las feministas republicanas [comenzaron] a desmarcarse de las interpretaciones que daban los hombres, [y reformularon] las acciones y las representaciones de las mujeres que hacían de los roles femeninos notablemente politizados el punto de partida para construir nuevas identidades femeninas, cuyo objetivo era también articular demandas relacionadas con su propia emancipación.[55]
No voy a ocuparme aquí de la trayectoria seguida por las asociaciones más representativas del feminismo laicista, por haberla analizado en otras ocasiones.[56]Pero sí voy a insistir en que esa densa red asociativa se tejió de acuerdo con un plan ordenado, coherente y simultáneo, que obligó a las militantes a desplazarse, cambiar de residencia y relevarse, impulsadas por la necesidad de sacar adelante la tarea de construir seres emancipados, laicos, instruidos y modernos. Socialmente, salvo la excepción aristocrática representada por la condesa Rosario de Acuña, pertenecían a las pequeñas burguesías urbanas, y en menor medida, a las clases populares, caso de la conocida dirigente anarquista Teresa Claramunt,[57]una de las fundadoras de la Sociedad Autónoma de Mujeres, o de la republicana Francisca Benaigues, «obrera abnegada, consecuente y culta».[58]Como ya he comentado, muchas ingresaron en las filas de la masonería y otras profesaron ideas teosóficas y espiritistas, reivindicando, hasta los años 1912-1913, cuando comenzó su viraje al sufragismo, un feminismo social que defiende y practica el derecho a la diferencia y la complementariedad entre los sexos. Su estrategia feminista se insertó en un proceso político, ético y estético-cultural que pretendía acabar con el conservadurismo, posibilitar la llegada de la República y remodelar las identidades subjetivas.
En este terreno, y ciñéndonos a la prácticas de vida ubicadas entre lo público y lo privado, el denominado «matrimonio republicano» era un modelo de unión conyugal basado, teóricamente, en el compañerismo y la asociación afectiva y política de los contrayentes. Quizá por este motivo las feministas laicistas predicaban –o mejor, imaginaban– una forma de relación armónica en la que, más allá del contrato sexual, debía prevalecer la unión «del espíritu y el corazón» y el respeto mutuo entre dos seres conscientes y libres que se aconsejan y se sostienen, sin jerarquías ni celos, «caminando siempre hacia más amor, más luz, más belleza».[59]Ahora bien, más allá de este bello horizonte utópico, la familia se regía por normas jurídicas: era una institución, una sociedad conyugal en la que tenía que encontrar acomodo la mujer. En los ambientes políticos radicales la contradicción surgía a la hora de introducir los derechos femeninos en el espacio doméstico, donde primaba la autoridad marital y el poder del pater familiae. Por este motivo el «feliz universo conyugal de los republicanos» era cuestionado amargamente por sus compañeras de vida y de filas. Así ocurrió en los congresos internacionales del librepensamiento celebrados en Ginebra (1902) y Buenos Aires (1906), en los que un grupo de presión femenino –del que formaba parte la española Belén de Sárraga– reclamó el divorcio por mutuo acuerdo y relacionó la carencia de derechos políticos y civiles de las mujeres con el espíritu autoritario presente en la familia patriarcal, denunciando la discriminación que aquéllas sufrían en los espacios públicos y privados: «Creedlo, ciudadanos, la abolición de una autoridad en la familia es algo más que una aspiración del feminismo; es un beneficio social, es una necesidad humana».[60]En este sentido, el feminismo laicista priorizará, más que la lucha entre los sexos, la búsqueda de la igualdad y la armonía de hombres y mujeres, con el objetivo de transformar en «amor purísimo y verdaderamente fraternal ese odio que en algunos casos se manifiesta y debiera ser para los pensadores objeto de más preocupación y más estudio que el mismo odio de clases».[61]Obviamente, la defensa de esta construcción teórica necesitaba aliados varones, por la sencilla razón de que no se trataba sólo de un problema femenino, sino masculino y femenino, que afectaba a toda la humanidad. De ahí la necesidad de introducir patrones de conducta social y sexual que equilibraran la relación entre hombres y mujeres.
