—A pesar de todo, señor, le suplico que acepte mi manuscrito. Dice usted que no es serio..., pero es que resulta difícil encontrar un título para algo que uno ha visto. Por otra parte, ¿es posible que no pueda usted admitir que un juez de instrucción logre escribir algo seriamente?
Todo esto lo dijo Kamichev con balbuceos, mientras hacía girar un lápiz entre sus dedos y se miraba la punta de los zapatos. Pronunció las últimas palabras de un modo muy confuso. Sentí pena por él.
—Muy bien, deje su novela —le dije—. Pero no le prometo leerla pronto. Tendrá usted que esperar.
—¿Mucho tiempo? —No lo sé. Puede que un mes..., dos, o hasta tres. —¿Tanto? Pero no me atrevo a insistir. Será como usted quiera... Kamichev se levantó y tomó su gorra.
—Le agradezco que me haya recibido —dijo—. Vuelvo a mi casa lleno de esperanza. ¡Tres meses de esperanza! No quiero molestarle más. Ha sido un honor conocerle.
—Tan sólo una palabra —le dije mientras hojeaba su voluminoso manuscrito escrito en una letra muy fina—. Escribe usted en primera persona. ¿Quiere eso decir que el juez de instrucción es usted mismo?
—Sí, pero con otro nombre. Mi papel en la historia es bastante escandaloso. No me atreví a poner mi propio nombre. ¿Así que dentro de tres meses?
—Sí, por favor. No antes. —¡Buenas noches tenga usted! El antiguo juez de instrucción se inclinó con una elegante reverencia, hizo girar con suavidad el picaporte y desapareció dejando su obra sobre mi mesa de trabajo. La tomé y la puse en un cajón.
La novela del apuesto Kamichev permaneció en el cajón de mi escritorio durante dos meses. En una ocasión en que dejé mi oficina para ir al campo me acordé de ella y la llevé conmigo.
En el tren abrí el manuscrito y comencé a leerlo por la mitad. Debo decir que me interesó. Esa misma tarde, a pesar de la fatiga, leí todo el relato desde las primeras frases hasta la palabra “fin”, escrita con grandes y floridas letras. Por la noche volví a leer toda la novela y a la madrugada me paseaba de un extremo a otro de la terraza frotándome las sienes como para borrar una serie de dolorosos pensamientos. Se trataba de una idea penosa hasta un grado insoportable. Me parecía que, a pesar de no ser yo un magistrado de instrucción ni un psicólogo, había descubierto el terrible secreto de un hombre, y que, ante ese secreto, no sabía lo que debía hacer. Me paseé una y otra vez por la terraza tratando de restarle importancia a mi descubrimiento.
La historia de Kamichev no apareció en mi periódico por razones que al final explicaré. Encontraré al lector al final de este libro. Ahora le propongo que lea la obra de Kamichev.
Esta novela no tiene nada de notable. Algunos pasajes son muy largos y la narración es muy desigual. El autor recurre demasiado a frases efectistas. Es evidente que escribe por primera vez y que su pluma no es muy diestra. Pero el relato se deja leer con facilidad. Tiene una trama, un sentido oculto, y, lo que es más importante, es original, muy característico, y, por ciertas razones, sui generis. Con todos sus defectos, tiene algunos valores literarios. Vale la pena leerlo. Helo aquí.
Un drama de caza (Según las memorias de un juez de instrucción)
—¡El marido mató a su mujer! ¡Estúpidos! ¡Dame azúcar! Estos gritos me despertaron. Me estiré y sentí una indisposición y pesadez indecibles en todos los miembros. A uno puede dormírsele un brazo o una pierna cuando se acuesta sobre ellos, pero en esa ocasión sentí que todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, se me había paralizado. Una siesta en una atmósfera sofocante, entre el zumbido de moscas y mosquitos, más que reponerlo a uno le enerva y debilita. Roto, bañado en sudor, me levanté y me dirigí a la ventana. El sol, todavía alto, calentaba con el mismo ardor que tres horas atrás. Faltaban muchas aún para que se ocultase y diera paso a la frescura del crepúsculo.
—¡El marido mató a su mujer!
