¿En qué medida la correspondencia de Carlos III, hasta principios de 1765, responde a estos modelos?
Previamente a responder esta cuestión, y tras haber expuesto más arriba las precauciones que son del caso en el análisis de este tipo de fuentes –que por naturaleza son cualitativas–, la cuestión de su tratamiento cuantitativo ha cristalizado en un conjunto de debates y propuestas metodológicas ampliamente aceptadas en el ámbito de la climatología histórica. Por nuestra parte, emplearemos la concretada por M. Barriendos, elaborando índices hídricos y térmicos a resolución mensual con valores comprendidos entre –3 y +3.62
Una primera y llamativa nota viene dada por el hecho de que tan extenso conjunto de cartas no refleja ningún suceso de signo catastrófico o con graves consecuencias humanas o sociales. Así, no se efectúa –salvo en lo que se refiere a las operaciones militares en Portugal en la primavera y el verano de 1762, detenidas por intensas lluvias y desbordamientos de ríos–, la menor indicación a sucesos climáticos catastróficos o de extensión generalizada: sin ir más lejos, no hay la menor indicación a las referidas heladas ocurridas en el interior peninsular en diciembre de 1763, mes del que conservamos todas las misivas semanales.63
Hecha esta apreciación general, y siguiendo el método indicado, hemos trasladado las impresiones de Carlos III sobre el clima en los Reales Sitios a sendos cuadros (1 y 2), reducidos a escala mensual, donde respectivamente reflejamos precipitaciones y temperaturas.
CUADRO 1
Precipitaciones en los reales sitios (1759-1765)
Fuente: ASP, Carpette borboniche.
CUADRO 2 Temperaturas en los reales sitios (1759-1765)
Fuente: ASP, Carpette borboniche.
El rey alude a las precipitaciones (lluvias, nieves, granizo) por motivos contados. El más repetido: porque dificultaban sus cacerías. Esta –por así decirlo– queja, sólo cede cuando la ausencia puede perjudicar a las cosechas; en otras ocasiones, porque retrasaban los correos o hacían difíciles los desplazamientos; finalmente, porque suponían graves obstáculos a las operaciones militares ofensivas. A menudo, cuando habla de lluvias, el monarca añade que ha sido admirable para los campos. Pero no deja de resultar un mero formulismo: sólo en cuatro momentos manifiesta explícitamente que la falta de lluvias se había convertido en preocupante. Así ocurre en el otoño de 1760, cuando, superando la fórmula habitual, le dice a su hermano que: «ha estado muy lluvioso estos días, pero doy mil gracias a Dios por ello pues ha sido admirable para los campos que ya lo necesitaban» (47;64 la cursiva es nuestra). Idéntica expresión se repite en el otoño del año siguiente (90). Pero sobre todo en 1764, quizá el año más anómalo de todos los estudiados aquí. En abril decía: «Nos continúa el buen tiempo, pero desearíamos que lloviese algo, pues aría gran provecho para los campos, y assí espero que Dios nos envíe el agua si conviniesse» (191); como sabemos, la sequía dio lugar a la celebración de rogativas en abril y mayo de ese mismo año en Toledo.65 Pero es sobre todo en noviembre, cuando en tres cartas sucesivas escritas desde El Escorial (213, 214, 215) y en el contexto de un otoño especialmente frío, el rey expresa su claro deseo de que llueva, impetrándolo del mismo Dios en la última de ellas, para que «nos embíe presto el agua que se desea para los campos» (215).
