Con apenas treinta años, los que fueron llamados millenials han sido ya rebautizados por The Wall Street Journal como recessionals. Son la única generación que ha sufrido dos recesiones tan profundas en tan poco tiempo. Leer las preocupaciones de la autora es leer las perturbaciones que sufre una generación.
El otro extremo: los más mayores
No sólo los más jóvenes están viviendo la precariedad laboral. El libro describe esa misma situación para los trabajadores más maduros que sienten la amenaza del despido y del no poder cotizar en sus últimos años de vida laboral, siendo condenados a pensiones de supervivencia. Ese miedo da lugar a estrés laboral, a problemas de ansiedad, a trastornos del sueño e insomnio en una generación a la que se le ha descrito la «dualidad del mercado» para referirse, realmente, a la «anormalidad del mercado»: la de que un grupo de trabajadores goce de derechos más o menos plenos, como el de una mínima estabilidad laboral o el de la indemnización por despido, mientras que los que caen ahora quedan atrapados en un escalón inferior, sin poder reclamar derechos básicos.
Esa dualidad describe a trabajadores ordinarios como «privilegiados» y a empleados sometidos a la explotación como el mínimo común por el que todos, según algunos, debiéramos regirnos para ganar «competitividad».
Lo cierto es que la carrera hacia el fondo es imposible de ganar. Siempre habrá trabajadores dispuestos a fabricar o prestar servicios por menos. La única forma de ganar esa batalla de la competitividad no es rebajando costes, sino aumentando la calidad del servicio o el producto que cada país vende. Pero esa batalla requiere inversión y tiempo. En una economía caliente de ganancias rápidas, se opta por la otra vía y se disfraza la ganancia rápida de una supuesta ideología liberal que haría a la escuela austriaca entera llevarse las manos a la cabeza.
La España precaria también recorre la situación de una generación mayor que está respondiendo con esfuerzos a las demandas de ese nuevo modelo. Alejandra describe casos de «microdosificación» –consumo de drogas para poder trabajar– o el de una «generación Lexatin» que empieza a requerir fármacos para poder mantener su empleo.
Un cambio urgente
Las denuncias que Alejandra de la Fuente comenzó recopilando en Mierda Jobs y que trajo a la antena de la Cadena SER dan lugar ahora a esta enciclopedia del abuso de la que La España precaria puede ser sólo el primer tomo. Que no haya nuevos fascículos requiere de nosotros y de un cambio del marco legal.
El diagnóstico del nuevo modelo laboral se ha hecho y compartido demasiadas veces. Sin embargo, no se ha emprendido todavía. Son necesarios cambios antes, durante y después de la incorporación al mercado de trabajo. Es necesario adaptar la formación a las demandas de las empresas, antes de llegar a la búsqueda de empleo; es imprescindible aumentar las plantillas de Inspección para frenar ciertos abusos durante la vida laboral, y es urgente modificar el sistema público de formación –las llamadas políticas activas de empleo–, para evitar que quienes caen en el paro se vean atrapados en un pozo sin salida después de perder el puesto de trabajo.
Creo que las próximas páginas van a ser un espejo para muchos lectores que van a reconocerse en algunos de los fenómenos que Alejandra de la Fuente describe. Y debieran ser un motivo de reflexión para todos los demás. No hay fuerzas oscuras que dicten que la vida deba ser así. No caen meteoritos económicos sobre nosotros. Lo que nos pasa –y que Alejandra describe de forma sangrante– es fruto de decisiones políticas, ante las que sólo caben dos alternativas: sufrir o revertir. Pasen y lean.
Javier Ruiz
Capítulo I
De dónde venimos
Para analizar la situación en la que nos encontramos dentro del ámbito laboral y social, es importante introducir de dónde partíamos para intentar entender cómo hemos llegado hasta aquí.
La pérdida de derechos, el paro juvenil, el miedo al despido y la precariedad estructural que sufrimos en España no han aparecido de repente. No han dependido de un mago maligno que ha decidido ensañarse con nosotros. La situación que encontramos en España se ha producido por una serie de políticas que no han mirado, en ningún momento, por los trabajadores y que han sido las culpables de la pérdida económica y el descenso del nivel de vida de los mismos.
Tras años de políticas liberales, centradas en favorecer a las empresas a costa de los propios trabajadores, nos encontramos con una sociedad minada. Con una parte de ella que tiene auténtico pánico a perder su trabajo y con otra que ni tan siquiera ha podido tener la oportunidad de encontrar uno. Nos encontramos con nuevas formas de precariedad y explotación laboral, con el sálvese quien pueda y con la conciencia colectiva más tocada que nunca. En este capítulo quiero hacer un pequeño repaso del «antes» para poder entender el «ahora».
Situación española antes de la crisis de 2008
El periodo de expansión económica que España vivió de principios de los noventa a finales de la primera década del siglo xxi venía auspiciado por un ambiente de positivismo generado tras la entrada del país en la Comunidad Económica Europea en el año 1986 y tras haber superado las crisis del petróleo que se habían encadenado desde 1973. La importante caída de la tasa de paro en pocos años y el fácil acceso de las familias a créditos bancarios consiguieron elevar el consumo interno, de forma que los marcadores macroeconómicos –como el PIB (producto interior bruto)– contribuían a un clima de bienestar que parecía inagotable e imparable.
En los últimos años de la década de los noventa España experimentó un aumento del PIB, hasta el año 2000, en el que se obtuvo su punto más álgido con un 5,3 de crecimiento interanual[1].
Este ambiente, junto con una serie de decisiones políticas y económicas dudosas durante los primeros años de los 2000, contribuyeron a la creación de una burbuja inmobiliaria que todo el mundo negó hasta que fue demasiado tarde. El uso de las viviendas como materia de especulación, con los precios duplicándose en algunas zonas de año en año, hacía que los trabajadores vieran el comprarse una segunda o tercera vivienda como una forma de inversión que no podía fallar, creyendo que los precios sólo subirían. Las administraciones públicas, que utilizaban la gran demanda del suelo para inflar los precios y engordar las arcas, no supieron o no quisieron poner límite a la gran cantidad de vivienda que cada año se construía en España. En los primeros años del siglo xxi se iniciaban una media de 600.000 casas anualmente, llegando al récord de 762.540 en 2006, unas cifras que superaban las iniciadas por Alemania, Italia, Francia y Reino Unido juntos, según datos del Ministerio de Fomento[2].
Este ritmo de construcción, unido a la consolidación de España como potencia turística mundial, generaba empleo, mientras los precios subían un 17 por 100 anualmente con una inflación muy reducida. Podemos decir por todo ello que, antes de 2008, la economía «fluía» y el ciudadano consumía sin miedo. Renovaba su coche, compraba vivienda, segunda vivienda, invertía… El sector servicios se «llenaba los bolsillos», porque la gente salía a cenar y de compras, hacía reformas, pagaba unas vacaciones caras, etc., lo que repercutía de forma directa en la administración, que recaudaba más dinero y podía invertir. Todo esto hacía que las empresas tuviesen una alta facturación y los bancos pudiesen prestar dinero a muy bajo interés.
Clave, también para entender la situación española anterior a la crisis de 2008, es que, en este clima favorable en el que todo «iba bien» –por rememorar las palabras que el entonces presidente Aznar pronunciaba en 1997–, los bancos y las entidades de préstamo se permitieron el lujo de rebajar sus