Entonces, ¿por qué razón asociamos cambio climático a algo abstracto, a algo que pareciese tener oficina en París o Londres, es decir, lejos? ¿No es posible buscar respuestas en los rostros y despojos que ha dejado y va dejando el camino al desarrollo?
¿No hay en todo esto un exceso de imágenes que nos colonizan día a día?
IV
Hace ya muchos años, y de modo muy precoz, Guy Debord nos hablaba de la Sociedad del Espectáculo. Es una tesis fascinante sin duda, aunque desoladora a la vez, y nos parece que refleja o que nunca fuimos modernos (como ha dicho Bruno Latour y en cierto modo Jürgen Habermas) o que, por el contrario, estamos en el peak del discurso de la modernidad, si entendemos por modernidad la relación desigual y separada que se produce entre lo humano (la cultura) y lo no humano (la naturaleza), y donde ese humano monopoliza sin más el mundo a partir de su supuesta capacidad de «razonar» (también llamada inteligencia). Con todo, Debord, desde el espectáculo que supone la modernidad, nos plantea una tesis aguda: el momento histórico en el cual la mercancía completa su colonización de la vida social:
El espectáculo es la imagen invertida de la sociedad en la cual las relaciones entre mercancías han suplantado relaciones entre la gente, en quienes la identificación pasiva con el espectáculo suplanta la actividad genuina… El espectáculo no es una colección de imágenes, es una relación social entre la gente que es mediada por imágenes.
Así entonces, ¿por qué no hay en Chile una evidente asociación entre desarrollo y cambio climático o entre consumo y cambio climático? En una noticia publicada recientemente se leía que para hacer un jean se requieren 7.500 litros de agua. ¡Solo un jean! Y, sin embargo, gran parte del sentido de nuestras vidas pasa precisamente por ese consumo.
Pero hay allí otro asunto de fondo al que ya hicimos alusión en cierto modo: las ganancias son de pocos y los costos son de todos. En otras palabras, se instala la creencia de que el esfuerzo, siendo de todos, es de base individual y que el proyecto debe ser liderado por una minoría que se encargaría de empujar el programa del desarrollo. Como veremos en este libro, a modo de ilustración de esta idea central, en las zonas de sacrificio la ganancia de las empresas allí presentes es en porcentajes que superan toda media de cualquier manual de un buen negocio. La mayoría de ellas posee sus casas matrices en París, Roma o Nueva York y son, en la práctica, responsables de uno de los mayores impactos del calentamiento global a escala nacional por la altísima emisión de CO2 que producen. Ellas pagan un impuesto a los gobiernos chilenos, como es de suponerse. El punto es que el último «Plan de Prevención y Descontaminación Atmosférica para las comunas de Concón, Quintero y Puchuncaví», anunciado con bombos y platillos en el año 2018 y en funcionamiento a partir de este año 2019, equivale al 0,23% de lo recaudado por el Estado el año 2018 desde tres empresas allí presentes ¡solo en impuestos! Y aquello se hace «para compensar a las comunidades afectadas y sacrificadas por el desarrollo del país». Una cosa es la imagen y otra es el devenir cotidiano que, aunque se mueve desde el parámetro de esas imágenes, también parece desvanecerse en sus prácticas diarias, invisibles, silenciosas.
Entonces, el libro lo invita a caminar y reflexionar en torno a dos asuntos centrales. Por una parte, el discurso del desarrollo produce imágenes que terminan siendo imágenes culturales, arraigadas en nuestro modo de mirar y comprender el mundo. El desarrollo es promesa, y es allí adonde hay que mirar. Así, la cultura del consumo queda en el día a día y la esperanza en el futuro. Por otra parte, ante tal promesa, se asume que los costos son individuales y que siendo las ganancias de una comunidad pequeña esa riqueza es sinónimo de un destino a donde es posible llegar y no solo aportar al desarrollo global, sino también, tal vez lo más increíble, a desarrollarme. No se debe olvidar que el 1% de este país concentra casi el 30% de la riqueza, y que si esto lo llevamos a escala mundial, el mismo 1% concentra casi el 80% de la riqueza, de acuerdo con los datos de Oxfam 2018. Tampoco hay que olvidar que casi el 75% de la población nacional, como ya dijimos, no supera un sueldo de 500 mil pesos, y que, por último, el volumen de deuda adquirida por la población supera todos los niveles de la OCDE (38% con 11 millones de tarjetas de crédito para una población activa, desde el punto de vista laboral, de 8,6 millones, según un informe de la deuda morosa de 2017 realizado por una universidad chilena).
¿No es aquello un nuevo modo de pobreza? ¿No son importantes las palabras de Maturana cuando apunta a que el cambio climático tiene que ver con un aspecto cultural de fondo: comprender el mundo desde lo individual? ¿No sería esa «libertad» un modo muy paradojal de, precisamente, no tener libertad?
A nuestra generación poco le queda por hacer ya. Somos una generación que creció con la imagen del desarrollo, con la imagen del futuro redentor. Podemos visualizar un solo relato en esa memoria que comienza a fabricarse por allá en las décadas de los setenta y ochenta. La imagen del desarrollo es tan cultural que el primer gobierno socialista posdictadura, con Ricardo Lagos a la cabeza, vio el desarrollo en 2010 («El año 2010, para el bicentenario de nuestra Independencia, tendremos un país desarrollado, socialmente justo y culturalmente maduro»), y luego otros lo vieron en el año 2018 o 2025. Qué más da cuál sea el año, si lo relevante es que siempre se instale en el futuro, en la promesa. Tal vez solo nos queda escribir algunas líneas e intentar destapar algunas relaciones para que otros puedan observar el espectáculo que implica el crecimiento, el desarrollo, el éxito y el progreso.
Confiamos en que en las siguientes páginas usted pueda reflexionar sobre las imágenes, sobre el espectáculo del consumo y sobre lo que implica el discurso del desarrollo. En este trabajo queremos ofrecer la oportunidad de una mirada diferente a la geografía de Chile. Precisamente a esa geografía que se escapa de los mapas, de los Atlas y que, sin embargo, queda en otra retina: en la retina de las sensaciones, en la retina de las inquietudes, en la retina de lo que sabemos que molesta, pero no sabemos por qué. Tal como se ha dicho, busca hacer visible esa geografía imaginaria que muchas veces nos resulta ajena, precisamente por eso. Se busca dar cuenta de un territorio ausente en que quede a la vista la noción de un imaginario que nos ha impedido ver otras posibilidades que el mismo territorio nos ofrece.
Este país de geografías imaginarias viene a mostrar una posibilidad de comprensión de nuestro territorio como una suerte de desvelo y posibilidad, como oportunidad y reto, en el que la geografía se entienda como resultado, como producción y no como condición previa, no como preexistencia, no como contenedor ni mucho menos como mero escenario.
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