Sin embargo, esta codificación del estereotipo negativo distaba de ser unánime, incluso en los países europeos. No todos pensaban lo mismo que Masson y este mismo estaba lejos de constituir el mejor considerado o más influyente de los que pontificaban sobre España (Caro Baroja, 2004: 104-105). De ahí la importancia de observar el otro lado del espejo. El que iba a marcar en lo sucesivo muchos aspectos de la construcción de la identidad nacional española. Que no era otro que la fijación autóctona en lo peor del estereotipo ajeno, precisamente para construir, por oposición, el propio yo. Dicho de otro modo, Masson iba a adquirir mayor presencia en España que en Francia, precisamente porque fue «elegido» por los apologistas españoles, por los Cavanilles, Denina, Forner o Cadalso, como el contrapunto necesario para construir una identidad española harto más positiva. Reivindicaban España y se reivindicaban en cierto modo ellos mismos (Saz, 1998a: 11). Aunque solo fuera por dejar constancia de que en España también había Ilustración y también «nacionalismo ilustrado». Por más que hayan tenido que pasar más de dos siglos para que ambos aspectos hayan venido a ser reconocidos incluso dentro de nuestras fronteras.6
Pero el naciente siglo XIX iba a introducir toda una dinámica de cambios revolucionarios que afectarían decisivamente a la evolución de los estereotipos sobre España: las guerras napoleónicas y las revoluciones liberales, el Romanticismo y los nacionalismos, la construcción de naciones y la (re)construcción de identidades. En los albores del siglo, la primera «sorpresa» es, por supuesto, la Guerra de la Independencia en España. La nación que empezaba a construirse entre la guerra y la revolución contra el Imperio napoleónico. Algo más que suficiente, desde luego, para que algunos de los materiales del estereotipo se reformularan. Y nadie mejor para hacerlo que la Inglaterra ahora aliada de los españoles contra el imperio rival. Como se ha señalado reiteradamente, la Cruelty se convirtió en valentía indómita, la Bigotry en pasión indomable, y la Vanity en orgullo patriótico e individualista (Moradiellos, 1998: 188).
Se le había dado la vuelta desde el otro al estereotipo. Pero que los materiales de este se reformularan no quiere decir que desaparecieran. Todo lo contrario, se invertían para convertirse en piezas fundamentales del nuevo estereotipo emergente: el mito romántico. Un mito que iba a servir de nuevo en todos los procesos de afirmación nacional e identitaria en España y fuera de ella. Desde una perspectiva, por supuesto, multiforme, porque si la Guerra de la Independencia podía poner en cuestión algunas de las ideas dominantes sobre España, podía hacerlo desde perspectivas distintas e incluso antagónicas. Dependía, desde luego, de a qué lado de la trinchera se había estado en las guerras napoleónicas, pero dependería también en lo sucesivo de en qué lado de las fronteras políticas e ideológicas surgidas a partir de las revoluciones liberales se hallaban los distintos sujetos.
