La Posmodernidad es una época de ruinas. Pero nuestras ruinas no son como Luxor o la Acrópolis, que han sobrevivido al tiempo o que se resisten al olvido por su grandeza simbólica e histórica. Inversamente, las nuestras son desechos sin historia y sin tiempo, pues nada de lo que creamos parece sobrevivir a él (aunque tampoco sobrevive lo que nos fue dejado). Más que una época de ruinas, la Posmodernidad, un gran generador de residuos. El ecologismo no es más que la homeostasis artificial de la Globalización (una suerte de fotosíntesis colectiva que repentinamente intenta hacerse cargo de todos los residuos de la humanidad, vaya a saber uno a cambio de qué). Por todas partes, boom ecologista, Green New Deal, Fridays For Future, derechos de los animales y de las plantas (a pesar de la continua violencia contra el hombre). Los activistas verdes y los clan del «efecto Greta Thunberg» nos hablan de los residuos industriales y nucleares, pero nunca mencionan todos los residuos históricos e ideológicos, los derechos (o desechos) humanos y todo el montón de desperdicios insoportables que generamos cuando destrozamos la Modernidad. ¿Le ha preguntado alguien a Greta Thunberg qué haremos con todos los residuos de la Modernidad?, ¿y con el progreso?, ¿y con el pensamiento?,¿qué sucederá con los fósiles de la historia?, ¿podrán biodegradarse en la biosfera de la información, o quedarán flotando como satélites?, ¿sabe alguien por qué no hablamos de la contaminación digital?, ¿a dónde van a parar todas las sobras de los medios y de las redes?, ¿y todos aquellos humanos cuyas labores fueron reemplazadas por máquinas? Es más, ¿figura también la especie humana en la lista de especies en peligro de extinción?
La Modernidad es a la Posmodernidad lo que el miembro fantasma es al cuerpo. Amputamos la Modernidad porque ya no necesitábamos de ese residuo insoportable de la historia (amputación que también coincide con la descorporeización y la virtualidad características de nuestro tiempo); pero, por alguna razón, aún sentimos secretamente su presencia (o ausencia), aún percibimos las sensaciones que derivan del miembro faltante, que de alguna forma sigue conectado al cuerpo y continúa funcionando virtualmente con él. Y por eso mismo aún seguimos en el posoperatorio, siendo la operación el grado cero de la ruptura y la liberación. Incluso su propio nombre, «Posmodernidad», la delata como una época que ni siquiera se define a sí misma por lo que es, sino por lo que dejó de ser (de ahí su prefijo pos, es decir, todo lo que viene después de la Modernidad, pero sin definición o sustantivo propio, sino más bien como prótesis o metástasis cancerosa). Ya no sabemos qué hacer con el cadáver de la Modernidad. Tampoco sabemos si es la Modernidad el fantasma que nos acecha o si somos nosotros el espectro fantasmagórico de la muerte de la Modernidad.
Tampoco es casualidad que nuestra época sea la Era Digital. Incluso las mismas pantallas, secretamente, están siempre reflejando nuestra imagen fantasmagórica, nuestro clon holográfico del más allá cibernético. El holograma no es una sombra, un retrato o un espíritu. El holograma es la radiación del sujeto que se desintegra ante la técnica, es su un clon lumínico y artificial que se pixela en la pantalla del ordenador. Lo más interesante es que ese doble virtual siempre esta ahí, pero nunca logramos verlo porque se pierde ante el blanqueamiento lumínico de la información. Nuestra propia imagen se borra frente a nosotros, solo sobrevive el clon fantasmal de la realidad virtual. Somos visibles para la máquina, pero hologramas para nosotros mismos. A lo mejor esta era la función de la tecnología, recordarnos nuestra propia desaparición; y es precisamente porque la máquina ha reemplazado al hombre por lo que tratamos de convertirnos en máquinas (para no perdernos en el olvido).
LA EPIDEMIA DE LA LIBERACI ÓN
Cuando las cosas, los signos y las acciones están liberadas de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia, de su origen y de su final entran en una autorreproducción al infinito. […] ¿Es posible que todo sistema, todo individuo contenga la pulsión secreta de liberarse de su propia idea, de su propia esencia, para poder proliferar en todos los sentidos, extrapolarse en todas direcciones? Pero las consecuencias de esta disociación solo pueden ser fatales. Una cosa que pierde su idea es como el hombre que pierde su sombra; cae en un delirio en el que se pierde.
Jean Baudrillard, La transparencia del mal
Una de las consecuencias de la descomposición es la liberación de energía. La descomposición de la Modernidad fue el comienzo de este proceso de liberación epidémico que se expandió por todas las esferas, proceso por el cual nos hemos despegado de los núcleos de referencia de las cosas. Liberación sexual, liberación de la mujer, liberación de los animales, liberación política, liberación espiritual, liberación de energía. Todos los hechos se aceleran hasta llegar a una energía cinética que puede expulsarlas incluso de su propia Idea. La aceleración propulsa a las partículas hacia un espacio de indeterminación e incertidumbre totales, hacia un estadio donde ya ni siquiera responden a sí mismas. La segunda ley de Newton establece que la aceleración de un objeto es inversamente proporcional a la masa del objeto, es decir, que cuanto mayor sea la masa de un objeto, menor será su aceleración si se le aplica una fuerza neta dada. Por eso mismo, es necesario que las cosas se fragmenten en partículas minúsculas, que se atomicen, para poder acelerar su trayectoria de liberación. Por suerte, en la tecnosfera esto no resulta un problema, ya que la información puede entrar en las redes y los ordenadores para su infinita circulación y reproducción (al igual que Warhol, petrificado en sus serigrafías y latas de tomate).
Detrás de la liberación se esconde un secreto: lo infinito. Las cosas liberadas de su idea están condenadas a la infinita reproducción. Expulsadas de su órbita, las partículas se liberan de su centro (como nosotros de nuestra propia Idea), en una infinita flotación en el espacio sideral. La Idea es lo que organiza una forma; el desorden comienza con su pérdida, con el olvido de ese sentido. Wittgenstein: «El no-estar-en-orden es como la no-identidad». Cada partícula liberada es infinitamente reproducible, insertada en el vacío del espacio para su propagación y circulación viral. Lo liberado es libre de ser intercambiable, a total disposición para ser manipulable y conmutable, pues ya no tiene referencias ni principios. Por eso mismo hoy todo es trans, pues va más allá de sí mismo y es libre de intercambiar los signos de todos los discursos, lo que lleva a la confusión total y a la imposibilidad de determinar un criterio estable para las cosas (consecuencia lógica del ilogismo de la posverdad).
Una de las formas de liberación es la reproductibilidad técnica (lo liberado no responde a su Idea, de la misma forma que la copia ya no responde a su original). Cuando Walter Benjamin analizó la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, estaba anunciando cómo la irrupción de la técnica había comenzado a afectar el aura de las obras de arte. Benjamin identificó el aura con la singularidad, ese aquí y ahora que es el núcleo de la autenticidad, esa manifestación única de la lejanía (pues acercar las cosas es el deseo de las masas). Incluso a la reproducción mejor acabada le falta algo: su aquí y ahora, su existencia irreproducible en el lugar en que se encuentra en dicha existencia singular y en ninguna otra cosa. Aun así, Benjamin ya intuía que lo que se vivía en el campo plástico era lo que en la teoría se notaba como el aumento de la importancia de la