El jardín de los delirios. Ramón del Castillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón del Castillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788418895852
Скачать книгу
eso es solo el principio. Kahn cuenta que en Texas fue posible durante un tiempo asistir a cacerías manejando un rifle a distancia. Pero se me ocurre que, si uno puede cazar desde casa, también se podrían diseñar actividades más ecológicas y reconfortantes como, por ejemplo, atravesar una selva manejando desde casa un pequeño robot con cámaras de alta resolución o quizá sobrevolar un río con un dron. El turismo a distancia también crecería y satisfaría a todos aquellos amantes de la naturaleza que no la aman lo suficiente como para correr riesgos, pringarse con barro o sufrir la picadura de un mosquito. Se podría participar en safaris desde casa, manejando una cámara instalada en los vehículos reales, y disparar fotos en vez de balas.40

      El ejemplo de naturaleza a distancia que estudió Kahn es delirante: cultivar un pequeño jardín desde casa manejando por turnos un brazo robótico. Cuando oí hablar del Telegarden por primera vez no me llamó tanto la atención porque sabía de otras soluciones para sentirse cerca de las plantas o para fabricarse un sustituto de jardín barato y relativamente interactivo. Yi-Fu Tuan se pasó años explicando que la lógica de los jardines es parecida a la de las mascotas, así que supongo que le hará reír saber que los japoneses han creado plantas-mascota artificiales. Se llaman Pekoppa, los fabrica Sega Toys y su publicidad reza así: “Pekoppa es una planta robótica que te escucha y te comprende. Cuéntale tus problemas y te contestará inclinándose. El robot más emocional desde el Tamagotchi”. Cuando yo las descubrí creo que costaban unos veinte euros, así que con una pequeña inversión más de uno se podrá construir un jardín maravilloso, animado y limpio, sin necesidad de muchos cuidados, donde finalmente las plantas nos harán felices porque conseguirán algo de lo que nosotros ya no somos capaces: reaccionar cuando nos hablan. Hasta donde sé, Kahn no analiza estas plantas de plástico, que son eso, plantas de plástico que hacen algo que no hacían las que compraban mi madre y las madres de mis amigos: moverse cuando les hablan.

      Los miembros suscritos podían plantar, regar y seguir el progreso de las plantas mediante los movimientos delicados de un brazo robot industrial y una interfaz con cámaras. Que la gente se encariñara con sus semillas plantadas a distancia, que encargara a compañeros su riego cuando estaba de vacaciones… puede parecer bonito, pero también es un poco inquietante. La instalación tuvo un éxito enorme. Algunos de sus miembros formaron comunidades y discutieron sobre el cambio climático, sobre el crecimiento de sus hijos y el de sus propios jardines. Se llegó a decir que el Telegarden era un nuevo modelo para la interacción comunitaria en el espacio virtual, o incluso una metáfora viva de la “delicada ecología social de la red”. Hubo quien llegó a afirmar que plantar semillas a distancia podía parecer mecánico, pero que en realidad suponía una comprensión zen del cultivo y una experiencia de los pulsos y vibraciones del jardín a través del módem. Y hubo quien lo comparó con la experiencia de los primeros hombres que cultivaron semillas en el Neolítico hace ocho mil años (creando un puente visual entre la tecnología y la prehistoria parecido al de Kubrick en 2001: Odisea del espacio). Sin embargo, la idea de aplicar la telerrobótica a un jardín –como bien dijo Ken Goldberg (2000)– siempre fue absurda, porque cuidar un jardín es por definición un asunto tangible y requiere un tiempo incompatible con el ritmo de internet. El mensaje de la instalación, después de todo, solo era ese: “quizá –sentenció Goldberg– ya es hora de apagar internet y salir al jardín”, siempre que quede algún jardín al que salir, añadiríamos nosotros. Para otros era una provocación, ya que representaba la idea de la naturaleza del futuro: un espacio enormemente confinado de experimentación, y no un misterio que nos supera y abarca.

      Quizá no hacía falta dar tantas vueltas para llegar a esa conclusión. La diferencia es que leyendo a Kahn y a otros científicos uno se siente más justificado para emitirla, aunque no por ello esté más seguro de que sea verdad. Lo que tampoco le queda a uno claro leyendo neurociencia ambiental es qué nos pasa exactamente cuándo interactuamos con la naturaleza real y nos sentimos mejor.

      Una preocupación creciente de educadores y psicólogos es que los jóvenes que han nacido con un smartphone en la mano no quieren ir al campo. David Strayer, un psicólogo de Utah, demuestra que tres días de acampada al aire libre por los cañones de Utah son suficientes para que el nivel de los sujetos resolviendo tareas creativas mejore el 50% (Williams, 2016: 54 y ss.). Strayer explora a los campistas (alumnos voluntarios sacados de sus aulas) pegándoles en la cabeza los electrodos de un aparato portátil que mide el nivel de concentración y la actividad del pensamiento (las ondas theta) para llegar a la conclusión de que el contacto con la naturaleza ayuda al córtex frontal a descansar (como cuando se relaja un músculo sobrecargado). Para entender los efectos beneficiosos de la exposición a entornos naturales, otros científicos no solo miden ondas cerebrales, sino también el nivel de estrés hormonal, el ritmo cardiaco o los marcadores de proteínas. Un estudio en Inglaterra sobre la salud mental de 10.000 habitantes urbanos durante dieciocho años reveló que el hecho de vivir más cerca de espacios verdes disminuía las dolencias mentales en mayor medida que el nivel de ingresos, educación y empleo. En 2009 unos científicos holandeses descubrieron que 15 enfermedades (incluyendo depresión, problemas de corazón, diabetes, asma, migrañas y ansiedad) tenían menos incidencia en la población que vivía a no más de media milla de espacios verdes. En 2015, en Toronto, se observó que el hecho de vivir en bloques de viviendas con árboles aumentaba la salud metabólica y cardiaca en una proporción equivalente a lo que supondría un aumento de ingresos de 20.000 dólares. El propio Ellard (2016), al comentar estos estudios, recuerda que la gente que vive en un entorno más verde se siente más feliz y segura, y añade:

      probablemente esos sentimientos de felicidad y seguridad estén justificados, pues, tal como han demostrado diversos trabajos de campo controlados, los vecindarios más verdes suelen registrar un índice más reducido de actos incívicos y delincuencia. Las personas que viven en entornos verdes hablan más entre sí, acaban por conocerse y disfrutan de grados de cohesión social que no solo las protegen de padecer determinados tipos de patología mentales, sino que reducen las probabilidades de que sean víctimas de delitos menores. Todas estas averiguaciones sugieren que la respuesta primigenia básica