Pero volvamos al 8 de abril de 2005. El día de las exequias de Juan Pablo II, también estamos muy lejos de conocer toda la verdad sobre el escándalo Maciel. Maciel, nombre tomado del apellido del sacerdote Marcial Maciel Degollado (1920-2008), que había fundado en los años cincuenta los Legionarios de Cristo, y su pasado criminal: pederastia, doble vida, maltratos, adicción a la droga, usurpación de identidad, abuso de poder, desvío de fondos, corrupción y tráfico de influencias. El asunto Maciel quedará como una de las sombras del pontificado de Juan Pablo II. Saca a la luz, de manera cruda, todos los mecanismos de protección que el Vaticano había empleado en el momento de los primeros escándalos de pederastas para salvar la reputación de la Iglesia y las maniobras que permitieron a este depredador especial no solo escapar a la justicia, sino incluso manipular al papa en persona y abusar de sus colaboradores, convertidos, de hecho, en sus cómplices.
El caso Maciel era conocido por los archivos del Vaticano desde... 1956, fecha en la cual este sacerdote y enseñante mejicano había sido suspendido por primera vez por tocamientos a jóvenes seminaristas. Otras informaciones llegarán a la justicia de su país y a Roma, pero no tendrán continuidad. El personaje ha puesto en pie un sistema de autoprotección de una terrible eficacia. Impone a sus legionarios el voto de silencio absoluto, que no solo les prohíbe cualquier frase malévola sobre él, sino que les obliga a denunciar a quienes se entreguen a la maledicencia. De este modo, Maciel ha llegado a considerarse inocente y evitar toda persecución. Gracias a su don de gentes, a su dominación sobre la Iglesia mejicana y a sus lazos con el mundo de las finanzas consigue incluso el alarde de hacer de los Legionarios de Cristo una de las más poderosas maquinarias al servicio de Juan Pablo II. Crea una quincena de universidades en Roma y América Latina, decenas de seminarios, colegios, instituciones religiosas y escuelas para niños desfavorecidos. La Legión cuenta en el año 2000 hasta con 700 sacerdotes y 3.000 seminaristas, y además decenas de miles de laicos comprometidos, especialmente en América Latina, en un movimiento paralelo llamado Regnum Christi.
Mientras que su obra está en pleno ascenso, Maciel lleva una doble vida, incluso una triple vida, con dos mujeres en Madrid –con las que ha tenido tres hijos– y una compañera en Méjico. Su tren de vida –coches deportivos, hoteles de lujo– es fastuoso. Pero le siguen rumores de tocamientos sexuales a jóvenes e incluso a los hijos de su propia compañera mejicana. En Roma, cada año las pruebas de su doble vida se apilan en el despacho de Ratzinger. Las reclamaciones se redoblan. En 1997 llegan del interior mismo de la organización, firmadas por siete sacerdotes legionarios. Pero el Vaticano no hace nada. El acusado tiene cercados al cardenal Sodano y al secretario polaco del papa, Stanisław Dziwisz, de cuyos favores goza. Después del éxito de su primer viaje a Méjico en enero de 1979, Juan Pablo II quedó encaprichado con Maciel, le defiende contra todos los rumores, le erige como modelo de entrega, celo apostólico y santidad. En noviembre de 2004, en el sexagésimo aniversario de su ordenación, se deja fotografiar con él. Maciel lleva el cinismo hasta presentarle a sus hijos, Raúl y Martita, sin decirle quiénes son, para recibir la comunión.
Una de las mejores investigadoras de este escándalo, Franca Giansoldati 4, se pregunta cómo explicar «esta turbia relación entre el papa más popular de la historia y el hombre más malhechor que la Iglesia haya conocido desde hace siglos».
El asunto Maciel es el síntoma casi clínico de la ceguera de Juan Pablo II y de la corrupción de su entorno. Miedo a hacerle llegar los asuntos penosos, indulgencia mal aplicada, franca implicación... El adagio dice que, cuando el diablo consigue entrar en el aprisco, ¡hay que sospechar del aprisco! De hecho, el cardenal Angelo Sodano, antiguo nuncio en el Chile de Pinochet, promovido en 1991 a secretario de Estado por su conocimiento de América Latina, hizo todo lo posible por ayudar al mejicano Maciel a desarrollar su empresa y por poner obstáculos a Ratzinger. La Legión era inmensamente rica. En 2003, el Wall Street Journal evaluó en 650 millones de dólares su presupuesto anual. ¿Cómo resistirse a tal maná? ¿Cómo no sucumbir a la generosidad de un Maciel que se paseaba con fajos de dólares en los bolsillos y sostenía al sindicato Solidarność en Polonia? Es sabida la influencia que ejerció sobre un Juan Pablo II convencido de que la Iglesia de Méjico estaba tan oprimida como las del bloque comunista y amenazada por el ascenso de las sectas pentecostales y por teólogos pretendidamente marxistas.
