ÁN.— Sí, de oídas.
SÓC.— Entonces, está claro que si ese enseñaba a sus hijos aquello en lo que había que hacer gastos para enseñarlo, aquello en lo que no había que gastar nada —hacerlos hombres buenos y honestos— ¿no se lo hubiera enseñado si se pudiera enseñar? ¿Quizá es que Tucídides era una mala persona y no tenía bastantes amigos entre atenienses y aliados? Además era de una familia importante y tenía mucho poder en la ciudad y entre los restantes griegos, de modo que si esto hubiera podido enseñarse, habría encontrado quien hiciera buenos a sus hijos, alguien de la ciudad o un extranjero, a menos que le hubiera faltado tiempo por causa de sus cuidados públicos. Pero es que me temo, querido Ánito, que la virtud no es enseñable.
ÁN.— ¡Me parece, Sócrates, que tú hablas mal de la gente con mucha facilidad! Yo te aconsejaría, si estás dispuesto a hacerme caso, que tengas cuidado. Porque tal vez en otra ciudad es más fácil hacer a los hombres daño que bien; en esta, mucho; y creo que tú también lo sabes[2].
SÓC.— Menón, me parece que Ánito se ha enfadado. Y no me extraña; cree, primero, que estoy acusando a esos hombres y, además, piensa que él también es uno de ellos.
Men. 92 e-95 a
9
Protágoras se jacta de enseñar la virtud
Durante su estancia en Atenas, Protágoras se anunciaba como un verdadero maestro de areté, comprometiéndose a enseñar a los jóvenes no ningún arte concreto, como hacían otros sofistas, sino las habilidades más apreciadas en el buen ciudadano: la de ser capaz de administrar los propios asuntos y la de actuar acertadamente en política.
En su debate con él, Sócrates esgrime aquí otra vez el argumento que opuso a las posiciones de Ánito: la virtud no se puede enseñar, pues si fuera posible enseñarla, quienes destacaron por su virtud política en los asuntos de la ciudad se la habrían transmitido a sus hijos... A ello añade otro argumento, el de la costumbre establecida en la democracia ateniense: en las materias propias de algún arte —la edificación, la construcción naval— los atenienses solo aceptan las opiniones de los expertos, mientras que en los asuntos generales de la ciudad admiten el consejo de quienquiera que aporte una idea útil. Y eso es, explica, porque mientras que las técnicas pueden ser aprendidas, el consejo prudente que se espera del hombre de areté, puede venir de cualquiera, sea cual sea su estatus o su formación.
SÓCRATES.— Este Hipócrates es de aquí, hijo de Apolodoro, de una casa grande y próspera, y por su natural parece que él mismo puede rivalizar con los de su edad. Y me parece que quiere llegar a ser de los que cuentan en la ciudad y piensa que como mejor podría llegar a ocurrirle es si tratara contigo.
Prot. 316 b-c
PROTÁGORAS.— Si Hipócrates viene a mí no le pasará lo que le pasaría tratando con algún otro sofista, pues los demás echan a perder a los jóvenes; porque aunque estos hayan rehuido los saberes técnicos, los llevan contra su voluntad y los introducen otra vez en los saberes técnicos, enseñándoles el cálculo, la astronomía, la geometría y las artes de las Musas —y al mismo tiempo miraba a Hipias—, pero si viene a mí, no aprenderá más que aquello por lo que viene. Mi enseñanza es el consejo prudente sobre sus propios asuntos, para que administre su casa lo mejor posible, y sobre los de la ciudad, para que en política sea lo más capaz posible de actuar y de hablar.
Sóc.— ¿Acaso estoy siguiendo bien tu discurso? —dije yo—. Me parece que te estás refiriendo al arte política, y que estás prometiendo hacer a los hombres buenos ciudadanos.
Prot.— Eso mismo, Sócrates —dijo—, es lo que prometo.
