En el capítulo de Mariella Bacigalupo se ofrece un provocativo contraste al de Drew. Aquí se explora cómo los mestizos pobres de los valles de Moche y Chicama de La Libertad, en el norte peruano, han cuestionado la visión generalizada de la naturaleza como un recurso que puede ser explotado para la ganancia capitalista. Bacigalupo revela que este pueblo juzga las lluvias torrenciales y las cada vez más frecuentes inundaciones y aluviones —causados por los efectos de la corriente de El Niño, a su vez inducida por el cambio climático— como castigos de las wak’as, antiguos monumentos típicos de piedra y que generalmente son sitios arqueológicos. Se explica que estas wak’as han sido contaminadas, saqueadas, mal administradas o desatendidas por intrusos, ladrones y funcionarios públicos corruptos, así como por gente local, que no los ha alimentado con las ofrendas adecuadas. Para estos mestizos pobres, las wak’as son tanto espacios físicos como seres sociales. Si las personas no las alimentan o no reconocen su humanidad, si les faltan el respeto o las sobreexplotan, las wak’as pueden irritarse, causar enfermedades a los humanos e incluso provocar daños ambientales.
Similar al relato de Drew, los especialistas en los rituales de mestizos pobres —que no son ni indígenas ni blancos— alimentan a las wak’as, apropiándose e introduciendo estas fuerzas indígenas fundamentales dentro de sus espacios físicos, con el que buscan recrear un mundo de valor alternativo. Pero en contraste con la descripción de Drew sobre la potencial inacción climática, las wak’as poseen un propósito político como agentes esenciales de movimientos ambientales de base, que promueven una “cosmopolítica” alternativa asentada en el lugar. Los activistas mestizos reconocen y conservan las wak’as como un patrimonio natural y cultural, además de movilizar este activo paisaje sagrado en sus conflictos con saqueadores, fábricas de caña de azúcar y compañías mineras, oponiéndose a lo que ven como una codicia corrupta que lleva hacia la destrucción ambiental. Bacigalupo revela que los humanos corruptos e inmorales, junto a las molestas aunque rectas wak’as, son vistos como los responsables de las marcas del cambio climático. Alimentando y manteniendo relaciones respetuosas con estos lugares sensibles se establece el modo mediante el cual los mestizos pobres de estos valles alimentan la salud comunitaria, la ética colectiva y un activismo político para combatir la degradación ambiental.
Drew y Bacigalupo nos muestran que los pueblos en el Himalaya y los Andes llegan a conclusiones morales de sus interacciones con los ecosistemas cambiantes y el comportamiento crecientemente caprichoso del agua, incluso si esto los lleva a decisiones divergentes sobre si deben actuar, y cómo, para restaurar estos paisajes sagrados y sensibles tan obstinados. Ambas investigaciones exploran los desastres climáticos como respuestas de deidades locales alienadas. Y consideran que la mala gestión o la interrupción de las relaciones apropiadas entre lo humano y lo no-humano son la fuente del desequilibrio ecológico y el peligro. Los habitantes de estas regiones tienden a ver esta alienación como la separación enfermiza entre naturaleza y cultura, y contraponen este estado de cosas a lo que el ecólogo Ricardo Rozzi (2015) llama una “ética biocultural”, que es una forma alternativa de custodia de la tierra, que exhibe una sensibilidad ético-moral diferente a la que prevalece habitualmente en los foros de clima global. Parafraseando a Jarrett Zigon (2014:21), estas son experiencias morales en sintonía con la articulación, la reparación y la restauración de las tensas relaciones entre lo humano y lo no-humano.
