En la fiesta de graduación eché un pulso con cinco chicos que pronto serían hombres. Perdí una vez. Después de la fiesta nos emborrachamos y nos colamos en la piscina de Gainesville. Estuvimos nadando en pelotas en una piscina olímpica de cincuenta metros, la misma piscina en la que me tiraba nadando dos horas todas las mañanas y todas las tardes. Nunca en mi vida había estado tan fuerte. Parecía uno de ellos. Tenía bíceps, mandíbula y hombros de chico. El pelo no dejaba adivinar mi género. Estaba plana. Cuando llegó la hora del magreo me puse a hacer largos.
Aquel verano se me hizo más largo y húmedo que al resto. El aire era más que bochornoso. En junio empezaron a llegar las cartas. Eran ofertas de becas. Para natación. Visados de salida.
Todas las tardes miraba dentro del buzón. El aire me rajaba los pulmones como una navaja justo antes de abrirlo, y pasaba las cartas rápidamente, todas morralla, con la esperanza de notar un peso diferente. Con la esperanza de partir.
Recibí cinco cartas.
Noté que la primera pesaba, me gustó. Era de Brown. El logotipo rojo y negro de la Universidad de Brown me recordó a la realeza. Lo acaricié con la punta de los dedos y noté su suavidad, el papel presagiaba algo diferente. Lo olí. Cerré los ojos y me lo llevé al corazón. Entré a casa con él y con la sensación de tener algo en lo que creer.
Una vez dentro, lo puse sobre la mesa de la cocina. Lo dejé allí durante toda la cena, que comimos en el salón viendo la tele. Barney Miller. Sentía la sangre en los oídos.
Después de cenar, después de ver Taxi y después de que mi padre se fumara tres cigarros, por fin fue a la cocina; le siguió mi madre y luego yo.
Nos sentamos en la mesa de la cocina como supongo que hacen todas las familias. Mi madre y yo cogimos aire. Mi padre abrió la carta muy despacio, como si le faltara un hervor. La leyó en silencio. Lo miré a sus ojos azules, como los míos. Yo en mi cabeza estaba haciendo largos. Mi madre se sentó a mi lado, borracha, frotándose las manos. Yo intentaba no morderme la lengua.
Y por fin habló. Una beca del 75 por ciento en una universidad esnob. Una escuela para chicas ricachonas y gilipollas. Mi madre miró por la ventana para encontrarse con la noche floridana. Miré el papel con el logo de Brown y mi nombre. Sabía que no era cuestión de dinero. Teníamos dinero. Era más bien lo que dijo mi padre después. Con el cigarro en la boca, me lanzó el humo a la cara formando halos de humillación y me preguntó que si me creía que era especial. Fue como si me estrangularan. Cuando me llegaron a la garganta, me tragué las palabras.
La segunda carta era de Notre Dame. Seguíamos sentados en la mesa, la madre, el padre y la hija. El humo del cigarro confería un halo cinematográfico a la escena. Yo estaba sentada en silencio, era consciente de la tiranía que conllevaba hablar. Mi madre se estaba retorciendo un mechón de pelo, hasta tal punto que yo pensaba que se lo iba a acabar arrancando. ¿Por qué dijo que no? Porque podía.
La tercera carta era de Cornell.
La cuarta, de Purdue.
No.
Sentados en la mesa en una cocina de Florida.
La presencia de mi padre llenaba todas las habitaciones de la casa. Todas menos una. Mi habitación estaba llena de la humedad y la oscuridad de mi cuerpo. Olía a mi piel, a cloro y a marihuana. Las dos ventanas de enfrente fueron durante mucho tiempo mi portal a la vida nocturna de las chicas que huían. Una bochornosa noche de julio, tanto que cualquier niña pequeña se habría ahogado, estando sola en la cama, decidí que me iba. No sabía cómo, pero iba a escaparme. Esa noche me masturbé tanto que acabé con la piel en carne viva. Justo antes de acostarme, visualicé una maleta, la más grande que teníamos. Descansaba silenciosamente en el garaje, detrás de los palos de golf de mi padre y las cajas llenas de vidas pasadas. Era negra y del tamaño de un pastor alemán, lo bastante grande como para guardar la ira de una niña.