En este sentido, resulta especialmente clarificador el modo en que el estereotipo y las prevenciones ideológicas se articulaban en la mirada sobre España de ese gran padre de la historiografía que fue Ranke. Lejos del entusiasmo romántico por la Guerra de la Independencia, éste veía en España a un pueblo que oscilaba entre la lucha por su ideal católico y su preocupación por «pasar la vida alegremente y sin esfuerzo», un pueblo sin sentido de la laboriosidad, que si no estaba sumido en la decadencia era porque ese era, simplemente, su estado natural, el producto de sus instituciones. Claro que esto no le impediría juzgar muy negativamente a la España liberal, puesta como ejemplo del modo en que los afanes revolucionarios podían llevar a «relajar, atacar y destruir las instituciones heredadas del pasado».7
Lo significativo, con todo, es que en términos generales muchos de los materiales que se utilizaban en una u otra dirección eran comunes, en positivo o en negativo, como ejemplo del atraso o del radicalismo, fuese éste religioso o liberal, pero con la referencia casi siempre a su animadversión al trabajo y propensión a otras actividades menos acordes a los tiempos modernos. Frente a esos tiempos, frente a un yo ilustrado, moderno, eficiente, basado en una sólida moral –un yo que podía ser alemán, francés, británico o, incluso, italiano–, ahí estaba España como ese otro romántico frente al que construirse. Porque España se convirtió, en efecto, de forma generalizada en el país romántico por excelencia: el país no moderno y, por ello, para bien o para mal, auténtico; además de configurarse como el otro-oriental frente a la modernidad misma, el occidente, identificado casi siempre con Francia o Gran Bretaña.8
Era la España de Carmen, de gitanos y bandoleros, de bailarinas ardientes, la reñida con el trabajo y la razón, la de los toros, la siesta, la pereza y el placer. O, por decirlo con las palabras de un liberal español harto de esta visión de España, Ayguals de Izco, no habría en España,
... más que manolos y manolas; que desde la pobre verdulera hasta la marquesa más encopetada, llevan todas las mujeres en la liga su navaja de Albacete, que tanto en las tabernas de Lavapiés como en los salones de la aristocracia, no se baila más que el bolero, la cachucha y el fandango; que las señoras fuman su cigarrito de papel, y que los hombres somos todos toreros y matachines de capa parda, trabuco y sombrero calañés.9
De nuevo tenemos aquí las dos caras de la misma moneda, el juego de espejos, el juego de identidades. Por una parte, la visión desde fuera, la del otro francés o británico, pero que puede ser también alemán e italiano, en esa dirección de afirmar la propia modernidad del occidente europeo, al que se pertenece, frente al otro ajeno a ella. Es la mirada orientalista que construye modernidad y modernidad burguesa al tiempo que legitima, o lo pretende, posiciones de poder, de hegemonía. Pero también, por otra parte, está la elección de los españoles, que vuelven a buscar al otro, la mirada –negativa– del otro, que es la que privilegian para reafirmar la propia identidad. Tal será la respuesta del costumbrismo, en la cual, de nuevo, son los mismos materiales los que se reformulan en un acto de reafirmación nacional y nacionalista. España podría ser, ciertamente, económicamente retrasada, pero ni esto tenía por qué ser definitivo, ni, sobre todo, proyectaba duda alguna sobre la moral, la calidad de los españoles. Una moral marcada por el amor a la razón, el valor para la lucha por la libertad ante sus enemigos; y si de la mujer española había que hablar, lo que la caracterizaba era la «sal», lo que no la hacía más inmoral, sino todo lo contrario.10
Podríamos proseguir nuestro viaje a través del tiempo, y de los estereotipos, hasta la crisis finisecular, pero esto nos llevaría seguramente demasiado lejos en el desarrollo de nuestra exposición. Primero, porque en esa crisis la idea de la decadencia, en todas sus facetas, pero especialmente en la nacional, reina por doquier. Segundo porque, precisamente por ello, los ejercicios de búsqueda de un carácter nacional adquieren dimensiones especialmente introspectivas, en el marco de unos procesos más amplios que conducirán al surgimiento de unos nuevos nacionalismos aliberales o antiliberales que harán precisamente del mito de las esencias una pieza básica de sus formulaciones culturales, ideológicas y políticas. En el caso español, no era ya demasiado necesario que nadie viniera a incidir con especial saña, o no, en el mito de la decadencia y de sus causas: de eso se ocupaban los españoles, que, eso sí, podían desarrollar líneas de argumentación antagónicas. Ya que si, para unos, la decadencia venía del abandono de las esencias católicas, entre las que estaba, claro, el mito favorable de la Inquisición, para otros era de ahí de donde venía la decadencia española, por lo que era en otros terrenos donde había que buscar las esencias de lo español, en su psicología, en su literatura, en su lengua, en su paisaje y en su paisanaje. En este auténtico fuego cruzado, el juego de los estereotipos podía ser utilizado a placer y de forma ilimitada. Unamuno por ejemplo, lo mismo podía