Desde una perspectiva más institucional, tal movilización se correspondía con la política que el general Franco y Serrano Suñer, su principal consejero en esa etapa, impulsaban desde inicios de 1937. Esta se orientaba claramente hacia los modelos fascista italiano y nacionalsocialista alemán y, en consecuencia, otorgaba una destacada preferencia al ideario nacionalsindicalista de la Falange. Precisamente, un resultado directo de esos planteamientos fue el decreto de unificación de abril de 1937, cuya aplicación supuso para esta situarse en una posición de ventaja en el aparato políticoadministrativo que se estaba construyendo.
Aunque no debe perderse de vista que dicha posición estuvo condicionada por dos factores de importancia. En primer término, el general Franco se reservó la supervisión última de las iniciativas de mayor trascendencia y nunca dejó de desempeñar tal función. Y en segundo lugar, otro dato destacado es que este no otorgó a la Falange, ni siquiera en esa primera etapa, el control total de la acción política. Por el contrario, permitió que el resto de las fuerzas que habían apoyado la sublevación conservaran significativas parcelas de influencia. El resultado final fue que, a diferencia de lo que ocurrió en Italia con el fascismo o en Alemania con el nazismo, aquí no existió un auténtico partido que monopolizara por completo el discurso político y la dinámica gubernamental. Junto a la Falange siempre existieron otros grupos que tuvieron su correspondiente parcela de poder, la cual fue variando de acuerdo con la coyuntura política nacional e internacional. Por ello los especialistas, y conviene subrayarlo, señalan que la España nacional se organizó más como un régimen político «fascistizado», que como uno realmente fascista; más como un estado autoritario que totalitario.5
Desde el punto de vista ideológico, también debe tenerse en cuenta otro elemento bien destacado. La Falange como partido político se situaba en la estela ideológica y organizativa del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán. Todos ellos habían sido fundados pocos años antes y sus respectivos discursos ideológicos insistían mucho en que sus planteamientos suponían una auténtica ruptura con las tradicionales corrientes sociales y políticas decimonónicas. Sus ideologías presentaban en aquellas fechas aires de «modernidad» y de «novedad», tanto en lo que respecta a sus planteamientos formales como a su fundamentación teórica. Linz, uno de los principales especialistas en la materia, plantea la cuestión en los términos siguientes. Tras señalar que se trata de algo difícil de describir, ya que, según sus propias palabras, nos encontramos ante «más bien una cuestión de estilo o de retórica, de acción más que de ideas», afirma al respecto que el atractivo especial de los movimientos fascistas se basaba en gran medida en que ofrecían un «nuevo estilo en la política; nuevos símbolos, nueva retórica, nuevas formas de acción, nuevas pautas de relaciones sociales».6
Pero no solo se trataba de modernidad y de ruptura frente a otros discursos, programas y estéticas mucho más tradicionales. La crítica generacional y la insistencia en la idea de la juventud como innovadora categoría social, y del joven como protagonista político, constituyeron elementos muy destacados en la acción política de todos ellos. Los dirigentes de esos partidos hicieron mucho hincapié en la novedad de esos conceptos, frente a otros planteamientos ideológicos mucho más antiguos y, en opinión de los líderes nazis, fascistas y falangistas, caducos. Se llegó incluso a lo que algunos especialistas han denominado «culto a la juventud», considerando a esta como una nueva clase social. Con toda esa argumentación se pretendía superar el tradicional criterio de división en clases sociales basado en la relación con el trabajo y los medios de producción. Ahora, la nueva clase revolucionaria iba a ser la juventud, quien tendría la responsabilidad de establecer un nuevo orden social, el cual superaría las anteriores divisiones y los consiguientes enfrentamientos sociales y políticos. El joven se vinculaba con lo nuevo; con el nuevo hombre que se estaba creando; con la nueva sociedad que estaba surgiendo.7
No en vano, como indica Linz, uno de los himnos fascistas más populares era «Giovenzza» o uno de los primeros llamamientos realizados en España por Ramiro Ledesma llevó por título Discurso a las juventudes de España. Así mismo, tanto el fascismo como el nazismo –y en menor medida los grupos falangistas–emplearon abundantemente la figura del joven en intensas campañas de propaganda, hasta el punto, como señala Malvano, que el concepto de juventud adquirió una dimensión simbólica bien patente. Carteles, esculturas, murales, pinturas, bajorrelieves, reprodujeron figuras de jóvenes y generalizaron la asociación de los conceptos de juventud, hombre nuevo y ruptura social.8
Un buen ejemplo de la importancia de todas esas nuevas consideraciones en torno a la juventud en el caso español se localiza en el propio Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937. En este, se caracteriza expresamente a la Falange como la «fuerza nueva», mientras que la otra gran entidad sometida a la unificación, los Requetés de la Comunión Tradicionalista, era considerada «la fuerza tradicional», cuyo rasgo fundamental consistía en ser «el sagrado depósito de la tradición española». Si estos aportaban a la «sola entidad política nacional, enlace entre el Estado y la Sociedad» que se creaba mediante esa norma los elementos inmutables del pasado, la Falange integraba rasgos bastante más modernos como «masas juveniles, propagandas con un nuevo estilo, una forma política y heroica del tiempo presente y una plenitud española», además de su programa.9
Todo ese cúmulo de consideraciones supuso que el encuadramiento en la Falange y la identificación con el ideario nacionalsindicalista, fueran percibidos por amplios sectores sociales, tanto de jóvenes como de adultos y al igual que había ocurrido con otros movimientos fascistas en diversas naciones europeas, como una propuesta más actual, innovadora, y en el fondo más atractiva, que las que representaban las entidades juveniles de otros grupos y partidos apegados a programas y pautas de actuación mucho más antiguos y conocidos.
Por último, también debe considerarse que si los falangistas no habían destacado por su interés hacia los procesos de socialización de los jóvenes, en cambio contaron con un elemento bien significativo a su favor. Se trató de un factor de rango diferente a los enumerados hasta el momento, pero que también jugó un papel destacado. El hecho es que durante la Guerra Civil y la inmediata postguerra bastantes cuadros falangistas eran muy jóvenes. Durante los años previos a la sublevación, la organización había conseguido despertar cierto interés en algunos círculos universitarios y escolares, y de allí procedía gran parte de su militancia. La Falange era sin duda alguna, al igual que ocurrió con la elite fascista en Italia y la nacionalsocialista en Alemania, el grupo político con los cuadros y dirigentes más jóvenes de todo el espectro de organizaciones que integraban la «España nacional». Esa circunstancia de cercanía generacional, ubicada en el ámbito meramente sociológico, también jugó a favor de los falangistas para que fueran finalmente ellos quienes se responsabilizaran de la política de juventud del nuevo régimen.
A LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Como ya se ha indicado en páginas precedentes, la política de juventud del régimen franquista adquirió una dimensión mucho más amplia, integrándose por primera vez en nuestra historia en la acción política de gobierno y generando su correspondiente estructura administrativa, a partir del Decreto de Unificación promulgado en 1937. Lógicamente, dentro del contexto bélico, esa parcela específica no fue considerada prioritaria y su desarrollo tardó en concretarse. De todos modos, se le otorgó cierta importancia ya que algunos de sus planteamientos fueron objeto de estudio detallado por parte de la incipiente estructura político-administrativa que rodeaba a Franco, con algunos de sus máximos responsables a la cabeza.
En febrero de 1938,