Es en este contexto en el que un químico italiano, Ascanio Sobrero, dio con el frágil explosivo en su laboratorio de Turín allá por 1847. Y lo hizo, en primer lugar, debido a su reactividad: tras agitar suavemente un tubo de ensayo con un poco de aceite de nitroglicerina en él, este estalló frente a su cara. Ascanio Sobrero luciría un rostro surcado de diminutas cicatrices de por vida.
Inmediatamente después de su descubrimiento, y pese a su inestabilidad, la nitroglicerina se expandió por el mercado sustituyendo a la pólvora en la perforación de minas, la apertura de túneles o el derribo de edificios en general. Uno de los ejemplos más conocidos es la construcción de la Central Pacific a través de Estados Unidos. Esta red ferroviaria, que unió la costa pacífica de California con el corazón de Utah a mediados del siglo XIX, fue haciéndose hueco a través de Sierra Nevada, Eldorado y Yosemite a golpe de nitroglicerina (e inmigrante). ¿La pega? La misma que observó bien temprano –y en su propia piel– su italiano descubridor: su inestabilidad.
Esta misma inestabilidad fue la que llevó a Alfred Nobel, un ingeniero sueco especializado en la industria de los explosivos, a investigar cómo hacer más seguro su uso. Una búsqueda que se convirtió en un asunto personal con la muerte de su hermano, fallecido tras una explosión accidental de nitroglicerina en una fábrica de Estocolmo. Era 1864. Tres años después patentaba la fórmula.
El 14 de julio de 1867, una pequeña multitud de curiosos y periodistas se acumulaban en torno a una de las minas a cielo abierto que pueblan el condado de Surrey, a pocos kilómetros al sur de Londres. Allí les había convocado Alfred Nobel para realizar una de sus famosas demostraciones. No era en absoluto un ingenuo o un filántropo, ni tampoco llevaba a cabo el espectáculo con un afán divulgativo. Al contrario, sabía que, si la demostración era un éxito, esta le abriría las puertas a la boyante industria minera británica. Aunque también es cierto que, si salía mal, quien más perdería sería él mismo. Había que jugarse el todo por el todo.
Entre la multitud que se agolpaba en el límite de la mina, un muchacho joven –el ayudante de Nobel– sostenía entre sus manos un cesto, una canasta repleta de unos extraños tubos de cartón. Desde el fondo del cráter de la mina, a una veintena de metros bajo los pies de su ayudante, Alfred Nobel anunciaba para su público el contenido de los tubos: nitroglicerina. El estupor inicial de los curiosos dio paso en pocos segundos a una carrera para alejarse de esa canasta, y en especial de su contenido. En torno al muchacho se formó un vacío tan puro como el silencio que se adueñó del lugar.
Acto seguido, bajo la mirada atónita de los espectadores, el ayudante dejó caer la cesta sobre el cráter en que se hallaba el maestro. Dos segundos conteniendo el aliento, esperando la explosión inevitable y…, nada. Los tubos cayeron al suelo, rebotaron y salieron despedidos en veinte direcciones opuestas. Ninguno de ellos explotó.
A continuación, el químico sueco encendió una cerilla, cogió uno de los cartuchos y prendió la mecha que sobresalía de uno de sus extremos. Lanzó el tubo al interior de la mina. A los pocos segundos, un estruendo ensordecedor destruyó el túnel y se adueñó del lugar. Una vez despejado el humo, todos pudieron ver la sonrisa que iluminaba el rostro de Alfred Nobel. Acababa de mostrar al mundo por primera vez su nuevo explosivo: la dinamita.
Su invento había consistido en empapar tierra de diatomea, una roca inerte y muy porosa, con nitroglicerina, hasta generar una especie de arcilla. Una vez introducida en los tubos de cartón, esta pasta se podía transportar sin ningún peligro. Había convertido un explosivo extremadamente inestable en un material que se podía manejar sin dificultad, que se podía caer, tirar o incluso quemar sin peligro de que explotara. Y todo ello sin restarle potencia explosiva. En otras palabras, había creado un explosivo enormemente reactivo, pero muy estable.
