En los textos de Lenin, aprendimos a ser intransigentes para enfrentar a “la burguesía”, pero aprendimos también a combatir a los que, de uno u otro modo, obstaculizaban la marcha del pueblo: trotskistas, socialdemócratas, vacilantes, oportunistas de izquierda y de derecha, reformistas, etc. El himno de las Juventudes Comunistas proclamaba que éramos los hijos de Lenin, aunque más bien éramos hijos adoptivos, hijastros en realidad, si se tiene en cuenta cuán lejanos resultaban los elementos rusos en nuestro ambiente cultural.
La cabeza disciplinada
La ideología comunista nos inspiraba una mezcla de respeto y temor, un sentimiento parecido al provocado por la religión. El misterio de la revelación a través de la fe se había transmutado en el misterio de la revelación a través del “socialismo científico”. El marxismo-leninismo se nos presentaba como una construcción teórica que ponía definitivo orden en nuestras cabezas.
En los clásicos del marxismo veíamos una incitación a descubrir la cara oculta de la realidad. Sus obras nos alentaban a desembarazarnos de las supersticiones, presentes en el sentido común tradicional. Sentíamos que se había aguzado nuestra visión crítica de la sociedad burguesa y sus instituciones. Ahora nos dábamos cuenta de que la democracia formal era solo un artificio que ocultaba la desigualdad social y los abusos de una minoría poseedora frente a una mayoría desposeída. Repetíamos, entonces, que la democracia que había en Chile era, en buenas cuentas, una cortina de humo de los dueños del capital para mantener sus privilegios. Empujados en alguna polémica estudiantil a definirnos frente al valor de la libertad, repetíamos las preguntas de Lenin: ¿Libertad para qué? ¿Democracia para quiénes? De ese modo, descolocábamos a los contradictores y adoptábamos una actitud de superioridad. Entonces, lanzábamos la pregunta definitiva: ¿De qué les sirve la libertad a quienes se mueren de hambre? Habíamos aprendido los secretos de la dialéctica, ese método de razonamiento que, según el personaje de una novela de Jorge Semprún, es “el arte y la manera de caer siempre de pie”.
En la organización juvenil comunista aprendimos a trascender nuestros pequeños mundos y a mirar más lejos. Una idea fundamental pasó a condicionar nuestra visión de la realidad: el mundo era el escenario de una gran batalla en la que no había lugar para los neutrales. Había que elegir. Ser yunque o ser martillo, había dicho el comunista búlgaro Jorge Dimitrov.
La guerra civil española de 1936-1939 era vista por nosotros con los ojos de los republicanos derrotados, sobre todo los comunistas. Aprendimos sus canciones e hicimos nuestros sus dolores, sus mitos y sus odios. De acuerdo a su relato, la historia se resumía en las iniquidades del bando nacional, liderado por Francisco Franco, y el heroísmo de los luchadores comunistas, cuya figura legendaria era Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Desconocíamos entonces los orígenes de aquella tragedia, la combustión de las intolerancias que terminó por envolver a ese país en un inmenso torbellino de muerte. Ignorábamos que aquella república había atizado las pugnas sectarias y que, de ese modo, había cavado su propia tumba. Ignorábamos también que la diferencia entre el bando nacional y el bando republicano había radicado en que los republicanos también se mataban entre ellos.
Pasaron muchos años antes de que yo leyera la novela San Camilo, 1936, de Camilo José Cela, que trata de las muchas vidas que destrozó la guerra civil. La obra está dedicada a los jóvenes de ese tiempo, “todos perdedores de algo, de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia”. No la dedica, en cambio, “a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado velas en nuestro propio entierro”.
Raíces
A diferencia de la mayoría de los partidos comunistas latinoamericanos, el PC de Chile había llegado a ser una fuerza con influencia real en la sociedad gracias a que su mensaje político intentaba ir más allá de los manuales. Aunque sus símbolos, ritos y lenguaje respondían al modelo soviético, se esforzaba por acentuar sus señas nacionales de identidad.
