Al entrar al laberinto, el camino parece fácil. De hecho, uno de sus primeros brazos parece acercarnos al centro esperado, y ¡zas! de golpe nos expulsa a la periferia. Cuando en la meditación nos encontramos con las primeras experiencias extraordinarias o de una calma profunda, sentimos que esa iluminación deseada está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, el laberinto es tan complejo como el mundo, y nuestra mente tan enrevesada como cualquier dédalo. Al recorrer el laberinto estamos deshaciendo nuestro propio embrollo interno, estamos formulando una pregunta esencial, que sabemos que tendrá su significado en el mismo centro.
Creíamos, de entrada, que todo giraba alrededor de nosotros, desde esa realidad inmadura que nos hacía creernos muy importantes. El laberinto (en forma simbólica) y la meditación (en forma de experiencia) nos demuestran más tarde que estábamos equivocados. El laberinto nos zarandea de un lado a otro, y la meditación nos cuestiona: ¿cómo es posible que tenga tan poco control sobre mis emociones y sobre mis pensamientos?
Es posible que la palabra “laberinto” venga de labrys, una especie de hacha de dos labios, como la espada de dos filos de Teseo, presta para la batalla. La entrada al centro está custodiada por el monstruo. Siguiendo con el mito helénico, si queremos deshacer lo laberíntico de los pasadizos que nos remiten a la mentira, a nuestro propio autoengaño, tendremos que matar al Minotauro. Es nuestra boca (que también tiene dos labios), la que seguirá alimentando con nuestra palabra la avidez de la bestia a través de la mentira, o bien la aniquilará con la verdad. No olvidemos que es el amor de Ariadna lo que permite a nuestro héroe atravesar la mentira sin perderse.
En la meditación también atravesamos el laberinto de nuestro engaño. Podemos seguir alimentando el monstruo con excusas, medias verdades o justificaciones, o bien sacar la espada de la discriminación y, aunque duela, cortar con una vida inventada.
Yo
Y es aquí donde aparece el verdadero acertijo de la meditación. El laberinto es nuestra mente, pero el monstruo, ese engendro contranatura mitad bestia mitad humano, somos nosotros. Es nuestro yo el que tiene que darse cuenta de que es puro enredo y de que, en sí mismo, no tiene capacidad de elevación.
Tenemos una vida psíquica y vivimos dentro de ella. El interior no es para nada uniforme: hay muchas voces que conviven -o malviven- a los pies del yo. Sin embargo, muchas áreas de esa vida psíquica quedaron detenidas en su momento, por lo que hoy están subdesarrolladas, y de alguna manera quieren seguir creciendo.
Estos complejos psíquicos permanecen dormidos hasta que una situación los detona, y entonces se manifiestan a través de lapsus, errores o sueños. La voluntad del yo no puede fácilmente con ellos porque aparecen cuando el control decae o cuando llegamos a una situación límite. Nuestra neurosis intenta pactar con ellos, pero a la postre se esclaviza. Los complejos avanzan, nos paralizan, nos dividen, nos hacen perder objetividad, nos arrinconan en conductas inadecuadas. Intentamos reprimir los contenidos psíquicos que nos parecen inadecuados y cosechamos un pensamiento obsesivo. Vamos de la inferioridad a la superioridad, de lo maniaco a lo depresivo, del exceso al defecto, manteniendo un estado de contradicción con nosotros mismos.
Creemos que no podemos aceptar todo lo que hay en nosotros porque si lo hiciéramos seríamos estigmatizados, apartados de nuestras relaciones, marginados en el trastero de la vida social. Sentimos cosas que no podemos confesar, deseamos situaciones innobles, fantaseamos una vida ajena que no podemos vivir. En definitiva, rechazamos fuera lo que deseamos dentro y, así, nuestra existencia se divide.
En la meditación tenemos la gran oportunidad de reconocer lo reprimido, de incorporar la sombra que proyectamos, de ampliar nuestro horizonte vital. Es cierto que tal vez no seamos tan perfectos, tan definidos, tan atractivos o tan “buenas” personas como quisiéramos, pero sin duda seremos más íntegros, más honestos, más conectados con lo que somos, y puede que más felices.
