmación en exteriores o de cómo se creaban decorados antes de los setenta? Después de ver el documental Voyage of Time, de Malick, traté de dar con él para continuar la conversación. Pero creo que el estudiante se enteró de que yo me había criado en un cine de barrio –alguien se lo dijo– y a partir de ahí eludió conversaciones conmigo. ¿Qué le echó para atrás? Yo descubrí la naturaleza con todas las películas de Tarzán, con el primer King Kong, con Lawrence de Arabia y muchas otras películas de Lean; también con The Searchers de John Ford y otros wésterns; con Las nieves del Kilimanjaro, de King, La reina de África, Moby Dick y El hombre que pudo reinar de Houston; con ¡Hatari! de Hawks; con Estación Polar Zebra, de Sturges, y muchas otras películas malas sobre expediciones al Polo Norte y a la Antártida. Incluso recuerdo de los setenta Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Pollack, aunque para entonces ya estábamos empezando a amargarnos y ya no creíamos en historias de tramperos benévolos con los indios. Yo había visto todo eso, sí, pero lo mismo al estudiante no se le pasó por su cabeza que además de todo ese cine popular, los paisajes de Kurosawa, Herzog, Tarkovski y Mijalkov nos habían cambiado para siempre la visión de la naturaleza; nunca tuve la oportunidad de explicárselo. Estaba dispuesto a confesarle que lloré con Dersu Uzala y que me emocioné con Urga, pero nunca pude hacerlo.

      4 Parecíamos incapaces de asociar la naturaleza con la paz, con la serenidad. No éramos capaces de imaginarla como un escenario bucólico o un entorno apacible del amor. ¿Hasta que descubrimos la pintura y el cine francés? A partir de ese momento quizá todo fue diferente, más doméstico y menos salvaje. La naturaleza à la francesa estaba llena de pasión y de aflicción, todo era más lírico y dramático, pero no épico, como en América. El mundo agrícola no parecía un espacio conquistado a la naturaleza salvaje, sino un terreno heredado y cuidado. Y la gente de ciudad siempre parecía sentirse en casa cuando volvía al campo.

      5 Véase todo lo que Charbonneau cuenta sobre Thoreau y Lawrence, y cómo critica la literatura bucólica francesa. La sección sobre naturaleza y guerra y los movimientos juveniles naturistas (fascistas y socialdemócratas) no tiene desperdicio.

      6 La comparación es interesante, pero Fox no la desarrolla, ni apela al psicoanálisis ni a otras perspectivas para justificarla. Su texto, con todo, es muy útil. Véase todo lo que dice sobre el apego a un lugar y la falta de lugar (placelessness), los vagabundos y los desplazados. Fox basa algunos argumentos en Place and Placelessness que Edward Relph publicó en 1976 (reeditado en 2008). Véase también Home, de Alison Blunt y Robyn Dowling (Londres, Routledge, 2007).

      7 Aquí solo menciono los casos extremos, pero Le Breton analiza casos más cotidianos de escapada. Por ejemplo, el senderismo de fin de semana y otras actividades de recreo y ocio que permiten –llamémoslo así– la “desaparición a tiempo parcial”. La popularidad del senderismo –dice Breton– podría explicarse por la creciente necesidad de liberarse de las rutinas sociales y volverse invisible al menos por un rato en compañía de extraños. Es posible, pero depende –me temo– del grupo de excursión. Hay grupos en los que es imposible desaparecer y que pueden acabar resultando tan exigentes como los grupos de conocidos. Durante la marcha al aire libre, se eluden ciertos compromisos y responsabilidades cotidianas, pero eso no quiere decir que el grupo de paseo no demande otros. La figura del paseante mudo, impasible, distante, pero no separado del grupo, merecería por sí misma un estudio.

      8 Pendiente de publicación.

      9 Chris McCandless le pidió a la naturaleza algo que no le podía dar. En sus viajes se rodeó de gente que le parecía más verdadera que su familia, pero acabó perdido en su propia fantasía de integridad. Leer a Thoreau sin supervisión puede empujar a uno a creer que se puede nacer otra vez en un espacio natural, o sea, un mundo limpio de las mierdas y miserias de la civilización. Como explicó Krakauer, el único lugar donde existía una terra incognita en el viaje de McCandless fue en su propia cabeza. Además de Hacia rutas salvajes [1992] de Krakauer, conviene tener presentes otras perspectivas diferentes de los años noventa como la de Gary Snyder en La práctica de lo salvaje [1990], Mis años Grizzly. En busca de la naturaleza salvaje [1990] de Doug Peacock o Indian Creek. Un invierno a solas en la naturaleza salvaje [1993] de Pete Fromm. En los últimos años han proliferado muchas otras crónicas de vida al aire libre (véase la bibliografía de la segunda parte), y se han traducido otros textos de mediados de los setenta (Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard) o de finales de los ochenta (Un año en los bosques, de Sue Hubbell). Me llevaría un espacio del que no dispongo analizar este revival de crónicas al aire libre. El texto reciente que más me ha interesado es algo diferente: El extraño del bosque (2017) de Michael Finkel. Durante un curso reciente sobre sonido volví a analizar Grizzly Man de Herzog, y me di cuenta de cuánto podía desagradar a los hípsters que no paran de leer a Thoreau.

      10 Véase cómo describe Sopher (p. 138) el caso de emigrantes que jamás “vuelven a mirar hacia atrás”, que juran no volver al campo.

      11 Yi-Fu Tuan nos recuerda también que nuestro deseo de escapar a espacios naturales ha aumentado proporcionalmente al grado de civilización que hemos alcanzado. Conforme hemos ido domesticando la naturaleza, más hemos soñado con ella como un reino puro y salvaje. Tuvimos que organizarnos y protegernos de ella, domesticarla, controlarla y evitar que nos destruyera. La civilización ha logrado que la naturaleza se pliegue a nuestros deseos y ha procurado bienestar, pero también ha generado mucho malestar,