Antes de llegar a Motril, las carreteras estaban llenas de gente de refugiados que se venían para Almería, temiéndole a los moros, que fue cuando Franco hizo el convenio ese con los moros. [...] Tomaron Málaga y tomaron Melilla, y luego ordenaron, en aquellos entonces [...] que salieran los cazas a bombardear las carreteras, a ametrallar las carreteras. De Torre del Mar para acá, las carreteras, eso era, la sangre corría como el agua por las cunetas, de caballos, de seres humanos, de niños, ametrallándoles para que no se vinieran para acá, pero ya de antes, la gente, la que tenía tiempo, cerraba las casas y se venía, pero a los que no les dio tiempo, le pilló.42
Este recuerdo catastrofista tiene, en la memoria izquierdista, otra fatal consecuencia: una carencia total de alimentos.
Desgraciadamente la pérdida de Málaga lo echó a perder [la colectivización de la industria pesquera]. Hombre es que, es que... es que si había algunos alimentos aquí en el pueblo cuando llegar... lo terminaron todo, lo terminaron todo. Y eso lo echó todo a perder.43
El recuerdo derechista es más crítico y desproporcionado. Estos no pueden olvidar la impresión causada por los anarquistas granadinos y malagueños:
Y luego si nos faltaba poco vinieron todos los, los... los malagueños, los que venían huyendo de cuando tomaron Málaga... (Pregunta) ¿Qué pasó? (Margarita) Eso era ya... (Pregunta) ¿Qué pasó? Porque fue un camino dramático, con bombardeos... (Margarita) Eso fue horroroso se metieron en todas las casas, se llevaban yo qué sé el qué... a mi ama pobrecita le llevaron una cesta, unas cosas... un caos. [...]
Ellos huyeron de las tropas de Franco. (Pregunta) Eso es. Y durante ese camino... (Margarita) Pero mire usted: no se crea usted, porque es que eran mala gente, porque lo llevaban en la sangre, porque la gente de los barrios les temían la gente de su igual les decía: ¡Que vienen los malagueños! Era un horror decir vienen los malagueños era lo más malo de este horror.44
Lo más malo del horror también le quedó grabado a Mercedes Dobón, quien, mientras entrevistábamos a Juan José Pérez Gómez, nos explicó cómo los malagueños pintaban calaveras piratas en los automóviles. Una versión similar obtuvo Sofía Rodríguez en la entrevista que mantuvo con Brígida Gisbert:
A comienzos del año 37 el ejército nacional llega hasta Málaga y los malagueños, temiendo algún tipo de represalia con ellos, emprendieron la fuga a pie para Almería [...] Asaltaban casas y hasta establecimientos. Aquello constituyó una verdadera invasión de refugiados; llegaban hambrientos, sucios y resentidos. Era gente sencilla, sin cultura y simpatizantes con ideas comunistoides. En nuestro portal, que era grande, con las paredes recubiertas de azulejos, se instaló una familia [...] También teníamos el peligro de que nos denunciaran al Comité como fascistas.45
ÁNGELES EN EL INFIERNO. DE LA SALVACIóN AL SOCORRO BLANCO
La llegada de los malagueños transformó radicalmente la vida cotidiana de los almerienses, mas estos testimonios no deben confundirnos. Siendo cierto que se produjo un repunte de la violencia política y de las carencias materiales, los verdaderos momentos sangrientos se produjeron durante el verano de 1936. Será durante este momento caliente cuando se muestre la cara más intransigente en ambos bandos y cuando aparezcan las redes de solidaridad derechista, pues durante 1936 más que de estructuras consolidadas solo cabe hablar de redes. Será a partir de 1937 cuando aparezca una maquinaria bien engrasada de boicot al gobierno republicano y de asistencia a derechistas.46
La quema de iglesias, la violencia republicana, la persecución religiosa, la entrada de los malagueños y los bombardeos sufridos por la ciudad facilitaron la reacción de los derechistas, ya que los hechos de febrero a mayo de 1937 tornaron el conflicto entre ciudadanos, y de estos con el Estado, más profundo y radical. La construcción del discurso y Estado antifascista y la vertiente represiva, consustancial a esta política, acabaron con la disidencia ácrata, pero, al tiempo, convirtieron a muchos indiferentes o, simplemente, disidentes en opositores y/o quintacolumnistas. Al final de la guerra volvería a quebrarse la comunidad imaginada antifascista pero el primer giro de tuerca acaeció en 1937.