Los principales cuadros del régimen wojtyliano, Stanisław Dziwisz, Angelo Sodano, Franc Rodé, Leonardo Sandri y tantos otros obispos, en Méjico y en el mundo, han quedado muy salpicados por este escándalo por haberse beneficiado de la generosidad de Maciel 5. Desde hacía mucho tiempo habrían debido explicarse, hacer propósito de enmienda, pedir perdón y rendir cuentas. Pero nada. Siguen alegando ignorancia y admiten solamente haber sido manipulados por un mistificador genial. Será el cardenal Ratzinger, el único enemigo de la talla de Maciel, quien acabe por abrir los armarios. No aguantando más, cuando Juan Pablo II, ya muy debilitado, a finales del 2004, rinde un nuevo homenaje de apoyo a la Legión y a su fundador, desencadena contra el sacerdote mejicano el procedimiento disciplinario que retenía desde hacía tiempo. En 2006, ya papa, Benedicto XVI reducirá a Maciel al silencio, y a su Orden legionaria, a una gran operación de transparencia, de la que no se recuperará de verdad jamás.
8 de abril de 2005. El día de los funerales de Juan Pablo II comienza otra agonía, la de una institución mancillada por una parte de los suyos, traicionada por el «sistema» romano, que ha agotado su tiempo, un poder con pretensiones universales, pero solitario, opaco, encerrado en sí mismo, apoyado en una tradición y una burocracia separadas del mundo, crispado ante toda contestación, que esconde bajo la alfombra los asuntos más molestos y que pone bajo cuatro cerrojos las cuestiones más críticas. ¿Cómo creer que un poder tan ciego y refractario al cambio pueda sobrevivir a la marcha de un siglo nuevo, a la encarnación, por alguien que no fuera ese «gigante» polaco, de un papado infalibilista, universal y absolutista? La omnipresencia de los medios, el carisma propio de ese papa que fue el «párroco del mundo» cortocircuitando toda mediación, su agudo sentido del «primado» de Roma, la concepción misionera de su ministerio viajero y su sueño de un orden ético universal, conmocionaron los esquemas alternativos de gobierno de la Iglesia, que se remontaban a la época conciliar.
Este papa de la libertad y de los derechos del ser humano restauró formas de autoridad y centralización en la Iglesia que, desde el Vaticano II, se creían muertas. Partidario del diálogo más amplio con el exterior, bloqueó todas las iniciativas a favor de una responsabilidad más amplia de las Conferencias nacionales de obispos y de procedimientos sinodales más audaces, contribuyó al ejercicio del poder romano más personalizado que nunca, llamó al orden a las Iglesias locales y a las congregaciones consideradas demasiado a la izquierda, sancionó a teólogos contestatarios, erradicó la teología de la liberación y promovió las corrientes más piadosas y conservadoras, como los Legionarios de Cristo o el Opus Dei. En su entorno, jamás nadie osó contradecir su discurso de condena general de la liberación sexual, que convertirá a la Iglesia en un espantajo para el mundo occidental. Ni tampoco reaccionó a las amalgamas de este papa que, en nombre de la defensa de la «cultura de la vida» contra la «cultura de la muerte», ponía al aborto, la contracepción, los trasplantes de embriones, la reproducción asistida médica y la eutanasia al mismo nivel que la guerra, el terrorismo, el hambre en el mundo o la toxicomanía.
La intransigencia de su discurso moral solo fue igualada por su rechazo a atacar los privilegios de una curia considerada irreformable y que Juan Pablo II dejaba tranquila con sus numerosos viajes al extranjero. En veintiséis años de pontificado, ante una crisis sin precedentes de recursos sacerdotales, no hubo deliberación alguna sobre el tema de los ministerios ordenados, sobre los del estatuto en declive y la soledad de los sacerdotes en