Entonces salió por fin el profesor de su camarote, algo pálido y quebrantado, pero con el mismo entusiasmo de siempre y con la satisfacción retratada en su semblante.
Los habitantes de la ciudad, a quienes interesaba en extremo la llegada del buque, del que todos tenían algo que recoger, se agolpaban en el muelle.
Mi tío se apresuró a abandonar su presidio flotante, por no decir su hospital; pero, antes de dejar la cubierta de la goleta, fuimos hasta la proa, y desde allí, mostrándome con el dedo en la parte septentrional de la bahía una elevada montaña, que remataba en dos picos un doble cono cubierto de nieves eternas, me dijo entusiasmado:
-¡El Sneffels! ¡Ahí tienes el Sneffels!
Y después de haberme recomendado con un gesto que guardase el más impenetrable silencio, bajó al bote que nos aguardaba. Yo le seguí cabizbajo y nuestros pies no tardaron en hollar el suelo de Islandia.
De improviso, apareció un hombre de buena presencia, vestido de general. Sin embargo, no era más que un sencillo magistrado, el gobernador de la isla, el señor barón de Trampe en persona. El profesor lo reconoció al instante. Le entregó las cartas que traía de Copenhague, e intercambiaron entre ellos una corta conversación en danés, en la cual no tomé parte, como era natural. Esta primera entrevista dio por resultado que el barón de Trampe se pusiese por completo a las órdenes del profesor Lidenbrock.
El alcalde señor Finsen, no menos militar por su indumentaria que el gobernador, pero tan pacífico como éste, hubo de dispensar a mi tío la más favorable acogida.
En cuanto al coadjutor, señor Pictursson, giraba a la sazón una visita pastoral a la región septentrional de su diócesis, y tuvimos que renunciar, por lo pronto, al gusto de serle presentados. Pero, en cambio, trabamos conocimiento con un bellísimo sujeto, el señor Fridriksson, catedrático de ciencias naturales de la escuela de Reykiavik, cuyo concurso nos fue de inestimable valor. Este modesto sabio sólo hablaba el islandés y el latín. Ofrecióme sus servicios en el idioma de Horacio. y comprendí en seguida que estábamos creados para comprendemos mutuamente. Y, en efecto, ésta fue la única persona con quien pude conversar durante mi estancia en Islandia.
—Como ves. querido Axel -hubo de decirme mi tío-, todo va como una seda: lo más difícil ya lo tenemos hecho.
-¿Cómo lo más difícil?-exclamé yo estupefacto.
-Pues claro: ¡sólo nos resta bajar!
-Mirado desde ese punto de vista, tiene usted mucha razón; mas supongo que, después de bajar, tendremos que subir nuevamente.
-¡Bah! ¡bah! ¡Lo que es eso no me inquieta! Con que, manos a la obra, que no hay tiempo que perder. Me voy a la biblioteca. Tal vez se conserve en ella algún manuscrito de Saknussemm que me gustaría consultar.
-Entretanto, yo recorreré la ciudad. ¿No piensa usted visitarla?
-¡Oh! eso me interesa muy poco. Las curiosidades de Islandia no se encuentran sobre su superficie, sino debajo de ella.
Salí y eché a andar sin rumbo fijo.
No habría sido fácil perderse en las dos calles de Reykiavik de suerte que no tuve necesidad de preguntar a nadie el camino lo cual, hecho por signos, expone las más de las veces a muchas equivocaciones.
Se extiende la ciudad, en medio de dos colinas, sobre un terreno muy bajo y pantanoso. Una inmensa ola de lava la cubre por un lado y desciende hasta el mar en declive suave. Por el otro, se extiende la amplia bahía de Faxa limitada por el Norte por el enorme ventisquero del Sneffels, y en la que, a la sazón, no había fondeado más buque que la Valkyria. De ordinario se hallan resguardados en ella los guardapescas ingleses y franceses, pero entonces se hallaban prestando servicio en las costas orientales de la isla.
