Este libro ha sido financiado en parte con el proyecto de investigación Mujeres artistas en España, 1804-1939 (HAR2017-84399-P).
© Dels textos: els autors i les autores, 2021
© D’aquesta edició: | Universitat de València, 2021 Publicacions de la Universitat de València |
Coordinació editorial: Amparo Jesús-María
Maquetació: Celso Hernández de la Figuera
Disseny de coberta: Celso Hernández de la Figuera
Il·lustració de la coberta: | Augusto T. Arcimis (1844-1910), En el estudio de Pintura. Positivo estereoscópico en vidrio a la gelatina. Archivo fotográfico Augusto Arcimis, propiedad de la Fundación Duques de Soria de Ciencia y Cultura Hispánica, depositado en el Instituto del Patrimonio Cultural de España, Madrid, Ministerio de Cultura y Deporte. |
ISBN: 978-84-9134-789-7 (ePub)
ISBN: 978-84-9134-790-3 (PDF)
Edición digital
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN, por Rafael Gil Salinas
3. Del salón al gabinete, académicas en la España del XIX, Mariángeles Pérez-Martín
4. Mujeres copistas en el Museo del Prado, 1843-1939, Alberto Castán Chocarro
INTRODUCCIÓN
El presente libro responde al curso impartido en la Universitat d’Estiu de Gandia de la Universitat de València, coordinado por los profesores Rafael Gil y Ester Alba y realizado durante el mes de julio de 2019. Aunque habría que aclarar que es el resultado de parte de la investigación del proyecto Mujeres Artistas en España, 1804-1939 (HAR2017-84399-P) dirigido por la profesora Concha Lomba de la Universidad de Zaragoza. El curso se organizó con la intención de contribuir a la visibilidad de las mujeres artistas en la España contemporánea. Para ello, era necesario cuestionar el relato hegemónico de la historia del arte sustituyéndolo por otro más acorde con la realidad. En este sentido, se analizó de forma global el proceso vivido por las creadoras de distintas disciplinas (pintura, escultura, fotografía…), para desentrañar qué artistas estuvieron en activo, su formación artística, su perfil profesional, los canales de exhibición y su recepción crítica, los lenguajes artísticos empleados y cómo evolucionaron y, en definitiva, el lugar que ocuparon en la cultura artística.
Perder la memoria o el recuerdo de una cosa ha sido uno de los principales argumentos para la elaboración de esta publicación. De la misma forma que el hecho de callar u omitir algo sobre algo o alguien nos ha impulsado a poner énfasis en la necesidad de revisar la historia del arte desde una perspectiva de género.
Naturalmente esta situación no es nueva. Ya, desde la antigüedad, se fueron fraguando una serie de consideraciones y puntos de vista sobre el papel ejercido por la mujer que hicieron mella en la perspectiva heteropatriarcal del pasado que se impuso en la sociedad y, claro está, tuvo su reflejo en las bellas artes.
Basta con echar un vistazo a los relatos construidos en la antigüedad para evidenciar este panorama sobre la consideración femenina. Así, por ejemplo, Telémaco, en el capítulo I de La Odisea de Homero, se dirige a su madre, Penélope, reina de Ítaca, en los siguientes términos: «Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca […] El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa». Es claro, pues, que las leyendas y los mitos recogen los pensamientos de las sociedades antiguas. Por otra parte, en la tragedia griega de Esquilo Agamenón, representada en el 458 a. C., se presentaba a las mujeres poderosas como usurpadoras y no como legales representantes del poder. Por ello, provocaban el caos y la fractura del Estado, llevando tras de sí la muerte y la destrucción. Durante la ausencia de Agamenón, que se encontraba luchando en la guerra de Troya, Clitemnestra, su mujer, asumió el gobierno de la ciudad, y a partir de ese momento dejó de ser mujer, de ser sumisa, para transformarse en un hombre de un carácter infame. Clitemnestra se presenta como símbolo de la pasión y de la mujer humillada. El orden patriarcal solo se restaurará cuando los hijos de Clitemnestra conspiren para darle muerte. Clitemnestra, con su conducta viril (adúltera y embaucadora), fue vista por la tradición como un ser odioso que representaba el mal doméstico, ambiciosa, inteligente y soberbia con los dioses. A raíz de sus actos, se la caracterizó como a un hombre, descrita con las cualidades de un hombre, pero híbrido, como un androboulon, es decir, de pensamiento varonil.
Con posterioridad, ya con la Ilustración en el siglo XVIII, Rousseau afirmaba que los roles genéricos estaban determinados por las relaciones naturales. La naturaleza de la mujer le obligaba a amar al hombre y, también, a servirle. Esta desigualdad no era una institución humana, sino de la razón, de la naturaleza. El mismo pensador veía a la mujer como un camino a la perdición para los hombres, como una fuente constante de tentaciones, vicios e intemperancia.
Lo cierto es que la consideración de la mujer ha sido, históricamente, muy cuestionada. Baste con recordar que, en Escocia, por ejemplo, se inventó la brida del regaño, que fue utilizado en todo el Reino Unido entre los siglos XVI y XIX, y que consistía en una especie de jaula de metal que impedía hablar, mediante un elemento que presionaba hacia abajo la parte superior de la lengua, de forma que, si se movía, provocaba un dolor tal que impedía siquiera abrir la boca. Comúnmente era usado por los maridos sobre sus esposas, pero el dispositivo en mayor medida fue aplicado sobre mujeres que agitaban la sociedad, dominada por los hombres de la época. El castigo se aplicaba en un lugar público y a veces también se complementaba con azotes. Se llegó incluso a añadirles una campana para que pudieran verlas todos, con un fin claro: humillar.
Historiadores de la talla de Georges Duby afirmaban que en el siglo XIX «el hombre poseía la fortaleza, el coraje, la energía y la creatividad contra la mujer que es pasiva, doméstica –y domesticable–. La mujer es más emotiva, menos inteligente y más infantil».1.