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Solía divertirme mucho estando solo en La planilla, que tenía partes de tierra y otras de concreto, además de que era el lugar de reunión de los chiquillos de nuestro barrio. La calle en donde vivíamos era conocida como La rana, pues se afirmaba que antes había sido una calle cubierta de lodo y charcos. En La planilla nos juntábamos, siempre e invariablemente por las tardes, El Piji, Carlangas, El Pillo, mi hermano y yo. El Piji y Carlangas eran hermanos y eran tan flacos y desabridos, aunque morenos, como mi hermano y yo. El Pillo tenía un hermano mayor que a veces se unía a jugar futbol con nosotros. Pero nuestros juegos preferidos distaban mucho de jugar a la pelota. Jugábamos con los demás niños a las canicas, a los trompos, al bote, en el que gritábamos «can-can, salvación por todos mis amigos», a las escondidas, a los hoyos o simplemente a internarnos en la finca de café, también propiedad del abuelo, que se encontraba atrás de La planilla. El Pillo era el niño que más empeño ponía en los juegos y era sin duda el más intrépido. Trepaba con toda facilidad árboles y era un experto en subirse a los techos y bardas de las casas vecinas. En realidad, recuerdo al Pillo por lo común arriba de algo. Era un chiquillo de grandes dientes, moreno y rubicundo, con los cabellos negros y rebeldes en punta. Recuerdo que en una ocasión, jugando en la noche a perseguirnos varios niños en La planilla, el Pillo escaló sin dificultad una pared de ladrillo alcanzando una azotea y corrió hasta quedar fuera de mi alcance. Yo quise emularlo: escalé torpemente la pared y, al llegar al borde de la azotea, perdí el equilibrio, choqué contra un tinaco de agua que me hizo rebotar y derrumbarme hacia abajo, hacia la parte del piso de concreto de La planilla. Conseguí caer de rodillas y con las palmas de las manos como soporte, como un gato. Me levanté tranquilamente y me dirigí, suponía que nadie me había visto, a la casa-galera. Mi madre me ofreció de cenar y de inmediato me fui a la cama. Alguien llegó y contó a mi madre lo sucedido. Me temí una tunda, de modo que me hice el dormido. Sentía un ligero dolor en las rodillas. Por la madrugada, sin embargo, mis muñecas fueron presa de un dolor agudo e insoportable que me hizo soltar berridos. Esperamos a que amaneciera y mi madre me llevó en el primer autobús que pasaba por el pueblo a un doctor en la ciudad. Tuve fractura de ambas muñecas. El doctor se sorprendió de que yo hubiera aguantado el dolor toda la noche y parte de la madrugada. De este modo, permanecí dos meses con los dos brazos enyesados hasta los codos. Debía, lo que era muy molesto, y por la misma forma en que se me había colocado el yeso, tener los brazos un poco arqueados y pegados al cuerpo y con las manos abiertas y un tanto extendidas hacia arriba, dando la impresión de que me encontraba en una curiosa posición de rezo o en actitud votiva. Aun así, iba a la escuela. La escuela era una de las cosas que más odiaba. Mis compañeros y maestros me parecían repugnantes. Mis compañeros eran violentos, vulgares, y mis maestros torpes. Los maestros se ausentaban del salón de clases porque siempre tenían junta, que era una supuesta reunión entre maestros y el director, y nos dejaban a los alumnos a nuestra suerte. Mis compañeros se caracterizaban por ser sumamente agresivos. Recuerdo una junta en particular: mis compañeros empezaron a hacer alboroto y yo me quedé en mi pupitre realizando el trabajo que la maestra nos indicó terminar mientras se ausentaba. Había un chiquillo güero al que, sin ninguna razón aparente, yo le caía mal. Era, además, mi vecino de la casa-galera. Empezó a molestarme en mi pupitre. Como yo no le hacía caso, me agarró por los hombros y me aventó al suelo. Yo no había puesto ninguna resistencia, porque sabía que si lo hacía resultaba peor. Este niño deseaba pelear. Estaba ansioso de pelear, de tirar golpes y patadas a lo que fuera. Como me quedé tumbado en el piso, y al ver que no haría nada por levantarme y hacerle frente con la pelea, su desesperación llegó al límite: tomó el pupitre de grueso metal que tenía más cerca, lo alzó en vilo sobre su cabeza y, mientras me amenazaba con lanzármelo, los demás niños gritaban: «aviéntaselo», «aviéntaselo». Recuerdo que pensé, presa de terror, que sería imposible que un niño fuera capaz de lastimar a otro niño de esa manera, incluso de matarlo, como quizá los demás niños esperaban, aunque sin medir quizá lo grave de sus palabras, que lo hiciera. Pero lo que más recuerdo es la mirada y la expresión de ese niño: su rostro encendido, sus ojos que centelleaban, y la boca ligeramente abierta y convulsa al tratar de sacar todo el odio y la rabia acumulados en su interior. Finalmente bajó la silla, ante la desaprobación de los otros niños, y yo permanecí en el suelo recargado en la pared hasta que la maestra llegó. Esa fue una táctica que empleé en todo el ciclo escolar y que, creo, me salvó de varias palizas: rehusar a las peleas puesto que comprendía que lo que los niños deseaban era a alguien con quien desatar su furia y no encontrarse con un cuerpo inerte como el mío. Yo era delgado. Alto y delgado. Siempre sufrí de fuertes dolores de espalda y de cabeza. Nunca me gustó ser delgado. Atribuía muchas de mis dolencias físicas y las frecuentes burlas de mis compañeros a ser delgado. Además, mi cuello era particularmente largo y delgado, lo que hacía verme siempre encorvado, y caminaba siempre encorvado. Sentía que ser delgado, y lo sigo pensando, tenía muchas desventajas en todo: en los deportes, en las peleas, con las mujeres. Ser delgado te hacía ver y sentir débil ante los otros, y siempre atribuí mi acostumbrada debilidad al hecho de ser delgado, aunque no fuera propiamente un niño enfermizo, sino débil. Nunca tomé algún suplemento alimenticio o vitaminas para superar mi debilidad. Tampoco comía algún tipo de comida especial. No es que fuera melindroso, como sí lo era mi hermano, aunque, como cualquier niño, había cosas que nada más no podía probar. Lo que sucedía en realidad era lo siguiente: mi madre era particularmente estricta con el asunto de la alimentación. Era estricta no tanto en lo que comíamos sino en la porción y hasta periodicidad de lo que comíamos. Nunca supe verdaderamente si esto se debía a la falta de dinero que siempre padecíamos, lo que se traducía en una obligada dieta restringida, o al riguroso régimen alimenticio que nos imponía. Esto se puede explicar claramente con el consumo de huevos: no debíamos comer más de tres huevos a la semana. Esto, para un niño o joven en pleno desarrollo y crecimiento, es casi mortal. Nuestra madre siempre sermoneaba del colesterol y de todo lo terrible y dañino que es a causa del consumo desproporcionado de huevos. Yo no entendía qué daño podía haber en comer uno o dos huevos más por semana, aparte de que me encantaban los huevos. Pero mi madre era inobjetable en este aspecto. Así, hablar de comer uno o más huevos por semana era motivo de severas reprimendas. Con el asunto de la carne, el jamón o cualquier otra cosa consistente era en cierta forma