Como es conocido, la invención de la dinamita se tradujo en una fortuna que aún hoy en día continúa reportando beneficios. Y, de hecho, constituye la base económica de los premios que llevan el nombre de su creador, los Nobel.
ESPECIES REACTIVAS EN LA PIEL
Bajo la mayoría de condiciones, nadie diría que la dinamita es un explosivo. Como demostró Nobel, y los diarios de la época se encargaron de reflejar, estos tubos de «pasta de nitroglicerina» se podían golpear o incluso quemar, que nada sucedería. Por el contrario, si se les aplicaba un estímulo muy concreto –digamos una descarga eléctrica o una pequeña explosión de pólvora, por ejemplo–, este material inerte se convertía en un perfecto vaciador de montañas.
De la misma forma, el oxígeno no entraña peligro alguno en condiciones normales. Como mucho es capaz de oxidar un trozo de hierro y hacerlo inservible, o de picar un buen vino; pero ninguna de estas consecuencias es particularmente dramática o violenta.
Y lo mismo sucede al entrar en contacto con el queroseno, volviendo al ejemplo con el que empieza el capítulo. Si se expone al oxígeno, este combustible no arde espontáneamente, como no lo hacen la mayoría de objetos con su misma naturaleza química: ni se quema de forma imprevista el petróleo, ni lo hacen los árboles, ni nosotros mismos nos encendemos en llamas pese a estar en contacto íntimo y continuo con él (ya saben, la atmósfera).
Ahora bien, en el momento en que se aplican las condiciones justas, este Dr. Jekyll libera al Mr. Hyde que suele esconder. El oxígeno se convierte en una sustancia extremadamente reactiva, enormemente tóxica. Lo hemos observado por ejemplo en el reactor del Saturno V: aplicando una simple chispa, este elemento era capaz de oxidar el queroseno, de desintegrarlo, de reducirlo a su mínima expresión: de extraer la energía depositada en cada uno de sus enlaces y elevar hasta la Luna al ser humano.
Pero tampoco hace falta recurrir a la NASA para entender estos conceptos; todos tenemos en mente imágenes mucho más mundanas: basta una cerilla para encender un bosque.
Y lo más fascinante, la guinda que corona el pastel es que, una vez liberado el lado más oscuro del oxígeno, él mismo se encarga de retroalimentarse. No hacen falta más estímulos. No más chispas. Él mismo se basta.
Para que empiece la combustión se necesita un pequeño aporte de energía: una chispa o una diminuta llama pueden servir. Pero aquí se acabaría la historia si no fuese por un pequeño detalle: la propia combustión produce más calor, que a su vez aporta la energía suficiente para activar al «siguiente» oxígeno que entra en reacción. Este ciclo perverso es el que permite que el fuego arda.
Estamos tan acostumbrados a este modo de funcionar que pocas veces reparamos en él, pero una llama arde ad eternum, en resumen, por tres motivos:
– Hay materia orgánica de cuyos enlaces extraer la energía (en otras palabras, hay materia orgánica que oxidar).
– Existe un oxidante en abundancia (el oxígeno).
– La propia energía liberada de la combustión continúa activando el oxígeno para que este no pare de reaccionar.
De esta forma es como un compuesto a simple vista inerte es capaz de desintegrar prácticamente cualquier material orgánico.
Pero a diferencia de lo que ocurre con la dinamita, los estímulos que activan el oxígeno pueden llegar a ser mucho más sutiles que una descarga eléctrica, mucho más débiles que una llama. Y esto es especialmente relevante cuando la activación se produce dentro de nuestro propio organismo.
Del mismo modo que el oxígeno puede activarse y quemar un trozo de madera, también dentro de nuestros tejidos –empapados todos ellos de este compuesto– puede tomar una forma activa y oxidar nuestro cuerpo, esta vez desde el interior. Y en estos casos, aunque la oxidación no se traduzca en la formación de una llama, sus efectos son los mismos –y su devastación, equivalente–.
Un tipo de luz en particular o la simple reacción con algún compuesto químico especial, por ejemplo, pueden generar toda una pléyade de especies activadas de oxígeno.