El concepto de religión que hemos esbozado al inicio requiere que las prácticas funerarias se incluyan en la categoría de religión. En su apariencia externa, estas prácticas parecen consistir en métodos de depósito subterráneo, y se diría que su intención era establecer o propiciar una relación con actores que ya no eran indiscutiblemente plausibles. Una vez más, tenemos que recordar que no está aún claro qué idea ontológica precisa acerca del estatus de estos actores se asociaba con las prácticas en cuestión. Algunos participantes podrían haber tenido inquietudes por el «cuidado» a los muertos o por su «supervivencia después de la muerte», pero esas metáforas no se pueden considerar adecuadas para explicar por completo qué concepciones eran las habituales en lo que se refiere a los actores al otro lado de la situación, a los muertos, sino que sirven más bien para explorar las acciones, identidades y medios de comunicación de aquellos actores indiscutiblemente presentes en la situación, es decir, de los vivos. Allí donde carecemos de fuentes directas, debemos recurrir a la comparación histórica y etnográfica, pero evitando la trampa de mezclar las pruebas con las prácticas modernas que, aunque puedan coexistir en el mismo espacio que contiene las prácticas antiguas, judeocristianas e islámicas, son sin embargo productos de un entorno tecnológico claramente diferente, uno que también lleva el sello del racionalismo.
El problema principal después de un fallecimiento bien puede haber sido la necesidad de redefinir y reformar las relaciones sociales, a veces de una manera radical[66]. Cuanto más central fuera la persona difunta para la organización interna del grupo familiar y sus relaciones externas, con mayor urgencia se planteaba este problema a la gente de la primera Edad del Hierro (y mucho después). La muerte de un niño pequeño o de un padre anciano (de unos 40 o 50 años) puede haber sido emocionalmente devastadora. Desde la perspectiva de su importancia para las relaciones sociales, sin embargo, la muerte de una persona importante, como la madre o el padre, habría tenido consecuencias mayores para el grupo familiar. La muerte del padre hacía que las esposas fueran viudas y que los hijos fueran medio huérfanos, o huérfanos por completo si, como es probable, la madre hubiera muerto al dar a luz al último de ellos. Un hijo se convertiría entonces en el «cabeza de familia». De una manera incluso más radical para los miembros del grupo de asentamiento, la muerte de una figura importante podría implicar una pérdida de prestigio, de influencia, de propiedad o de ingresos. La presencia continuada de los difuntos podría esquivar esas amenazas si se conseguía hacer plausible su relevancia continuada. Se podría entonces concebir perfectamente que un individuo que gozara de una comunicación íntima con el difunto pudiera defender su derecho al respeto, la autoridad y la propiedad que hubiera pertenecido a ese difunto, podría hacer que se le fueran transferidos en tanto íntimo del difunto, y así podría inculcar este nuevo estatus dentro de la memoria del grupo grande y tal vez monopolizarlo[67].
