Estos sentimientos se evocan en la poesía madura de Wordsworth, quien –al contrario que Southey, que proponía una dicotomía simple entre «cálculo y sentimiento»– quiso reemplazar las estériles concepciones del racionalismo por una fusión satisfactoria entre sentimiento y pensamiento. Así, por ejemplo, en el prefacio a las Baladas líricas afirma: «El desbordamiento espontáneo del sentimiento poderoso, producto de la buena poesía, es obra de quienes, aparte de poseer una sensibilidad más orgánica de lo usual, también piensan larga y profundamente» (Wordsworth, 1974e, p. 127). Más tarde Wordsworth constataría que la razón «movía sus afectos» y que siempre había ejercitado la imaginación «bajo la guía de la razón, y por y para la razón» (Wordsworth, 1974d, p. 258; cfr. Southey, 1829, I, p. 79). Estas citas revelan la existencia de una relación simbiótica entre el discurso racional y la segunda naturaleza: tanto la razón como la simpatía imaginativa se veían reforzadas por la sabiduría encarnada en instituciones heredadas y en el puro sentimiento de una humanidad incorrupta.
Aunque Wordsworth reservaba un lugar a la razón en la inteligencia poética, expresó un hondo rechazo hacia los sistemas filosóficos. Arremetía, sobre todo, contra los «metafísicos especulativos» que intentaban adecuar «las palabras a las cosas» (Wordsworth, 1974c, p. 103). En un pasaje notable de El preludio, Wordsworth realiza esta crítica desde un contexto biográfico:
Sutiles especulaciones, obras abstrusas
de los escolásticos y formas platónicas
repletas de ideas agrestes y pomposas, sacadas
de las cosas hechas bien o mal, palabras para decir las cosas,
sustento autocreado de una mente
privada de las imágenes vivas de la Naturaleza…
(Wordsworth, 1991 [¿1798?], I, Libro VI, versos 308-313, pp. 193-194.)
Algunos versos más adelante, la crítica de Wordsworth a la filosofía especulativa se agudiza. Le parecía pedante, oscurantista y relacionada con formas de pensamiento ilustradas que tendían a destruir las relaciones sociales y políticas tradicionales (Chandler, 1984, pp. 235 ss.). Estas acusaciones, que parecen dirigidas a Godwin o Helvetius, en realidad estaban pensadas para el amigo de Wordsworth, Coleridge, y reflejan una marcada divergencia de énfasis en torno a la mejor forma de combatir a la Ilustración. Mientras que Wordsworth pensaba que la razón podía ser capaz de percibir los sentimientos gracias a la imagen poética, Coleridge creía mejor construir una alternativa filosóficamente coherente al materialismo.
El núcleo del sistema de Coleridge era la distinción entre «entendimiento» y «razón». Con el primero de los términos hacía referencia a las facultades discursivas y de cálculo de los seres humanos, mientras que la segunda aludía a aquellas capacidades de la mente humana que ponían de manifiesto sus aspectos «espirituales y suprasensibles». El «entendimiento» se daba en diversos grados en los diferentes individuos, pero la «razón», fuente de los principios morales que rigen la justicia, la ley, el derecho y al Estado, era una característica común a toda la humanidad (Coleridge, 1969, II, p. 104 n.). En The Friend Coleridge afirmaba que el Estado era producto de la razón y que la obligación política surgía tras el reconocimiento (a menudo inconsciente) del papel que desempeñaba en la promoción de la perfección moral (Coleridge, 1969, II, p. 126). Pero, aunque insistía en que el Estado era un agente moral, Coleridge se resistía a aceptar la idea (muy rousseauniana y un eco de su pasado «jacobino») de que cabía determinar su estructura siguiendo los dictados de la moralidad (Coleridge, 1969, II, p. 127; cfr. Coleridge, 1971, pp. 217-229). Al contrario, opinaba que la estructura del gobierno y la concesión de derechos políticos estaban sujetas a la influencia de los tiempos y de las circunstancias, y que caían dentro del ámbito del «entendimiento». La moralidad determinaba los fines del Estado, pero los hombres debían hacer uso de las lecciones que brindaba la experiencia para decidir cómo lograr esos fines. Los sucesos recientes en Francia demostraban que la igualdad política desestabilizaba a las sociedades desigualitarias y minaba su capacidad para generar toda la gama de beneficios morales que podrían aportar (Coleridge, 1969, II, pp. 103-104; Morrow, 1990, pp. 83 ss.).