La calle más larga de Reykiavik es paralela a la playa, y en ella se hallan instalados los mercaderes y negociantes, en cabañas de madera, hechas de vigas rojas horizontalmente dispuestas; la otra calle, situada más al Oeste corre hacia un pequeño lago, pasando entre la casa del obispo y las de otros personajes extraños al comercio.
No tardé en recorrer aquellas calles sombrías y tristes. A veces entreveía una mancha de césped descolorido, que semejaba una vieja alfombra de lana, raída a consecuencia del uso, o algo que parecía un huerto cuyas raras legumbres, patatas. coles y lechugas, sólo eran dignas de una mesa liliputiense. Algunos alhelíes enfermizos pugnaban también por recibir algún rayo de sol.
Hacia la mitad de la calle no ocupada por el comercio, encontré el cementerio público, rodeado de una tapia de adobes, el cual es bastante espacioso. Pocos pasos después, encontréme delante de la casa del gobernador, que es una mala choza si se la compara con la casa Ayuntamiento de Hamburgo: pero que resulta un palacio al lado de las cabañas en las cuales se aloja la población islandesa.
Entre la ciudad y el lago, elevábase la iglesia, edificada con arreglo al gusto protestante y construida con cantos calcinados que los volcanes arrojan. Las tejas coloradas de su techo seguramente se dispersarían por los aires, con vivo sentimiento de los fieles, al arreciar los vientos del Oeste.
Sobre una eminencia inmediata vi la Escuela Nacional, donde, según supe después por nuestro huésped, se enseñaba el hebreo, el inglés, el francés y el danés, cuatro lenguas de las cuales no conocía una palabra, cosa que me llenaba de bochorno, pues hubiera sido el más atrasado de los cuarenta alumnos matriculados en el pequeño colegio, e indigno de acostarme con ellos en aquellos armarios de dos compartimientos donde otros más delicados se asfixiarían durante la primera noche.
En tres horas recorrí no sólo la ciudad. sino sus alrededores también. Su aspecto general era singularmente triste. No había árboles ni nada que mereciese el nombre de vegetación. Por todas partes veíanse picos de rocas volcánicas. Las cabañas de los islandeses están hechas de tierras y de turba, y tienen sus paredes inclinadas hacia adentro, de suerte que parecen tejados colocados sobre al suelo. Empero estos tejados son praderas relativamente fértiles, pues, gracias al calor de las habitaciones, brota en ellos la hierba con bastante facilidad, siendo preciso segarla en la época de la recolección para que los animales domésticos no pretendan pacer sobre estas verdes mansiones.
Durante mi excursión, encontré muy pocas personas; mas cuando volví a pasar por la calle del comercio, vi que la mayoría de la población se hallaba ocupada en secar, salar y cargar bacalaos, que constituyen allí el principal artículo de exportación. Los hombres parecían vigorosos, pero tardos; una especie de alemanes rubios, de mirada pensativa, que se creen separados de la humanidad, infelices desterrados en aquellas heladas regiones, a quienes la Naturaleza hubiera debido hacer esquimales, ya que los condenó a vivir dentro de los límites del Círculo Polar Ártico. Traté en vano de sorprender una sonrisa en sus rostros; reían a veces mediante una contracción involuntaria de sus músculos; pero no sonreían jamás.
Sus vestidos consistían en una basta chaqueta de lana negra, conocida en todos los países escandinavos con el nombre de vadmel, sombrero de amplias alas, pantalón orillado de rojo y unos trozos de cuero arrollados en los pies a manera de calzado.
Las mujeres, de rostro triste y resignado, y cuyo tipo es bastante agradable, aunque carecen de expresión, usan una chaqueta y una falda de vadmel de color obscuro. Las solteras llevan sobre el trenzado cabello un gorrito de punto de color pardo, y las casadas se cubren la cabeza con un pañuelo de color sobre el cual se colocan una especie de cofia blanca.
Cuando, tras un largo paseo, regresé a la casa del señor Fridriksson, mi tío se encontraba ya en compañía de este último.
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