El cadáver en sí podía jugar un papel muy breve en estas interacciones, a menos que se empleara la opción técnicamente compleja y cara de momificarlo. Pero las partes de un cuerpo pueden conservarse más fácilmente, ya sea mediante la desecación (como las cabezas reducidas del oeste de Sudamérica) o la esqueletización. En algunos casos, la pérdida de los tejidos blandos, mediante la cremación, o mediante lo que se denomina un entierro primario, temporal[68], o mediante la exposición al aire libre, podía revertirse mediante un posterior remodelado del cráneo, por ejemplo. La manipulación sustancial y habitual de partes del cadáver, como el cráneo, está muy documentada en la época neolítica del Mediterráneo oriental[69]. Mediante la propiedad de los ancestros, y teniéndolos a mano, en la propia casa o en el terreno propio, la comunicación con ellos podía controlarse y, una vez más, incluso monopolizarse. Esta circunstancia podía persistir durante generaciones o podía concluir pasados unos pocos años o incluso meses, tal vez con un entierro secundario y definitivo. El entierro del cadáver completo dentro del plazo más breve posible predominaba en Italia en el primer milenio a.C. Unas pocas horas de «velatorio» aparentemente obviaba la necesidad de una comunicación más prolongada con las partes corporales de los difuntos. Solo se han encontrado unos pocos ejemplos de entierro secundario en los yacimientos funerarios de la Edad del Bronce tardía; esto apunta a un uso más prolongado de los huesos[70] y señalaría diferencias abismales en las maneras en las que las familias gestionaban sus tratos públicos con los muertos. Esas enormes diferencias podrían deberse al hecho de que algunos individuos, o quizás muchos, eran ya reticentes a emplear un entierro conspicuo y un cuidado continuado de la sepultura, prefiriendo en cambio garantizar la relevancia continuada de los miembros fallecidos de la familia para la comunicación con la comunidad local, o como medio de afirmar su propia identidad en tanto miembros de una familia. Estas diferencias, y también la rápida velocidad de los cambios en las maneras de tratar con los muertos –ahora la inhumación completa, ahora la cremación, ahora el depósito en una urna, ahora entierro de los restos en la pira funeraria, o la cremación de los cuerpos en una fosa– han conducido a la conjetura de que no se trataba de dar una expresión ritual y material a unas concepciones del «ser», a una ontología de los difuntos; sino, más bien, que estas prácticas diversas reflejan unas concepciones muy inciertas de la muerte, unas ideas que estaban continuamente sometidas a revisión.
¿Qué tenemos que decir de estas concepciones, de estas suposiciones que se hacen una y otra vez en diversas situaciones, aunque tal vez únicamente de forma implícita? Quienes incorporaran «reliquias» de sus ancestros o de los miembros difuntos de su familia en tanto objetos relevantes en sus acciones y comunicaciones podrían haber estar intentando hacer referencia al estatus del individuo dentro de la familia o la localidad, o tal vez evocar alguna de sus cualidades personales. Los entierros primarios y secundarios en nuestros días, no obstante, pocas veces nos permiten sacar conclusiones sobre las percepciones previas de los difuntos. La idea de que los contenidos de un entierro solitario buscan individualizar al difunto se contradice con el hecho de que los contenidos de esa sepultura a menudo son de una naturaleza bastante genérica, convencional. Además, pueden faltan los marcadores de la tumba o puede que no incluyan un retrato de la persona fallecida. El ajuar funerario era, en cualquier caso, algo bastante infrecuente en la Edad del Bronce tardía en Italia. Allí donde más tarde se hicieron más frecuentes, sigue abierta la cuestión de hasta qué punto objetos aparentemente genéricos debieran asociarse con esta persona específica allí enterrada, tal vez como una posesión personal o porque el individuo las fabricara. Mientras que la cremación y la posterior recogida y depósito de los restos cremados en urnas permitía una manipulación breve aunque intensiva del cadáver, entre la recogida de las cenizas y el entierro de los huesos (y ese periodo puede haber sido más prolongado en casos concretos), ese mismo proceso imposibilitaba para siempre que esos restos se trataran en el futuro y evitaba cualquier posibilidad de que el difunto se presentara de nuevo con su apariencia anterior. Aquí podemos especular acerca de las concepciones. ¿Se pensaba que el acto más distintivo y conspicuo de la cremación permitía que el individuo se hiciera uno con sus ancestros? ¿Había en juego una transición ontológica, una a la que también haría referencia el uso frecuente de las miniaturizaciones, que son especialmente comunes en los entierros de cremación?[71]. Desde este estadio del proceso ritual en adelante, la comunicación con estos actores, cuya presencia era ahora menos que segura, adoptaría la misma forma que la comunicación con los «dioses».
Podemos de hecho incluso observar esto en el caso de individuos particulares. L. Velchaina, de Caere, usó los mismos objetos para comunicarse visiblemente con los dioses en los lugares de culto que los que usó para comunicarse en las tumbas con los muertos[72]. Debemos esta información al hecho de que, en ambos casos, al inscribir los objetos, dejó claro para la posteridad que él era quien había entrado en comunicación de esta manera, y