En honor a la verdad, si atendiéramos sólo a las cartas, estas sequías habrían sido de breve consideración, pues las precipitaciones (en forma de lluvia o de nieve) no tardaron en producirse, si es que no da ya en el mismo correo la noticia de haberlo hecho, salvo en el caso de la de la primavera de 1764.66 De hecho, el extremo contrario, representado por el exceso de precipitaciones, no está ausente del epistolario, especialmente a comienzos de 1763, cuando desde El Pardo decía que: «Quitados tres días que hemos tenido buenos [desde su llegada allí] los demás ha llovido muchísimo», por lo que volvía a pedir a Dios que se compusiese el tiempo, «pues aquí ya se necesita para los campos» (149). En este caso, también sabemos que en febrero tuvieron lugar en Toledo rogativas pro serenitate.67
En cuanto al resto de los meses, ciertamente es imposible conocer exactamente las intensidad y la extensión de las precipitaciones mencionadas en las cartas, pero de los 65 meses comprendidos entre diciembre de 1759 y abril de 1765, en al menos 37 de ellos (el 57%) tiene lugar alguna lluvia o nevada, 17 de los cuales han sido trasladados a la tabla con un valor +1 debido a que el rey juzgaba que el agua caída había sido mucha, o a que las precipitaciones se repiten durante varias semanas.68 Si consideramos que de los restantes meses, en 6 no contamos con información suficiente (ya que sólo se conserva una carta mensual), por lo tanto tan sólo podríamos considerar que 22 de los 65 totales (el 34%) fueron enteramente secos. Siete de ellos se concentraron en 1760, que resultaría por tanto el año más seco, mientras que en 1761 julio es el único mes en el que no habría llovido. En el resto de los años, no se excede de los 5 meses sin precipitación, ni en ningún caso se suceden más de tres meses sin que ésta se produzca. Así pues, no transmite la correspondencia de D. Carlos la imagen de unos años especialmente secos, de donde la necesidad de contrastar esta fuente con otras adicionales.
Hemos insistido en que una de las peculiaridades que ofrecen los epistolarios manejados viene representada por la existencia de abundantes referencias a las temperaturas. Más aún si cabe, con las prevenciones metodológicas antes formuladas, consideramos que como en el caso de las precipitaciones –o en combinación con ellas– es posible identificar algunos episodios de indudable significación (cuadro 2).
En conjunto, se producen un total de 11 menciones a nevadas, bien en los lugares donde D. Carlos se hallaba, bien en las montañas cercanas. Nada especialmente llamativo, pues de hecho resultaría un promedio incluso inferior al de los días de nieve que en la actualidad puede tener una ciudad como Madrid, que en el último período internacional de referencia arroja una media de 4 días de nieve al año. Lo que sí llama la atención, en cambio, son las fechas de las nevadas, resultando algunas bastante tempranas o tardías. Así, se habla de ellas entre finales de octubre en La Granja (1764) y mediados de abril en Madrid y las cercanías de Aranjuez (1761).69 Lo que es más, se apreció «algo» de nieve en la sierra a finales de septiembre de 1762,70 y repetidas escarchas y «un dedo de hielo en los charcos» de La Granja a finales de septiembre de 1764: el mismo rey dice que es «demasiado temprano».71 El frío, ese año, fue persistente. Demorada la corte inusualmente en San Ildefonso por las indisposiciones de su madre, finalmente el rey tuvo que marchar, pues:
Ha querido [doña Isabel de Farnesio] que yo me viniese por no poder aguantar el frío que hazía en mi cuarto, lo que bien puedes creer que no huviera echo si no fuese por obedecerla como devo [...]. Espero en Dios que hayas tenido [...] un tiempo tan hermoso como el que tenemos aquí [...]; y te diré que en San Ildefonso nos nevó muy bien el sábado, y ayer aún hallamos algo de nieve en el puerto, y después volvió hallá a nevar un poco [...] De este lado [Escorial] azía un tiempo hermosísimo, y menos frío, y le continúa.72
Cabe destacar, sin embargo, que estos episodios no necesariamente fueron siempre acompañados por fríos intensos y persistentes. La del 30 de marzo de 1760, por ejemplo, fue la típica nevada primaveral, pues tras ella el tiempo se puso de inmediato «muy blando, y dulce» (20).
En el extremo opuesto, las olas de calor intenso o excesivo resultan aún más limitadas. Cabría destacar sobre todo dos: la de la segunda mitad de julio de 1761 en Madrid, con un calor calificado como «feroz» (78), que asociada con la falta de lluvias provocó gran cantidad de polvo en el camino a San Ildefonso (80); y la de mediados de