El PC no surgió como la sección chilena de la Tercera Internacional, la organización mundial comunista que era dirigida desde Moscú. Podía exhibir con orgullo una historia anterior a la Revolución de Octubre, que se remontaba a las primeras expresiones de organización obrera a fines del siglo 19. Su certificado de nacimiento (en 1912, con el nombre de Partido Obrero Socialista) no estaba traducido del ruso. En rigor, respondía a la maduración de ciertas ideas anarcosindicalistas y socialistas en el seno del proletariado, especialmente entre los mineros.
El fundador del PC, Luis Emilio Recabarren (1876-1924), es una figura interesante en varios sentidos. Obrero tipógrafo, ayudó a fundar mancomunales obreras, sindicatos, grupos de teatro, publicaciones, a las que buscó dotar de un fuerte sentimiento de dignidad proletaria. Se extendió así el orgullo de clase en amplios sectores de trabajadores, que se tradujo en la idea de que la conquista de mejores días solo dependía de su propia lucha. Recabarren fue un educador social que incluso difundió ciertas lecciones de buen vivir: respeto por la familia, rechazo del alcoholismo, responsabilidad en el trabajo, compañerismo, interés por aprender, etc. Entendía que los trabajadores debían elevar su nivel cultural para defender eficazmente sus derechos y tener voz propia en la vida nacional.
La consolidación del PC como fuerza política en las primeras décadas del siglo 20 corrió a la par con el desarrollo del movimiento sindical, de lo cual fue un hito la fundación de la Federación Obrera de Chile, de la que Recabarren fue presidente entre 1917 y 1921. Sin la lucha de los sindicatos obreros es probable que las condiciones de vida y de trabajo del proletariado no hubieran mejorado entonces. La lucha reivindicativa favoreció, además, la comprensión de la “cuestión social” por amplios sectores.
Vanguardia
Cuando los dirigentes del PC hablaban de la clase obrera en los años 60, no aludían, como en otras partes, a una entelequia ideológica, sino que se referían a un movimiento real, con determinadas tradiciones de organización y estilos de acción, que a esas alturas se expresaba en la existencia de la poderosa Central Única de Trabajadores (CUT), fundada en 1953, en la que el PC gravitaba decisivamente. Así, los jóvenes militantes constatábamos en la realidad el mensaje que atribuía a la clase obrera la condición de vanguardia de la lucha por la nueva sociedad. Habíamos unido, pues, nuestro destino al de esa clase que, al emanciparse, liberaría a toda la humanidad.
Al ingresar a la Internacional Comunista en 1929, el PC trató de dejar atrás lo que consideraba su prehistoria, con el fin de asimilar el modelo leninista de partido. Es lo que se conoce como el proceso de bolchevización. El esfuerzo se encaminó a construir un partido de férrea disciplina, ideológicamente monolítico, intransigente con los enemigos de clase, para lo cual debía desprenderse de la herencia de Recabarren, quien hasta había cometido el pecado de hablar de patriotismo. El partido stalinizado debía actuar con astucia y flexibilidad táctica, pero teniendo muy claro que su misión principal era prepararse para la toma del poder y establecer a continuación la dictadura del proletariado. En los años 30 y 40, los cuadros del PC memorizaron como un catecismo el texto Cuestiones del leninismo, de José Stalin.
En los años 50, el PC trató de superar el sectarismo de las primeras décadas. Su arraigo en los centros mineros e industriales le permitió sintonizar con la realidad que allí existía, y sus métodos de acción buscaron estar en correspondencia con la vida de los trabajadores. El reivindicacionismo pasó a impregnar profundamente su manera de hacer política. El principio de la lucha de masas se convirtió en el ABC de su estrategia, con lo cual estableció una nítida diferencia con las concepciones anarquistas o basadas en el