Segundo factor de desconcierto en la recepción del discurso magisterial preocupado por la dignidad las mujeres y la defensa de sus derechos: la preocupación paralela, y no menos insistente a lo largo de los años, por proteger la masculinidad del sacerdocio ministerial contra toda reivindicación de una ordenación de las mujeres. Aquí nos contentaremos con algunas indicaciones que remiten a volver sobre el tema en un capítulo próximo. Recordemos solo los textos que están explícitamente consagrados a este problema. Ya en 1972, el motu proprio «Ministeria quaedam» había tratado la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado, estipulando que ser instituido como lector y acólito, «conforme a la venerable tradición de la Iglesia, está reservado a los varones».
Posteriormente, y sobre todo en 1976, bajo Pablo VI, se publica la declaración Inter insigniores (Sobre la cuestión de la admisión de mujeres al sacerdocio ministerial). Tras un breve homenaje introductorio a las mujeres, que cita al papa Juan XXIII y la Constitución Gaudium et spes, el texto se centra en su verdadero propósito: explicar y justificar el rechazo de la Iglesia a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal. Una argumentación minuciosa, que apela a la tradición y a las Escrituras, desemboca acto seguido en una exposición no menos meticulosa de la conveniencia de esta disposición con el sacramento del orden referido al misterio de Cristo y, a continuación, al de la Iglesia. La conclusión es clara: «[La Iglesia] no se siente autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal», aunque invita a proseguir la reflexión. Dieciocho años más tarde, Juan Pablo II retoma de modo personal y resumido la sustancia de la Declaración precedente para establecer, en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, una norma revestida de la autoridad de su magisterio ordinario (1994). Su texto pretende así reforzar en la línea de la infalibilidad el rechazo a ordenar mujeres: «Este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4).
La argumentación incorpora a partir de ese momento un desarrollo tomado de Mulieris dignitatem (1988) –que a su vez invoca el ejemplo de la Virgen María– a fin de responder a la objeción que consideraría que de este modo se discrimina a las mujeres. Esa larga cita deja claro el juego de referencias mutuas que se establece de aquí en adelante entre un registro y otro: el elogio de la mujer, que tiene como contrapartida el recurso insistente a la incompatibilidad de su identidad con el ejercicio del ministerio sacerdotal ordenado. Y esta vez se afirma perentoriamente que la cuestión está definitivamente cerrada, haciendo ilícita toda continuación del cuestionamiento. Por otra parte, hay que hacer notar que, en 1995, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presentándose como Respuesta a la duda propuesta sobre la doctrina de la carta apostólica «Ordinatio sacerdotalis», irá más allá de la autoridad de esta última, declarando que la doctrina expuesta no se sitúa en el campo de una disposición disciplinaria, sino que pertenece propiamente al «depósito de la fe», y que requiere por ello «un asentimiento pleno y definitivo».
Así, al leer estos documentos, cada vez más perentorios, incluso las mujeres que no comparten nada de la reivindicación del presbiterado acaban por quedarse confundidas... por la confusión magisterial que se manifiesta en esta vuelta crispada sobre el tema. Como si lo que se decía sobre las mujeres –o a las mujeres– debiera estar constantemente alerta ante un posible peligro por conjurar. Como si su promoción –que, de hecho, es el acceso a más justicia– corriera el riesgo de proporcionarles ideas subversivas que hubiera que controlar celosamente. Porque es de nuevo la obsesión por el control lo que surge en este discurso, con su correlato subyacente a la argumentación teológica, y que es el del miedo al otro. «¿Por qué tienen los varones miedo a las mujeres?», preguntaba hace ya un tiempo una obra del psicoanalista Jean Cournut, formulando una pregunta que ya presupone a las claras la realidad de ese miedo 12. La manera de conducir el debate teológico sobre el tema del sacerdocio sugiere de modo irresistible una respuesta positiva, que hace pensar que los cristianos se hallan lejos de haber salido de la relación intrincada y chirriante de Gn 3 en su descripción, en clave etiológica, del cara a cara de varones y mujeres.