—¡Deja de mentir, Iván Demianich! —grité, dándole al loro un papirotazo en el pico—. Los maridos sólo matan a sus mujeres en las novelas y en los trópicos, donde hierven pasiones africanas. Nosotros ya tenemos suficientes horrores con los robos con agresión y las personas con pasaportes falsos.
—¡Robos con agresión! —repitió Iván Demianich con su pico ganchudo—. ¡Estúpidos!
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué culpa tenemos los mortales de las limitaciones de nuestro espíritu? Por otra parte, Iván Demianich, tampoco tenemos la culpa de que con este calor los cerebros se licúen. Tú eres muy inteligente, pero no me cabe duda de que el calor te ha idiotizado.
A mi loro nadie le llama con los nombres que se acostumbran a dar a los pájaros, sino que se le conoce como Iván Demianich. Se le dio este nombre casi por casualidad. Un día en que Polikarp, mi criado, limpiaba la jaula hizo un descubrimiento que impidió que mi noble pájaro llevara un nombre típico de loro. Mi perezoso sirviente descubrió de pronto que el pico del pájaro se parecía de manera asombrosa a la nariz de Iván Demianich, el almacenero del pueblo. Y a partir de ese día el nombre y patronímico de nuestro almacenero quedaron unidos para siempre al loro. A partir de ese día, Polikarp y el resto del pueblo bautizaron al extraordinario pájaro con el nombre de Iván Demianich, incorporándolo así al género humano, en tanto que el almacenero perdió su propio nombre, pues en boca de la gente se convirtió, y así será llamado hasta el fin de sus días, en “el loro del juez”.
Compré a Iván Demianich a la madre de mi predecesor, el juez de instrucción Pospielov, que había muerto poco antes de mi designación. Lo compré con los viejos muebles de roble, los trastos de cocina, y en general todos los bártulos que quedaron en la casa después de su muerte. Mis paredes están decoradas, aún ahora, con las fotos de sus familiares, y el retrato del anterior propietario cuelga sobre mi cama. El difunto, un hombre delgado y fuerte de bigote rojo y labios carnosos, no me quita la mirada de encima desde su deteriorado marco de nogal cada vez que me echo en la cama. No me interesa negar ni a los muertos ni a los vivos —sí así lo sean— el placer de estar colgados en mis paredes.(1)
Iván Demianich sufría tanto por el calor como yo. Esponjaba las plumas, levantaba las alas y repetía las frases que le habían enseñado tanto mi predecesor como Polikarp. Para matar el tiempo, me dediqué a observar detenidamente los movimientos del loro, quien trataba laboriosamente, aunque sin éxito, de escapar de los tormentos del sofocante calor y de los insectos que poblaban sus plumas.
—¿A qué hora se despierta? —esas palabras, pronunciadas por una grave voz de bajo, me llegaron desde la antesala.
—Eso depende —respondió Polikarp—. Algunas veces se levanta a eso de las cinco; otras se queda dormido como un tronco hasta la mañana siguiente. Es natural: no tiene nada que hacer.
—¿Es usted su ayuda de cámara?
—Su criado. Ahora te ruego que dejes de molestarme. ¿No ves que estoy leyendo?
Me asomé a la antesala. Allí estaba Polikarp, tendido sobre el gran arcón rojo. Como de costumbre, leía un libro. Pegado a las páginas, los ojos soñolientos, Polikarp movía los labios y fruncía el ceño. Era evidente que le molestaba la presencia de un mujik barbudo, de elevada estatura, que en vano trataba de continuar la conversación. Al aparecer yo, el mujik se apartó del arcón e hizo una reverencia. Polikarp se incorporó con aire descontento, sin apartar los ojos del libro.
—¿Qué quieres? —le preguntó al campesino.
—Vengo de parte del conde, Excelencia. El conde le envía saludos y lo invita a presentarse de inmediato en su casa.
—¿Ha llegado el conde? —pregunté yo asombrado
—Así es, Excelencia. Llegó ayer por la noche. Me pidió que le entregara una carta.
—Otra vez lo ha traído el diablo —gruñó Polikarp—. Hemos