Prot. 318 d-319 a
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«Pero la virtud no se puede enseñar», dice Sócrates…
SÓCRATES.— Entonces, ¡que notable arte posees —dije yo—, si es que lo posees! —pues no te diré otra cosa más que lo que pienso—. Y es que yo, Protágoras, creía que esto no se podía enseñar pero, si tú lo dices, no puedo dejar de creerlo. Por otra parte, es justo que explique por qué creo que no se puede enseñar y que tampoco unos hombres pueden transmitírselo a otros.
Yo sostengo, igual que los demás griegos, que los atenienses son sabios. Veo que cuando nos reunimos en la Asamblea, en el momento en que la ciudad necesita llevar a cabo algo relativo a la construcción, mandamos a buscar constructores como consejeros para la edificación; cuando de construcción naval, a los constructores de barcos, y así en todos los demás asuntos de los que creen que se pueden aprender y enseñar. Y si intenta dar consejo algún otro al que ellos no consideran experto, aunque sea muy bueno y rico, incluso de los nobles, no se lo admiten, sino que se ríen de él y le abuchean hasta que el que intentaba hablar o se marcha por su propia decisión, tras los abucheos, o por orden de los prítanos se lo llevan los arqueros a rastras o en volandas. Así actúan respecto a lo que creen que entra en el terreno de la técnica.
Pero cuando hay que deliberar sobre algo relativo a la administración de la ciudad, se levanta y da consejo sobre ello lo mismo un constructor que un herrero, un curtidor, un comerciante, un armador, un rico, un pobre, un noble o uno de baja extracción, y a estos nadie les afea, como a los de antes, que, sin haberlo aprendido en ninguna parte ni haber tenido maestro alguno de ello, luego pretendan dar consejos. Y es porque está claro que creen que no se puede enseñar.
Pero no solo es así en los asuntos comunes de la ciudad, sino que tampoco en su vida particular nuestros más sabios y mejores ciudadanos son capaces de transmitir a otros esa virtud que poseen. Porque Pericles, el padre de estos jóvenes de aquí, los ha educado bien y acertadamente en lo que dependía de maestros, pero en lo que él mismo es sabio, ni los educa él mismo ni los pone en manos de algún otro, sino que van por ahí triscando como ganado suelto, a ver si espontáneamente alcanzan la virtud; o si quieres, el hermano menor de Alcibíades, aquí presente, Clinias, al que tutela ese mismo hombre, Pericles, que como temía por él, no fuera que Alcibíades lo corrompiera, tras apartarlo de este, lo educó poniéndolo en manos de Arifrón; y antes de que hubieran pasado seis meses, se lo devolvió, porque no sabía qué hacer con él. Y te puedo decir muchísimos otros que siendo personalmente excelentes ellos mismos, nunca hasta ahora han hecho mejor a nadie ni de los suyos ni de los ajenos.
Y en consecuencia, Protágoras, yo, atendiendo a esto, considero que la virtud no se puede enseñar. Pero al oírte decir eso, doy media vuelta y entiendo que estás diciendo algo de interés, porque considero que tú eres experto en muchas cosas; en muchas por haberlas aprendido y en otras por haberlas descubierto tú mismo. Y si puedes demostrarnos con mayor evidencia que la virtud se puede enseñar, no te hagas de rogar y muéstralo.
Prot. 319 a-320 b
LOS ARGUMENTOS DE PROTÁGORAS
Los argumentos aducidos por Protágoras poseen, igualmente, la fuerza que les aporta la evidencia: a nadie se le afean los defectos cuando le vienen de su natural, sino que lo que se critica es la ausencia de virtudes cuando se da por ignorancia o por falta de práctica. Y eso es porque se considera que la virtud se puede aprender. De hecho, los cuidados de padres y ayas tienen como objetivo guiar desde pequeño al niño hacia la virtud con las clásicas reconvenciones del “Esto se hace; aquello, no”. Y para concluir el argumento insiste: aun habiendo aprendido de nuestros mayores la virtud, en la edad adulta seguimos necesitando criterios que nos sirvan de guía para el desarrollo de una vida virtuosa; y esa es la enseñanza que nos aportan las leyes.
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