2 La copia original del discurso que FDR leyó ante la sesión conjunta del Congreso se puede consultar en: https://bit.ly/3fWnUsW
3 Esta lista fue presentada por el presidente Roosevelt el 11 de enero de 1944, pocos días antes de asumir por cuarta vez, como presidente de la Unión. Sunstein, Cass. R. (2009): The Second Bill of Rights: FDR’s Unfinished Revolution―And Why We Need It More Than Ever. Basic Books.
4 Disponible en: https://bit.ly/3mxLLBx.
5 Para a sorpresa de muchos, la constitución de los EE.UU. no incluye ningún derecho social. Dos comentarios caben hacer al respecto: Primero, las cortes –incluyendo la Corte Suprema, que actúa como tribunal constitucional– ha establecido que leyes amparando estos derechos son constitucionales. Segundo, las constituciones de todos los estados incluyen los derechos constitucionales básicos.
6 Edwards, S. & Marin, A. G. (2015): Constitutional rights and education: An international comparative study. Journal of Comparative Economics, 43(4), pp. 938-955.
7 Sunstein (2009).
NOTA LITERARIA
Las reglas diferenciadas establecidas en favor de los militantes de los partidos políticos en perjuicio de los independientes interesados en participar en la Convención Constituyente se traducen en que seguramente estos últimos tendrán una presencia menor a la deseada1. Los partidos definieron qué independientes les eran tolerables en sus listas. Los que no les generaron confianza, quizá por tener opinión propia, mirarán desde la vereda del frente.
Creemos que habrá ―al menos— dos aspectos que definirán la Nueva Constitución: por un lado, su régimen político (diseño de la distribución del poder entre el ejecutivo y el legislativo, centralismo versus descentralización, iniciativas populares en materias electorales y fiscalizadoras, sistema electoral en razón de la gobernanza, etcétera) y, por otro, la regulación que recibirán los derechos sociales.
Cualesquiera que sean las definiciones sobre dichas materias, todo texto constitucional debe superar antes que nada el test de la claridad. La jueza de la Corte Suprema de los Estados Unidos Ruth Ginsburg, fallecida el pasado mes de septiembre, creía que la forma de rebasar exitosamente ese examen era concibiendo la escritura como artesanía, preocupándose de cada detalle. Deben ser innumerables ―remachaba― los borradores que conforman un texto final. Lo ideal ―nos decía— es que nadie tenga que leer dos veces un párrafo para entenderlo. Contaba Ginsburg que, en sus diecisiete años como profesora universitaria, el día del examen escribía en el pizarrón: escritura clara y concisa2.
Estas opiniones de la jueza Ginsburg nos reconducen a Vargas Llosa, más bien a sus Cartas a un novelista. En ellas, el premio Nobel clama por el estilo de Flaubert: Le mot juste. El de la palabra justa-única, aquel que expresa cabalmente una idea. ¿Cómo encontrarla?, se pregunta Vargas Llosa. Muy sencillo: oyendo al oído. La palabra justa-única suena bien, tiene eufonía, está sacudida de la ingratitud de los ángulos agudos, de las sílabas guturales, de sus notas agrías o destempladas, no desentona ni chirría3.
Ginsburg narraba que su especial preocupación por la escritura la adquirió cuando era alumna en Cornell. Mientras oía a su profesor Vladimir Nabokov, que enseñaba literatura europea. ¡Un hombre enamorado del sonido de las palabras! De él aprendió la importancia de elegir las palabras correctas y presentarlas en el orden adecuado. El otro profesor que la sedujo a incorporarse al club de la buena escritura fue Robert E. Cushman, de quien fue asistente de la cátedra de derecho constitucional. Él le hizo ver, recordaba Ginsburg, la importancia de pasar sus escritos por un exigente tamiz literario eliminando los adjetivos. Opinión que me recuerda la advertencia de Vicente Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata4. También la estimuló a que sus composiciones fuesen más sobrias, sin sobregiros.
Este llamado a limar el estilo a través de la artesanía a la par como lo hacían los escribas del antiguo Egipto o los monjes copistas del medievo, en el ámbito de la redacción constitucional moderna deviene en la rigurosa labor de descubrir le mot juste y así expresar en forma cabal y concisa las ideas, deberes y derechos constitucionales.
Como también lo ha subrayado el Tribunal Constitucional al prevenir que las constituciones no deben incluir “normas superfluas o reiterativas que (…) confundan o den cabida a interpretaciones que permitan vulnerar la esencia de los principios y valores en que aquellas descansan”5.
El riesgo de esta contingencia se incrementa si los abogados coaptan la Convención Constituyente y el debate constitucional. Me viene a la memoria, y me asusta que resulte cierta, la siguiente prevención que sobre ellos se efectúa en la novela Los viajes de Gulliver: “Existe entre nosotros una asociación de hombres instruidos desde su juventud en el arte de demostrar con palabras multiplicadas para ese fin que lo blanco es negro, y lo negro blanco (…) de suerte que la misma esencia de lo que es la verdad, la mentira, la justicia y la injusticia se halla totalmente oscurecida”6. Esta verdadera espada de Damocles no puede amenazar el éxito de la Convención Constituyente, ni mucho menos inhibir a sus miembros de hacer bien la pega o que ellos se dejen llevar por el oleaje y terminen abandonando la metodología flaubertiana.
Como se verá en Chile: un Estado Social, artículo central de esta publicación, uno de los defectos de la actual Constitución es su falta de precisión llegado el momento de determinar y regular los derechos sociales [infra, subacápite 7.6)]. Nada se saca con lograr acuerdos y ser un constituyente dedicado si tal disciplina no se acompaña con horas de corrección hasta alcanzar un estilo coherente y unívoco.
Resulta esencial, nos desafía Vargas Llosa, purgar toda la exuberancia emocional y lírica en pos de la precisión. Aquel encuentro entre forma y fondo ―entre palabra e idea—, Flaubert lo ponía a prueba en «la gueulade» (en el vocerío). Leía en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe, allá en Croisset, en Rouen, en la ribera del Sena. Allí declamaba a voz en cuello lo escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir experimentando hasta alcanzar aquella armonía que perseguía con inclaudicable tenacidad.
La escritura de la palabra justa-única privilegia lo esencial, excluye los colgajos y pleonasmos. Tiene presente que toda extensión innecesaria provoca no solo fatiga visual, sino que incluso molestia en el lector e intérprete. Al desechar las exageraciones o tergiversaciones el texto cobra vida, se llena de vitalidad. Si escribes sobre filosofía, la extensión podría no perjudicar. Pero si vas por una constitución debes rehuir el exceso. Lo importante es ser asertivo