Un clima de incertidumbre
Orientados por la ciencia del clima, los estudios y las políticas de adaptación, se han enfocado en las dimensiones materiales del cambio climático, entre las que se cuentan la infraestructura, la tecnología, la energía, las emisiones de carbono, los cálculos del riesgo para la vida de las personas, sus medios de subsistencia, la propiedad y otros impactos económicos, y avanzan hacia una descarbonización de la economía y la atmósfera. Las propuestas para dar más consideración a la cultura en la adaptación al cambio climático son normalmente secundarias y con frecuencia se dan por sentadas. Esto subraya la necesidad de atender mejor a “los procesos y recursos no-materiales” (Adger et al. 2013:112), en un esfuerzo por entender los lugares y las culturas afectadas por el clima, y para mejorar las políticas de adaptación. Una formulación de este tipo distingue entre “entornos” materiales y “culturas” no-materiales, para después demandar mayor complementariedad en acercamientos subsiguientes a la adaptación, que expliquen mejor los marcos culturales de las “narrativas del cambio climático” locales (2013:113). Las investigaciones compiladas aquí están, de hecho, atentas a los contextos culturales, pero sin separarlos de los ecológicos. De este modo, son capaces de reconocer un rango de experiencias a menudo fragmentadas de disrupción y desmontaje de lugares aculturados, en contextos de cambio climático inducido y caracterizados de forma más precisa por la incertidumbre que por relatos coherentes, símbolos y significados. Aunque rara vez en el radar de quienes toman decisiones sobre el clima, la pregunta sobre cómo vivir en un contexto de incertidumbre aparece como uno de los desafíos de adaptación urgentes en estas zonas montañosas.
Desde la perspectiva del estado de Sikkim, en el Himalaya indio, Mabel Gergan nos ofrece un relato matizado sobre la incertidumbre dominante, mostrando cómo la pérdida ecológica puede vincularse con la pérdida cosmológica y espiritual. Gergan se enfoca en la incertidumbre local sobre la relación causal entre el cambio climático y la devastadora peste del cardamomo, que tiene ya una década. Esta inseguridad, sugiere ella, también se registra en una incertidumbre cosmológica que se expresa por medio de narrativas culturales y religiosas de precariedad y pérdida. Como dice Gergan, los indígenas lepchas del norte del Sikkim se sienten ansiosos y vulnerables, desligados de su entorno y de las rutinas agrícolas antes familiares, las cuales eran dictadas por patrones y ciclos estacionales predecibles. Los problemas contemporáneos de los lepchas se han enlazado con historias antiguas de pérdida cultural. Las prácticas religiosas tradicionales, integradas con el entorno circundante y compuestas por redes de responsabilidad guiadas ritualmente y en relación con los mundos y deidades no-humanas y extrahumanas, están ahora en peligro. Como respuesta a las preocupaciones locales sobre la capacidad del desarrollo hidroeléctrico de transformar aún más el ecosistema y la biodiversidad del Sikkim, un movimiento anti-represa de la región ha servido para guiar la atención local sobre las dimensiones ecológicas de la pérdida. Los activistas del movimiento conectan el miedo de la pérdida ecológica con relatos disponibles sobre el “proceso de desaparición” de la cultura Lepcha y hacen un llamado para su preservación y revitalización.
Sin embargo, indica Gergan, las respuestas religiosas de los lepchas a la incertidumbre ecológica actual están encapsuladas y reproducen las jerarquías étnicas racializadas dominantes y los marcos de subyugación y “mejoramiento” religioso y étnico. Esta agudizada conciencia sobre la presencia de lenguaje y rituales “extranjeros”, traídos por trabajadores nepalíes inmigrantes, contribuye a la falta de comunicación con las deidades lepchas. Una percibida incapacidad para comunicarse con lo sagrado es entendida a la vez como resultado y causa de la incertidumbre de lo que constituye un comportamiento moral o pecaminoso, dadas las cosmologías “chamánicas” y “budistas” en competencia. Gergan busca comprender cómo las amenazas que trae el cambio climático afectan las relaciones que ya se encuentran bajo el apremio de las incertidumbres sociopolíticas y cosmológicas. En el contexto de la plaga, Gergan