Una tarea difícil, como refleja la trayectoria de una de las más importantes voces de autoridad del feminismo laicista en España e Iberoamérica: Belén de Sárraga (18721951), a la que he dedicado varios trabajos.[62]Casada a los veintiún años con el joven dependiente de comercio Jesús Emilio Ferrero Balaguer, de su misma edad, federal y librepensador como ella, la pareja constituyó durante un tiempo el paradigma de «matrimonio republicano», con todas sus contradicciones. El sacerdote que los casó anotó en el acta matrimonial: «saben doctrina, confesaron y comulgaron», dato que no encaja con el periplo vital de los contrayentes, marcado por su militancia anticlerical. Aunque posteriormente corrió la voz de que vivían amancebados –un rumor aireado por sus detractores–, el hecho de que se casaran por la Iglesia no era incompatible con el deísmo teosófico de la pareja, muy en boga en algunos círculos de la Barcelona finisecular. Estas corrientes de pensamiento, acordes con la tradición hermética del siglo XVI –Erasmo de Rotterdam y Juan de Valdés, entre otros– solían diferenciar entre «exterioridad» (que no hay que impugnar, sino tener por indiferente) e «interioridad» (lo único que importa), siendo introducidas por fourieristas y sansimonianos a mediados del siglo XIX.
Sería interesante analizar en más de un sentido el proceso de reconstrucción de las identidades subjetivas de esta pareja republicana a la luz de su evolución política y personal. La dedicatoria a su marido del libro de poemas de Belén de Sárraga Minucias (1901), considerado por los críticos «una pequeña Biblia de amor, catecismo cívico y Evangelio de la libertad», un hermoso conjunto de «cantos a la humanidad, inspirado por nobles y elevados ideales»,[63]es muy elocuente:
A ti, a quien me ligan los dobles lazos de amor y comunión de ideas, que eres no sólo el padre de mis hijos, sino también el alma gemela a la mía y con ella identificada por la defensa de los grandes ideales humanos, a ti, que en mis luchas contra toda tiranía fuiste mi cooperador, mi sostén, mi compañero, mi hermano...
Estas palabras –tras siete intensos años de vida en común– no sólo reflejan unos sentimientos e intereses compartidos, sino que se enmarcan en el sistema de referencias culturales propias de la tradición gnóstica que ambos dominaban: el mito de Sofía, la figura femenina que busca a su redentor/hermano/amante, igual que hace Isis tras Osiris. Sofía es la mujer sabia, maestra y mediadora, capaz de vivir experiencias místicas y de usar la razón como lo haría un hombre, la Mujer-Sacerdotisa, la Mujer-Mesías de Enfantin. En el código de representaciones de los neoespiritualismos finiseculares estos rasgos serán proyectados sobre las teósofas, que tratarán de asumirlos en su vida cotidiana.
Sin embargo, los papeles de género desempeñados por Emilio Ferrero y Belén de Sárraga se invirtieron tras el éxito obtenido por la propagandista en los Congresos Librepensadores de Ginebra (1902), Roma (1904) y Buenos Aires (1906), que la consagraron como una excelente oradora, la «Castelar femenina». A partir de ahí Emilio Ferrero se convertirá en el «marido de Belén de Sárraga». Y aunque el matrimonio republicano participó unido en diferentes giras políticas y doctrinales, sus campos de acción se fueron delimitando paulatinamente. Tras la excursión de propaganda que ella realizó en solitario por Argentina y Uruguay en 1906, Ferrero comprendió que debía prepararse para recorrer el mundo tras su esposa, transformada ya en Mujer-Mesías: «Te esperábamos», comentó una arrobada Dulce María Borrero –lejos todavía de alcanzar su fama de escritora–