Los documentos magisteriales aquí evocados son contemporáneos de las disposiciones tomadas en las Iglesias de la Reforma, que, desde la mitad de los años noventa, practican la ordenación de mujeres 13. Ciertamente, el contexto no es indiferente, dado que en el mismo seno de la Iglesia católica existen periódica, aunque muy sectorialmente, reivindicaciones en este sentido. Sin embargo, lo que domina con mucho la coyuntura es el ruido ensordecedor para los oídos femeninos del «no» insistente pronunciado a propósito del sacerdocio, que se acumula al «no» rotundo de Humanae vitae a propósito de la contracepción. Para muchas cristianas católicas se había proporcionado la prueba de un divorcio insuperable entre ellas y la institución eclesial. Y esto, sobre todo, porque la palabra enmudecía, porque el debate se había concluido antes incluso de poder comenzarlo. De entrada, el diálogo quedaba descalificado por el ejercicio de una autoridad simplemente perentoria. Así pues, es implícitamente el problema de una palabra de mujer autorizada y audible en la Iglesia lo que se manifiesta como el punto nodal de todo este asunto. Necesitaremos, precisamente, volver sobre la relación de las mujeres con la palabra, desde otra perspectiva, en el próximo capítulo, que dará un rodeo por las Escrituras.
6. ¿Concluyendo?
Por ahora, nos guardaremos de concluir precipitadamente. Porque hoy lo urgente consiste en refrenar los juicios demasiado firmes y contener los ardores que encierran a los cristianos en papeles de fiscales. La condena de nuestras sociedades occidentales secularizadas es, en cierto modo, demasiado cómoda: los excesos libertarios que se publicitan excitan la respuesta; las remodelaciones antropológicas, favorecidas por biotecnologías que tienen como algo propio ignorar todo límite, abren perspectivas imprevisibles y amenazadoras; las posibilidades vinculadas con la inteligencia artificial dejan fantasear con un mundo de omnipotencia de lo racional, pero que amenaza con convertirse en dueño de quienes lo han concebido. El vértigo de la falta de sentido se apodera de nuestras culturas al borde del nihilismo. Y se multiplican terroríficos juegos políticos que cuentan con la imposición de poderes autoritarios, así como con la negación de la solidaridad y la responsabilidad por el otro, sobre el fondo de un incontrolable uso de fake news.
El creyente tiene evidentemente motivos para vincular esta situación con la expulsión de Dios que nuestras sociedades han pronunciado al rechazar cualquier heteronomía, que deja al ser humano solo ante sí mismo, abandonado a sus fuerzas y a sus imaginaciones, y entregado a su soledad. Pero mantenerse en este vilipendio y en la denuncia es una postura bastante tramposa. Porque el más elocuente proceso de la secularización occidental lo están instruyendo hoy las ideologías que enarbolan retórica y políticamente su preocupación por lo religioso, pero que, al mismo tiempo, defienden y promueven posturas profundamente antievangélicas. De esta forma, hoy lo «religioso» –incluido lo cristiano– es lugar de desviaciones que alimentan mentiras y fanatismo. Hay que repetir una vez más que el remedio a la expansión de este «religioso» pervertido es el Evangelio recibido por lo que él es, es decir, como proclamación de la radicalidad del agape.
Más que nunca encuentra su pertinencia la parábola del trigo y la cizaña, con todo lo que esta breve historia comporta de clarividencia, es decir, la afirmación de algo «muy bueno», que es el grano sembrado inicialmente y, después, en un segundo momento, la afirmación de un acto iniciado por un enemigo, con lo que se aclara el reto espiritual de nuestra historia trabajada por lo que Pablo llama el «misterio de iniquidad» 14; esta doble afirmación, por último, acompañada de una exhortación a la paciencia y al respeto de los tiempos. Es lo mismo que decir que la demarcación entre lo bueno y lo malo es actualmente incierta y en parte irresoluble. Es lo mismo que decir que el momento presente es el de una temporalidad en claroscuro, fronteriza entre las cosas provisionales y las definitivas. Todo lo contrario de una neta separación que impondría su evidencia al espíritu de un creyente que participara ya de los secretos del ésjaton. Tiempo de mezcla, pues, que invita al ejercicio, sin arrogancia ni soberbia, del discernimiento. Y que encierra oportunidades para que quien lo practique descubra que la línea de separación entre lo bueno y lo malo pasa por algún lugar de su propio campo.
Esto vale de modo eminente para las evoluciones de la relación entre varones