El día de los preliminares estatales de ese año, estuve con Sienna Torres en los vestuarios apurando una botella de casi un litro de vodka. Si hubiéramos sido hijos a punto de ser hombres, de fijo que hubiéramos cogido el coche de alguno de los padres para irnos a Canadá. O nos hubiéramos enfrentado a la autoridad por primera vez, sin importarnos el ojo morado. Pero allí estábamos, sentadas en el cemento bebiendo bajo la mirada de asco de unas deportistas afeitadas y obedientes.
Incluso borracha quedé quinta para la final de braza. En la final, una rubia que no conocía con el pelo grasiento y gafas de culo de botella se acercó a mí tras quedar segunda en los 100 metros braza. Mi marca fue 1:07.9. Tenía pinta de porrera. Me dijo que era la entrenadora de la Texas Tech y que, aunque no podía hablar conmigo en ese momento, con el agua y la ira infantil chorreando por mi cuerpo, me llamaría al día siguiente para hablarme de una beca completa. No contesté. Cuando recuperé el aliento miré a mi madre, que estaba en las gradas medio balanceándose, bebida. Esperaba que no se cayera. Mi madre, la única cosa que conocía de Texas, estaba sentada en las gradas farfullando.
Cuando la entrenadora de la Texas Tech me llamó a casa, mi padre estaba en el trabajo. Hablé por teléfono con aquella mujer de pelo grasiento y gafas de culo de botella. Escuchaba el dulce acento sureño de mi madre a mi espalda, enrollándose en mis hombros —como hace la miel con las abejas—, y escuchaba la voz de aquella mujer, y me escuché a mí diciendo que sí. Sí.
¿No sería genial que hubiera sido así de fácil? La voz de una madre allanando el camino para la partida de su hija. Esta nadadora rubia se va al aeropuerto a coger un avión. Ahí os quedáis.
Una semana más tarde, cuando llegaron los papeles que tenía que firmar, mi padre estaba en el trabajo. Los firmó mi madre. Recuerdo quedarme pasmada mientras miraba su mano. Tenía una letra preciosa. Después los metió en el sobre, cogió las llaves del coche y me dijo «vamos» con su característico acento sureño alcoholizado. Nos subimos al coche familiar, de la agencia inmobiliaria, fuimos a la oficina de correos y metió mi libertad en la boca metálica azul del buzón. Sentí que casi la quería.
El resto del mes de julio él se lo pasó cabreado. Y todo agosto. Todos los días, cuando llegaba a casa del trabajo, encontraba alguna forma de llenar la casa de ira, de hacer temblar las paredes con humillación; y, mientras tanto, las mujercitas tragaban y tragaban. Alguna vez llegué a pensar que nos acabaría matando a alguna de las dos. Pero no tenía miedo. Sentía el latido de las paredes con la palma de mi habitación.
Ese verano, durante uno de sus arranques de ira, tiró un plato contra la puerta corredera de cristal. Supuse que lo habría hecho añicos, pero no se escuchó nada. Otra noche me rompió la bolsa de natación y la dejó destrozada; el bañador y las gafas volaron por los aires. Una vez me siguió hasta la puerta de mi habitación. Sentí sus palabras ardiendo en mis hombros. Se quedó en el marco de la puerta. Cuando me volví para mirarlo, estaba temblando de la ira. Y entonces me dijo: «Esto es autocontrol. Me estoy controlando. No tienes ni idea de hasta dónde puedo llegar». Nos miramos fijamente.
Pensé: «Aquí tu hija se larga, hijo de puta».
Pero otras noches se transformaba en un hombre cuyo deseo se retorcía en su interior. Sobre todo a medida que se acercaba mi partida. Una noche de agosto que llovía a cántaros, me sentó en el sofá del salón, me pasó el brazo por encima de los hombros y me masajeó el brazo más alejado con el pulgar haciendo unos círculos espeluznantes. Su voz sonaba más que tranquila. Luego me contó lo que los chicos querrían hacerme: meterme sus sucias manos por debajo de la falda, separarme las piernas y hacerme dedos; sobarme y agarrarme las tetas, y chuparlas. Me dijo que iban a ser asquerosos, con sus manos y sus caderas y su aliento caliente y sus ganas de metesaca. Y lo que harían con su polla. Y yo, sentada a su lado en el sofá, consciente sin siquiera mirarlo del calor que desprendía mientras se tocaba, sintiendo como si me estuvieran pinchando con alfileres, apretaba los dientes, y él me decía que tenía que negarme, que recordar que era su hija y que él era el único hombre de mi vida que me daría las fuerzas necesarias para decir que no.
Yo me decía: «Esto es