La fuerza de esta construcción radicaba primero en la unidad en el seno del gobierno, y luego en la unidad real a diferentes niveles en todo el territorio. La meta era la movilización de una «España antifascista» que debía pasar del discurso a la realidad, aunque a la postre terminaran haciéndolo volar las contradicciones políticas inherentes al Frente Popular.47
Fue esta política, la de movilización total, la que mostró la unión contra la República de personas en principio pasivas. Estas, ante la grave situación vivida por algunos de sus familiares y amigos, se comprometieron con lo que parecía una labor humanitaria –o religiosa–. El tiempo vería a muchos convertirse fervorosamente al franquismo. Más aún, algunos serán los grandes triunfadores de la guerra, primero, y del franquismo, después.
Los primeros conatos de acción colectiva contra la República debemos inscribirlos en un contexto rabiosamente anticlerical, antifascista y anticapitalista. Durante los días que sucedieron al aborto de la sublevación, se quebraron todas las convenciones sociales vigentes hasta el momento. Uno de los principales objetivos de los milicianos y de las clases subalternas fue cualquier signo, símbolo o indicio que tuviera algo que ver con la Iglesia o el capital. Si durante la II República Almería no había vivido con intensidad la ira sagrada, el estallido de la guerra cambió completamente la situación. Un ejemplo del nuevo clima, explotado hasta la saciedad posteriormente tanto por la dictadura como por los tradicionalistas, fue el martirio del padre Luque.48
El mismo día en que se sofocó la sublevación, las piras anticlericales comenzaron a multiplicarse. El primer edificio eclesiástico que sufrió la furia popular fue el convento de las Claras –en las inmediaciones del Ayuntamiento–, donde se rociaron con gasolina las puertas del convento y se les prendieron fuego. Ese fue el pistoletazo de salida. Al día siguiente las llamas crecieron por doquier. Una tras otra, las iglesias fueron cayendo: San Roque, San Sebastián, San Pedro, San José, San Antonio y Santiago. La visión de los templos en llamas quedó indeleblemente grabada en la retina de las almas piadosas.
Recuerdo perfectamente como incendiaron la Iglesia de los Franciscanos [...]. Por las ventanas, como tiraban los santos, eso lo recuerdo yo perfectamente. Yo acababa de hacer la Comunión en junio, el bombardeo fue en julio y vi cómo tiraban los santos y tiraban todas las cosas: los libros, tiraban todo, le pegaban fuego y yo pues era... llorando. Y mi abuela, mi madre, en la puerta, lloraban.
O cómo Brígida Gisbert escribía en sus memorias:
... enseguida empezó la persecución a la Iglesia, se quemaron iglesias y conventos; las catedrales las convertían en almacenes de cereales, trigo, cebada... todo incautado a los agricultores y comerciantes. La iglesia de Cabo de Gata fue saqueada, despojada de imágenes y libros de registros de nacimientos y confirmaciones.49
Todavía hoy la literatura cercana al Palacio Episcopal se recrea recriminando las escenas de furia anticlerical. Juan López Martín, por ejemplo, describía la destrucción del mobiliario, ornamento y archivo de las diferentes iglesias de la ciudad de este modo:
Amontonaron todos los bancos en el centro de la iglesia, los rociaron con gasolina, junto con los altares y retablos, y lanzaron desde la puerta teas encendidas, ardiendo todo y calcinándose los sillares hasta hundirse las bóvedas de piedra con un espantoso estruendo.50
Eso sucedió en la iglesia de Santo Domingo. En el convento de San Blas la pira comenzó con los lanzamientos de bombas desde el exterior. Cuando las monjas abandonaron el edificio ardió por los cuatro costados. La Catedral estaba al caer.
Apenas si se estaban consumiendo los fuegos de los templos y ermitas, cuando alguien debió de gritar: ¡A la Catedral! Y en un abrir y cerrar de ojos comenzó el expolio del rico patrimonio. Todas las imágenes de incalculable valor y de gran devoción del pueblo ardieron en una enorme pira en la plaza de la Catedral.51
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