En algunos lugares, el cambio climático provocó la expansión de las zonas en las que crecían cereales silvestres, de los que podían obtenerse cosechas muy grandes en poco tiempo. Fue, precisamente, en estas zonas donde las poblaciones fueron haciéndose gradualmente sedentarias, donde comenzó a cultivarse la tierra y donde se domesticaron algunos animales como la oveja, la cabra, el cerdo y la vaca. Estos animales proporcionaron carne y leche, abono y combustible en forma de estiércol, así como fuerza para tirar de los arados que permitieron cultivar más y más tierras. La lana de las ovejas, junto con el algodón y el lino, fueron los materiales con los que se confeccionaron vestidos y mantas. La tecnología de producción de alimentos se extendió desde estas zonas hasta las colindantes, bien porque fue adaptada por los cazadores-recolectores vecinos, bien debido a la sustitución de la población local por invasores procedentes de regiones en las que ya se dominaba esa nueva tecnología.
Las consecuencias ambientales de la adopción de la agricultura fueron numerosas. La agricultura implica la transformación de las tierras con el fin de crear un hábitat artificial en el que poder cultivar plantas. Nuestros antepasados pasaron, por tanto, de tener una vegetación variada, que cubría el suelo durante todo el año, a tener unos pocos cultivos, que cubrían la tierra sólo en las épocas del año en las que éstos crecían. El suelo quedó, así, muy expuesto al viento y a la lluvia, con lo que se erosionó mucho más rápido que el suelo de los ecosistemas naturales. La implantación de la agricultura implicó, también, la interrupción del reciclado interno de nutrientes que se da en los ecosistemas naturales. Estos nutrientes se extrajeron del ecosistema con las cosechas y los agricultores, con el fin de mantener la fertilidad del suelo, cerraron de nuevo el ciclo de nutrientes mediante el aporte de estiércol o de residuos humanos, animales y vegetales. Por otro lado, la implantación del regadío creó un entorno todavía más artificial que sustituyó al cultivo de secano, que depende del agua de lluvia. La aportación de grandes cantidades de agua a los suelos permitió a los agricultores cultivar plantas más productivas pero tuvo, sin embargo, efectos catastróficos a largo plazo. Por ejemplo, en Sumeria se desarrolló, hace 5.500 años, una civilización basada en el regadío, que cultivaba el trigo y la cebada. Con el tiempo, la evaporación de las aguas de riego, debida a las elevadas temperaturas estivales, provocó una acumulación progresiva de sales en el suelo; poco a poco, los rendimientos de las tierras fueron disminuyendo y el trigo, muy sensible a la presencia de sales, fue sustituido progresivamente por la cebada. Los sumerios desarrollaron la escritura hace 5.000 años y, en textos de hace unos 4.000 años, describieron cómo la tierra se iba volviendo blanca por la acumulación de sales en su superficie.
La utilización de las tierras para obtener bienes y servicios es la alteración más importante del ecosistema global causada por la actividad humana. Con el nombre de transformación de las tierras nos referimos a una serie de actividades que varían en intensidad y que tienen, también, distintas consecuencias. Por un lado, el 11 % de las tierras están ocupadas por cultivos y un 7 % han sido transformadas en pastos que, junto con los pastos naturales, ocupan el 26 % de su superficie. Las tierras transformadas en cultivos o pastos son las que han sufrido un mayor grado de transformación, junto con las dedicadas a áreas industriales y urbanas. Estas últimas ocupan, comparativamente, una superficie muy pequeña, probablemente inferior al 1 %, aunque en algunas zonas muy pobladas puedan ocupar un porcentaje mucho mayor de las tierras. En el otro extremo tenemos los ecosistemas que han permanecido prácticamente inalterados, pero que se ven afectados por el aumento de la concentración de dióxido de carbono y por la caza o por otras formas de explotación de recursos de baja intensidad. Entre estos dos extremos tenemos los ecosistemas más áridos y los pastos y bosques que han sido utilizados, y muchas veces dañados, para alimentar a los animales o para obtener madera. El resultado es que, aproximadamente, el 44 % de las tierras han sido transformadas por los seres humanos. Pero el efecto global es mucho mayor que el que indica esta cifra: en muchas ocasiones, las tierras no alteradas se han fragmentado por la intervención humana en las áreas circundantes, y esta fragmentación ha afectado tanto a la composición como al funcionamiento de estos ecosistemas dispersos, aparentemente vírgenes.
