Si dos creencias son contradictorias haces todo lo posible para prescindir de la que te parece menos importante, no de la que te parece menos cierta. Lo que estás dispuesto a conceder es accesorio. Antes de desprenderte de una de las creencias importantes reordenas tu sistema tanto como puedes, para intentar encontrarle un lugar.
En el caso de las espinacas, puedes pensar que los creadores de Popeye estaban equivocados o que el autor del artículo del periódico estaba equivocado. Según la importancia que des al tema, el desbarajuste que suponga en tu esquema general o tu experiencia previa con la veracidad de la información que dan los dibujos animados o los periódicos aceptarás como bueno un dato u otro.
Incluso puede ser que archives ambos datos y los creas a la vez. Todos mantenemos algunas creencias contradictorias que nos ayudan de una manera u otra a ser como somos.
Por ejemplo, aunque la razón te diga que el candidato por el que votaste ha hecho una política desastrosa, posiblemente te resistirás a admitirlo y votar por otro candidato en las próximas elecciones. Los milagros que te explicaron de pequeño son incompatibles con lo que sabes sobre cómo funciona el mundo, pero quizás tienes la capaci-dad de aceptar como ciertas una afirmación y su contraria. Mucha gente da la razón incondicionalmente a sus amigos o familiares: se niega a aceptar que puedan estar equivocados.
Los ejemplos anteriores son diferentes entre ellos, y se refieren a esferas diferentes de la vida. En general, las creencias de tipo político, religioso o emocional tienen una vida propia, separadas de las creencias racionales excepto en momentos de crisis.
Y aun así, si podemos discutir sobre la mayoría de cosas que sabemos es porque no hay nada de qué discutir. Son aquellas conversaciones interminables en las que es imposible convencer al contrincante de su error. Los gustos son un tema clásico de saber indiscutible, pero también están la política o la religión: no sucede a menudo que alguien salga de una discusión política o religiosa con ideas diferentes a las que tenía antes de entrar. La tradición es otra fuente de saber indis-cutible: el aprecio por un paisaje, unas costumbres o unas manifes-taciones culturales no tiene ninguna justificación que se pueda dis-cutir. Puedes intentar saber, como sociólogo, psicólogo o neurocientífico, qué mecanismos cerebrales o sociales explican la predilección por el Fútbol Club Barcelona o las sardinas a la brasa, pero es imposible convencer a alguien de que se equivoca cuando escoge un plato o un equipo.
Un tipo especial de creencias no discutibles son las creencias no demostrables. Las has desarrollado a partir de experiencias y conocimientos, y son tan sólidas que las das por ciertas, aunque no tienes manera de demostrar que lo son. Por ejemplo, estoy seguro de que yo dejaré de existir cuando muera: la materia que me forma se reciclará y la mente que me reconoce se esfumará. Si tengo razón no lo sabré nunca, y si no tengo razón no tendré ningún motivo para celebrarlo, con Lucifer pinchándome el culo mientras bebo café tibio y escucho música New Age durante toda la eternidad. Y tú, ¿qué sabes que no puedes demostrar?
El editor John Brockman publicó en el 2006 un librillo con una colección de respuestas a esta pregunta, dadas en el foro de discusión que coordina en www.edge.org. La mayoría de participantes en este foro son científicos básicos, pero el grupo también incluye a psicólogos, lingüistas, historiadores y algún que otro novelista. El resultado es una muestra muy variada de las creencias que se desarrollan en la frontera entre la razón y la intuición.
El libro que tienes en las manos trata del saber discutible y demostrable, y de la manera de llegar a él.
Ahora que nos hemos sacado de encima a todas aquellas creen-cias tan interesantes que no tienen nada que ver con lo que nos ocu-pa, pasamos a ver cómo son las creencias que nos llevan a conocer el mundo.
LO PRIMERO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO
Puede parecer absurdo, pero lo primero que debes hacer para saber alguna cosa es decir «el mundo existe». A partir de aquí, el resto es posible; si no pasas esta primera prueba, no merece la pena continuar.