Cuando en nuestra meditación aparece un complejo, nos sentimos turbados, nos inflamamos de orgullo o nos encendemos de ira, y esa turbación es un indicador de dónde están nuestros demonios. ¿Acaso nuestras fobias no hablan del cerco al que somos sometidos por esas áreas de vida no reconocidas que nos habitan? ¿No serán los síntomas una forma de lenguaje del alma, voces angustiosas de lo que quiere expresarse y no puede? Es posible que la sombra en nosotros quiera convertirse en luz y que el malestar psíquico sea una invitación a ampliarnos.
Está el yo y está también lo otro en nosotros. Pero lo otro invade las fronteras que el yo normativo establece. Al yo le horroriza la incertidumbre, la ambigüedad, la impermanencia. Se siente amenazado por las diferencias, atosigado por las crisis, crispado por el caos. En la normalidad encuentra un respiro, pero pequeño, porque lo que uno es no cabe en una caja de zapatos. Siempre habrá algún elemento que desentone en nosotros; siempre se escapará alguna palabra fuera de tono, algún acto incívico, alguna confesión sospechosa. El yo vive en la ilusión del control de la que, tarde o temprano, tiene que despertar.
No podemos vivir impunemente traicionándonos a nosotros mismos, y eso mismo es la normalidad: un intento de ser como los demás pero sin serlo en el fondo, porque lo que somos no es del todo definible, nuestro proceso personal es tan peculiar que somos realmente únicos.
Aunque sería necesario aclarar que el yo no es a ciencia cierta un enemigo. Evolutivamente cumple una función de ajuste entre realidades: es resolutivo en las decisiones y establece un orden en los procesos de vida. El problema lo encontramos cuando el ego dirige nuestra vida, cuando usurpa el lugar del Ser, cuando confunde lo importante con lo urgente, cuando se polariza en la defensa y en el ataque. No lo olvidemos: el ego es miedo enquistado, y por lo tanto teme su disolución.
Uno de sus síntomas es la sorda culpabilidad, al sentirse separado de lo otro que nos habita, de los demás y de todo lo que nos sostiene. Nuestra vida psíquica está disociada, y en consecuencia eso es lo que vamos a encontrarnos en la meditación.
Ser
Bien, pero si no somos el yo, ese complejo estable de nuestra mente; si no somos el gestor de nuestros contenidos mentales, ¿quiénes somos? Si indagamos, podemos darnos cuenta de que aquello que llamamos carácter es un collage de impresiones que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida y con las cuales nos hemos identificado. Por tanto, si sacamos de la personalidad lo que se construye en torno a una imagen social, ¿qué nos queda?
Me viene a la mente una imagen astrológica: en la primera casa del zodiaco, allí donde tenemos el ascendente, el cielo aparece. Nace el sol, la luna y las estrellas, pero curiosamente en el horizonte se ven mucho más grandes que cuando están en el cenit, a pesar de que la distancia no varía sustancialmente. Si bien se trata de un fenómeno óptico, cabe preguntarse qué nos está indicando esto a nivel simbólico. Parecería que pretenden llamar nuestra la atención. De la misma manera, también el carácter parece comportarse como una llamada de atención, como un amplificador de lo que somos. Las máscaras en el teatro antiguo realzaban el rictus del actor y, a la vez, amplificaban su voz.
Máscara y rostro están unidos, pero no cometamos el pecado de confundirlos. Lo que verdaderamente somos es un impulso de vida que adopta una forma para poder expresarse. Encarnamos en este cuerpo y en esta vida para manifestar algo que viene de otro lugar, de las profundidades del Ser. Dramatizamos, de alguna manera, el baile cósmico. El espíritu es un espectador que se extasía ante el baile asombroso de la naturaleza, de las más exquisitas bailarinas, que son nuestro cuerpo y nuestra mente. El fondo infinito de lo que somos se encandila, por un tiempo, en el juego de las formas que cambian constantemente, en la corriente de la existencia que se vierte instante a instante para luego ser transformada. Somos un flujo que se vierte en un jarro, el cual envejecerá o se romperá, y aquel flujo, siempre fluido, tomará otra forma, y después otra.
La forma no es más que el sueño del espíritu, y nosotros, tarde o temprano, tenemos que despertar de ese sueño, de esa ilusión. Cada momento tiene una forma definible; cada situación presenta una cara que poco a poco se transforma. La ley de la forma es la impermanencia, la fugacidad, la transitoriedad, pero el Ser, el ser que somos, está más allá de la forma, es puro