LA SEXTA EXTINCIÓN
La transformación de las tierras para obtener cultivos y pastos no hizo sino aumentar la presión a la que estaban sometidos los grandes mamíferos como consecuencia de la caza intensiva. En Egipto, a finales del Imperio Antiguo, hace unos 4.500 años, ya habían desaparecido del valle del Nilo el elefante, el rinoceronte y la jirafa. En el Mediterráneo, hace 2.200 años, ya habían desaparecido los leones y los leopardos de Grecia y las zonas costeras del Asia Menor.
A medida que se iba desarrollando la tecnología, los medios de los que dispusimos los humanos para cazar animales fueron haciéndose cada vez más eficaces. Una de las historias más conocidas de caza indiscriminada de una especie es la del bisonte. En las grandes llanuras de Norteamérica vivían, antes de la llegada de los europeos, unos 60 millones de bisontes. Los indios, con los rifles y los caballos que les habían proporcionado los europeos, cazaban unos 300.000 bisontes cada año para su sustento. Esta cifra era menor que la velocidad de crecimiento de la población, y esto aseguraba el mantenimiento de las manadas. Pero las matanzas se hicieron intensivas cuando los europeos, al lanzarse a la conquista del oeste, comenzaron a ocupar estas tierras. Primero lo cazaron por su carne y, más adelante, por su piel o, simplemente, por deporte; se llegaron a matar tres millones de bisontes cada año. Una parte importante de la hostilidad de los indios hacia los hombres blancos tenía su origen, precisamente, en la disminución de las manadas de bisontes provocada por esta caza indiscriminada ya que, para los indios, estos animales eran una fuente importante de proteínas. A finales del siglo XIX, los bisontes estaban a punto de extinguirse y sólo sobrevivieron por la presión de distintas entidades privadas, que promovieron la creación de reservas protegidas, en las que han vivido estos animales hasta nuestros días.
Los seres humanos también hemos practicado la pesca intensiva. La sobreexplotación de las pesquerías fue reconocida como un problema internacional a principios del siglo XX. Antes de 1950, los problemas se habían presentado sólo en unas pocas regiones, como el Mediterráneo o el Pacífico norte pero, con la expansión de las actividades pesqueras que se ha producido en la segunda mitad del siglo XX, la sobreexplotación de los recursos pesqueros ha ido recorriendo todos los océanos, a medida que la producción en cada región explotada iba alcanzando un máximo y comenzaba, después, a disminuir. El 73 % de las zonas pesqueras más importantes y el 70 % de las principales especies de peces están al máximo de su producción o en declive. Las capturas de especies sobreexplotadas han disminuido un 40 % entre 1985 y 1994, y estas reducciones han hecho que, en 1996, se incluyeran algunas especies comerciales de peces, como el bacalao atlántico o el eglefino, en la lista de especies amenazadas de extinción.
La caza y la pesca intensivas son actividades que provocan tensiones evidentes en muchas poblaciones. Pero una de las causas principales de graves trastornos en los ecosistemas, sobre todo en los últimos tiempos, ha sido el transporte, intencionado o no, de especies de un lugar a otro de nuestro planeta. Las invasiones biológicas eran fenómenos que se producían ocasionalmente, de forma natural, pero el transporte de especies ha aumentado la frecuencia y los efectos de las invasiones biológicas. Las consecuencias de esta reorganización de la biota, provocada al mezclar flora y fauna que estaban inicialmente aisladas geográficamente, han sido enormes: más del 20 % de las especies de plantas que existen en muchas áreas continentales no son nativas y, en muchas islas, este porcentaje se eleva a más del 50 %. Muchas invasiones biológicas son irreversibles, es decir, es muy difícil eliminar la especie foránea una vez que se ha establecido. Estas especies invasoras alteran la estructura y funcionamiento de los ecosistemas, pueden provocar la extinción de especies nativas y son responsables de pérdidas económicas muy grandes en cultivos.
El peor desastre ecológico causado por la introducción deliberada de una nueva especie se produjo, probablemente,