—Fienichka... Fiedosia —respondió Arkadi
—¿Y el patronímico? —preguntó Basarov—. Hay que saberlo también.
—Nikolaievna.
—Bene. Me gusta, en ella que no se turba demasiado.
Otro quizás la censuraría por eso. ¡Qué disparate! ¿Por qué iba a avergonzarse? Es madre, luego tiene razón.
—Ella claro que tiene razón —observó Arkadi—, pero mi padre...
—Él también tiene razón —le interrumpió Basarov.
—A mí no me lo parece.
—¿Por lo visto no nos complace demasiado la idea de nuevo heredero?
—¿Cómo puedes atribuirme semejantes pensamientos? —exclamó Arkadi acaloradamente—. No es ése el motivo por el que creo que mi padre no tiene razón. Opino que debería casarse con ella.
—¡Oh! ¡Cuánta generosidad! —prorrumpió Basarov, con parsimonia—. ¿Todavía das importancia al matrimonio? No esperaba eso de ti.
Ambos jóvenes continuaron andando en silencio.
—Ya he visto todas las instalaciones de tu padre —comenzó Basarov de nuevo—. El ganado es malo y lo están extenuando, las obras son deficientes y los trabajadores tienen aspecto de holgazanes empedernidos; en cuanto al intendente, todavía no he podido apreciar si es un imbécil o un tunante.
—¡Qué intransigente estás hoy, Evgueni!
—Incluso los campesinos buenos se burlaban de tu padre sin duda. Ya conoces el refrán: “El mujik ruso es capaz de engullirse a Dios.”
—Comienzo a estar de acuerdo con mi tío —observó Arkadi—, decididamente, tienes mala opinión de los rusos.
—¡Vaya qué cosa! Lo que en verdad admiro en el hombre ruso es la pésima opinión que tiene de sí mismo.
Lo importante es que dos y dos son cuatro y todo lo demás son pequeñeces.
—¿Y la naturaleza es también una pequeñez? —preguntó Arkadi, contemplando pensativo en la lejanía los campos abigarrados, suavemente iluminados por el sol.
—También la naturaleza es una pequeñez, en el sentido en que tú la interpretas. La naturaleza no es un templo, sino un taller, y el hombre en ella es un trabajador.
En ese mismo instante se oyeron los pausados acordes de un violonchelo, que procedían del interior de la casa.
Alguien tocaba con sensibilidad, aunque con mano inexperta, la “Espera de Schubert” y su dulce melodía se expandía en el aire.
—¿Quién toca? —preguntó Basarov asombrado. —Es mi padre.
—¿Tu padre toca el violenchelo?
—Sí.
—¿Pero cuántos años tiene? —Cuarenta y cuatro.
Basarov se echó a reír súbitamente. —¿De qué te ríes?
—¡Imagínate! A los cuarenta y cuatro años, un pater familias, en este villorrio y tocando el violonchelo.
Basarov continuó riendo, más Arkadi, pese a toda la admiración que sentía por su maestro, esta vez ni siquiera sonrió.
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