¿Por qué empezamos con esta afirmación tan obvia? Porque en aquellas discusiones que se alargan más de la cuenta siempre hay alguien que acaba por sacar el tema, y es bueno saber que existe. Con los ojos algo turbios y la actitud de quien hace tiempo que no se ríe a gusto, el filósofo dominguero dice algo así como: «sólo concemos el mundo a través de los sentidos y no podemos estar nunca seguros de que, cuando nuestros ojos ven un objeto, ese objeto exista en realidad. El mundo es una creación de nuestra imaginación». Esta postura se llama solipsismo y sólo se encuentra en estas discusiones que decía antes. Cualquier solipsista que vea cómo lo per sigue un tigre correrá tan rápido como pueda, y no se la jugará para comprobar si los colmillos son reales o si son sólo un producto de su imaginación.
Los humanos no vemos el mundo igual que los perros, las moscas o los murciélagos. Nuestros sentidos funcionan de manera diferente, y la manera como reconstruimos el mundo dentro de nuestra cabeza es específica. Podrías decir que el mundo, tal como lo experimen-tas, es resultado de reconstruir la realidad externa después de que haya pasado por tus sentidos. Sería difícil mantener una conversa-ción de sobremesa con un grupo de murciélagos, porque su expe-riencia del mundo seguramente es imposible de compartir con la nuestra. Cuando el murciélago grita y su sónar le dice que tiene una polilla al alcance, debe de hacerse una imagen mental muy diferente de lo que nosotros entendemos por polilla, pero podemos entender que, en cualquier caso, se la zampa y la encuentra buena. Si el murciélago comiese polillas de otra dimensión o se teletransportase, entonces sería el momento de inquietarse. En ese caso podríamos sospechar que nos estamos perdiendo algo, y no sólo una cuestión de frecuencias del espectro electromagnético.
LO SEGUNDO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO
El paso siguiente es más difícil. Una vez has aceptado que el mundo existe, tienes que aceptar que lo puedes conocer. Tienes que aceptar que las cosas que pasan tienen explicaciones racionales y que los humanos las podemos entender.
No todo el mundo acepta este punto, y aquí es donde empiezan los problemas. Un poco de escepticismo es sano. Pero esta versión exagerada del escepticismo que consiste en dudar sistemáticamente de todo no lleva a ninguna parte. Los sentidos nos engañan y las palabras que usamos para hablar de la naturaleza son una fuente segura de malentendidos, pero las dificultades de comunicación entre las personas son superables. Cuando muchos observadores independientes llegan a las mismas conclusiones cabe pensar que el conocimiento es posible.
El escepticismo radical suele ser selectivo: las personas que dudan de que el conocimiento sea posible actúan en la vida cotidiana como si el conocimiento que tienen de las cosas fuese de toda confianza. Algunos incluso escriben libros y dan clases, sin duda con la esperanza de transmitir este conocimiento. El escepticismo radical sólo se suele aplicar al conocimiento científico.
Los fenómenos de la naturaleza tienen explicaciones racionales que es posible encontrar. Esto incluye la reproducción de las ballenas, las fases de la luna, la migración de las cigüeñas, la herencia de los rizos y todo lo demás. Algunas explicaciones nos parecen mejores que otras (más adelante veremos por qué) y las daremos por buenas, hasta que encontremos otras mejores.
UN PRIMER INTENTO DE DEFINIR LA CIENCIA
Antes decía que el conjunto de estas explicaciones, y la manera como se obtienen, es lo que llamamos ciencia. Este conocimiento se va depurando y refinando, se añaden novedades y se eliminan errores. La ciencia tiene mecanismos correctores para eliminar los errores e introducir cambios, con la pretensión de ajustarse a la realidad.
Como dijo Otto Neurath en una de las citas que abren este libro, el barco se va reconstruyendo mientras avanza. Las vigas más viejas las pusieron hace siglos personas que no sabían ni siquiera que estaban haciendo ciencia, tal como la conocemos ahora. El antiguo Egipto, la India o Persia contribuyeron a lo que, siglos después, los griegos ordenaron y es el cimiento de la ciencia moderna.
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