Coleridge basaba su concepto de razón en los platónicos cristianos del siglo XVII, y afirmaba que muchos de los males de su propio tiempo eran producto del desplazamiento del platonismo por el materialismo filosófico. A principios del siglo XIX, el materialismo había dejado su huella hasta en los cristianos más fervientes (Coleridge, 1972, p. 43; 1983, I, p. 217; Morrow, 1988). Trató este tema en profundidad en su primer Lay Sermon. En esta obra, Coleridge describe a la Biblia como el «manual del hombre de Estado», pero insiste en que únicamente puede cumplir su función si se la lee desde el platonismo cristiano. Esta corriente filosófica llamaba la atención sobre las fuerzas eternas que convertían a la perfección moral en una meta para la humanidad; Coleridge creía que podía servir de correctivo al materialismo que campaba a sus anchas entre sus contemporáneos (Coleridge, 1972, pp. 43 ss.).
La reacción de los románticos ingleses ante el materialismo se centraba en sus perniciosos efectos sobre la moral social y política. Southey suscribía la afirmación de Coleridge de que la evolución de las facultades morales e intelectuales del hombre debía ser el objetivo de todo pacto social y político, y condenaba la visión mecanicista de la humanidad que adscribía a Adam Smith. La filosofía de Smith era indiferente ante el «destino moral de la humanidad» y se centraba exclusivamente en un «quantum de lucro que [convierte a los seres humanos] en instrumentos» (Southey, 1829, II, pp. 408-411; 1832f, p. 112). Wordsworth defendía posturas similares. Justificaba la caridad pública porque la exigían los «sentimientos elementales» que impulsaban a los seres humanos a exaltar a la naturaleza humana en vez de a degradarla (Wordsworth, 1974d, pp. 242, 246). Dado que eran las instituciones y prácticas tradicionales las que fomentaban estos sentimientos, Wordsworth se mostraba muy crítico con las propuestas radicales que exigían una reforma eclesiástica y del Parlamento.
Estas ideas fueron omnipresentes en la política de posguerra de Wordsworth, pero, aunque defendía los mismos puntos de vista que los ortodoxos tories «ultra» (la Iglesia de Inglaterra, un sistema electoral no reformado, un Estado paternalista basado en una estructura de sistemas de autoridad y deferencia perfectamente localizados), su enfoque llevaba el sello del Romanticismo. Por ejemplo, defendía a la Iglesia alegando que sus enseñanzas iban en contra de la presuntuosa idea de que había que decidir los asuntos concernientes al bien público recurriendo exclusivamente a «actos específicos y artilugios formales del entendimiento humano» (Wordsworth, 1974d, p. 250). En un discurso anterior (motivado por la irrupción de radicales metropolitanos en el coto electoral de los terratenientes de Westmorland), Wordsworth había defendido el «velo de la costumbre» y atacado las frívolas fruslerías de los whigs reformistas. Estos usaban su brillante talento oratorio para suscitar sentimientos apasionados, que vinculaban rápidamente a nuevas expectativas, cuando las únicas cualidades de provecho eran el sentido común, la experiencia no inquisitiva y una modesta fe en los viejos hábitos del juicio junto a la buena penetración filosófica (Wordsworth, 1974f, p. 158).
A veces, Wordsworth recurría al lenguaje del Romanticismo por motivos críticos e innovadores. Vemos esta faceta de su pensamiento político en The Convention of Cintra, escrita (con algo de ayuda de Southey) durante una infructuosa campaña para inducir al Parlamento británico a denunciar el tratado por el cual los franceses se habían comprometido a abandonar la península Ibérica tras su derrota en la batalla de Vimeiro (1808). Como otros románticos ingleses, Wordsworth creía que ese tratado era militar y políticamente innecesario, aparte de una vergüenza moral. Era un insulto a los patriotas ingleses, españoles y portugueses, cuyo heroísmo reflejaba el «vigor del alma humana» que resultaba de «lo externo y del porvenir». Los impulsos de la segunda naturaleza