Escuela de libertad
De acuerdo con lo dicho, la oración formada en la escuela del Padrenuestro nos permite pasar de la evaporación del padre a la cristalización del Padre. Este proceso se hace posible por la revelación –en Jesucristo– de la posibilidad de elevarnos del temor de tener que medirnos con un padre-amo, que refleja el imaginario religioso común e idolátrico, al Padre-perdón que nos reconoce como hijos. En este proceso, que nunca se realiza de manera definitiva, recibimos como fundamento una dignidad sobre la cual podemos construir nuestra identidad singular. Una identidad capaz de comunión y de renovadas alianzas a favor del incremento de la vida de todos y de la esperanza de cada uno.
Si «entre el padre y el hijo el silencio es valioso como el oro» 10, entonces la oración es el modo de habitar este silencio sin que él se convierta en una forma de mutismo. Podemos imaginarnos bien que el Señor Jesús aprendió, mucho antes que las palabras, las actitudes de la oración auténtica en el regazo de su padre José, «el carpintero» (Mt 13,55), y junto a él. De este hombre «justo» (1,19), que aparece en el tiempo justo y en el lugar justo, las Escrituras nos transmiten tiernamente los gestos del cuidado y de la protección de aquel que es más débil y corre el peligro de verse expuesto a la violencia, que comienza siempre con la incomprensión. Como recuerda otra psicoanalista –Françoise Dolto–, para hablar es necesario no tener la boca llena, hay que «destetar» la palabra para que sea verdadera, y esto implica una dosis de renuncia. En efecto, el bebé, vinculado a su madre en el acto de la lactancia, tiene que aprender después a hablar, pero para poder hacerlo debe ser destetado, y solo después será capaz de hablar libre y correctamente. Para poder orar y dirigirse a Dios es fundamental haber aprendido a renunciar a la satisfacción inmediata de las propias necesidades y de los propios deseos, para no ser como niños a los que, justamente, se enseña a «no hablar con la boca llena».
La oración es siempre ese paso adelante en nuestra vida en el cual, dirigiéndonos a Dios como «Padre nuestro», pedimos ser liberados de una excesiva concentración en nosotros mismos y en nuestras necesidades, para abrirnos a la vida, percibida y cultivada como algo cada vez más grande y distinto de nosotros. El modelo –el arquetipo– de la vida que vivimos en la tierra viene de más lejos y no se identifica con nosotros mismos, sino que debe ser tomado de otra parte… cada vez de más lejos y de más hondo. Para ser realmente hijos hay que aceptar que un padre «hable de nosotros», para después «hablarnos a nosotros», poniéndonos así en condiciones de hablar, a nuestra vez, también nosotros.
La oración del Padrenuestro, repetida como el mantra de los discípulos de Cristo, se torna así en una palestra de renuncia a la propia autorreferencialidad, para equiparnos con y entrenarnos en aquella capacidad de relación que nos hace personas y no solo individuos. Esto se da cuidando un silencio que hace posible esa palabra porque la libera. De manera admirable explica esto mismo Jean-Yves Leloup:
La realidad que colocamos bajo la palabra «Dios» está, posiblemente, en ese silencio, entre las líneas, entre las palabras, entre la inspiración y la espiración. Ese silencio de donde proviene y hacia donde regresa el hálito, de donde viene y hacia donde regresa el pensamiento, de donde viene y hacia donde regresa la vida… ¿No es acaso ese silencio el que Jesús llamaba su «Padre» y «nuestro Padre»? ¿No es acaso la Fuente de su ser, de su pensamiento, de su palabra y de su acción, el lugar de donde brotan el ser, el pensamiento, la palabra y el acto justos… el acto humano, creado, ajustado a su fuente divina increada, un deseo humano muy humano y, por tanto, en armonía con el deseo mismo de la gran Vida, en nosotros una oración…? 11
Toda la vida se nos entrega para realizar dos operaciones que, en realidad, son una sola: aprender a amar y prepararse a morir. La oración representa el apoyo necesario para no fracasar en esta operación no solamente necesaria, sino también tan estimulante y amable. La oración transforma nuestra vida en una semilla de esperanza y nos permite atravesar el desierto florido de ese silencio de nosotros mismos que nos pone frente al Otro: en él reconocemos el rostro del Padre como el recién nacido siente el perfume de su madre. De este silencio se da cuenta el discípulo innombrado del evangelista Lucas, y de este intimísimo silencio Jesús nos hace partícipes con las palabras de «su» indecible e inenarrable oración. El primer paso para que esto ocurra es saber reconocer que no se es autosuficiente y que la propia vida se realiza necesariamente –sería esperable que fuera, también, gozosamente– en un límite no solo asumido, sino incluso amado. De este límite asumido y amado es memoria necesaria el solo hecho de ponerse a orar. Lo dice, una vez más, de manera clara y fuerte hasta el psicoanálisis, que intenta sondear los procesos de nuestra psychḗ. Lo que llamamos «psique» indica en griego no solo el alma pensante, sino también la mariposa, con su fascinante misterio de transformación:
¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer del desencanto una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración, ¿no es, tal vez, la experiencia central de toda auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical? 12
La oración del Padrenuestro desarrolla para nosotros esta función iniciática. Una célebre frase de Tertuliano la define como breviarium totius evangelii 13: resumen de todo el Evangelio. Si el Padrenuestro es el resumen de todo el Evangelio, entonces es también el compendio de toda la vida. De modo que repetir la oración del Señor dejando ascender dentro de nosotros una de sus siete invocaciones se torna un modo de hacer correr por las venas de nuestra alma la sabiduría del Evangelio y sus exigencias. Orando con estas palabras aprendemos a dirigirnos a Dios «como el Señor nos enseñó». Estas son las palabras que expresan ante todo la fe de Jesús, que nos pone en condiciones de hacer madurar nuestra fe como se dio para el mismo Señor. Es bueno recordar que la oración por excelencia del cristiano no es «cristiana», sino judía. Por eso, como discípulos, estamos llamados a entrar en el mismo proceso de confianza que Jesús aprendió en la escuela de los padres y las madres de Israel. Se trata de entrar en aquel camino de éxodo y en aquel dinamismo pascual que se revelan como una escuela de libertad duramente conquistada a través de las grandes batallas del corazón.
No es nuestra intención decir en estas páginas nada «nuevo» (Ecl 1,9) sobre un texto meditado desde siempre en la tradición y enriquecido por las emociones de las innumerables personas que lo han repetido en tiempos y situaciones extremadamente diversos. Si pudiésemos registrar las emociones que se han experimentado –y se experimentan aún– en el corazón de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares al rezar el Padrenuestro, pienso que tendríamos una vista maravillosa del panorama del misterio mismo de nuestra humanidad. Si bien eso no nos es posible a nosotros, ciertamente sí le es posible al corazón del Padre, que está en los cielos, que se inclina continuamente para acoger nuestras alegrías y acompañar nuestros dolores. Como se recuerda en un salmo que no se reza en la Liturgia de las Horas, porque está catalogado entre los «imprecatorios», en cualquier situación en que vivamos queremos «ser oración» (Sal 109,4) para llegar a ser cada vez más humanos y fraternos. A las palabras del salmo adjuntamos una vez más las de Massimo Recalcati antes de entrar a meditar, una por una, las siete invocaciones que han acompañado los caminos de una multitud innumerable de peregrinos en la vida antes de nosotros:
Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay forma de escapar de la dependencia estructural del Otro. En este sentido, somos una oración. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado.
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