Con la victoria babilónica sobre Judá en el año 597 a.C., comenzó el período conocido comúnmente en la historia bíblica como el exilio. Ese lapso se caracterizó por una serie de cambios bruscos en el gobierno y la presencia de líderes políticos al servicio de la potencia extranjera; además de matanzas y deportaciones en masa, y dolor en la fibra más íntima del pueblo.
El año 597 a.C. fue testigo de la primera de una serie importante de deportaciones. El joven rey Joaquín, la reina madre, los oficiales gubernamentales y los ciudadanos principales, junto con los tesoros de la casa de Dios y los del monarca, fueron exiliados a Babilonia. El movimiento político emancipador de Joacim le costó muy caro al pueblo: las ciudades principales fueron asaltadas, el control del territorio fue reducido, la economía paralizada y la población diezmada. La crisis de liderato nacional fue total y las personas que quedaron, según el profeta Jeremías (Jer 34:1-22), no representaban lo más eficiente de la administración pública ni actuaban con sabiduría en el orden político.
Con la deportación del rey Joaquín, su tío Sedequías (o Matanías) quedó como gobernante. Como líder no parece haber sido muy sabio; además, por haber sido impuesto por el imperio dominante, no fue tomado muy en serio por los exiliados en Babilonia. Joaquín, aún en el exilio, se mantenía para muchos como rey en el destierro (Jer 28:2-4).
Con el nuevo líder de Judá, se juntaron algunos ciudadanos prominentes que quedaron en Palestina y comenzó un nuevo fermento de rebelión patriótica y nacionalista. Reuniones con Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón se llevaron a cabo para establecer un plan regional coordinado como respuesta al avance babilónico. Sin embargo, estos planes no prosperaron.
Con las dificultades internas en Babilonia, y posiblemente con la promesa de ayuda de Egipto, renació el espíritu de rebelión en Judá, que culminó en una derrota adicional y una experiencia de dolor inolvidable. Babilonia desarrolló todo su poderío militar y, aunque Jerusalén demostró valor y coraje, en el año 587 a.C. el ejército de Nabucodonosor entró triunfante por los muros de la ciudad. La ciudad de Jerusalén fue derrotada, destruida, incendiada y saqueada. Sedequías vio la muerte de sus hijos; posteriormente fue cegado y llevado cautivo a morir en Babilonia. Muchos ciudadanos murieron en la invasión; otros, por las consecuencias de la violencia babilónica; algunos líderes militares y religiosos fueron ejecutados frente a Nabucodonosor; y un gran número de la población fue dispersa o deportada a Babilonia. Esta segunda deportación fue testigo de la culminación de la independencia nacional y el fin de la personalidad política de Judá.
En torno al exilio en Babilonia, y referente a los eventos que rodearon la conquista y destrucción de Jerusalén, la arqueología ha arrojado mucha luz. Luego del saqueo de Jerusalén, los babilónicos comenzaron a reorganizar a Judá con un nuevo sistema provincial. Con la economía destruida, la sociedad desorganizada y la población desorientada, asumió la dirección del país un noble llamado Godolías. El nuevo gobernante movió su gobierno a Mizpa en busca de una política de reorganización nacional, pero no pareció recibir el apoyo popular y en poco tiempo fue asesinado. El descontento continuó en aumento y la tensión llegó a un punto culminante. Según el relato del profeta Jeremías (Jer 52:28-30), una tercera deportación surgió en Judá en el año 582 a.C., posiblemente como respuesta y represión al malestar y la rebeldía. No es de dudar que la provincia de Judá fuera incorporada a Samaria en ese momento, como parte de la reorganización social y política de los babilónicos.
Cuando hablamos del exilio y su entorno histórico pensamos en dos, y posiblemente tres, deportaciones que dejaron una huella dolorosa que nunca será borrada de la historia bíblica. Según el relato del Libro de los Reyes (2 R 24:12-16), los cautivos y deportados en el año 598 a.C. fueron 10 000, y sólo quedaron «los más pobres de la tierra». De acuerdo con el de Jeremías (Jer 52:8-30), se entiende que las tres deportaciones sumaron 4600 personas. De ese número, 3023 fueron llevadas en el año 598 a.C.; 832 en el 587 a.C.; y 745 en la tercera deportación del año 582 a.C.
Ese último relato, que se incluye en el Libro del profeta Jeremías, posiblemente proviene de algún documento oficial del exilio y presenta una figura realista y probable de lo sucedido. La importancia de esos 832 ciudadanos de la ciudad, deportados a Babilonia al caer la ciudad de Jerusalén, no puede ser subestimada. En ese grupo se encontraban los líderes nacionales: comerciantes, religiosos, militares y políticos. Eran figuras de importancia pública, que al faltar en la vida y la administración pública produjeron caos en el establecimiento del orden y en la reorganización de la ciudad.
El período exílico culmina con el famoso edicto de Ciro (2 Cr 36:22-23; Esd 1:1-4), que permite a los judíos regresar a sus tierras y reedificar el Templo de Jerusalén. Las referencias bíblicas al evento ponen de manifiesto la política exterior del imperio persa. Este edicto se ejecuta con la victoria de Ciro sobre el imperio babilónico en el año 539 a.C.
Aunque se hace difícil describir en detalle lo sucedido en Judá luego del año 597 a.C., y particularmente en Jerusalén después del 587 a.C., el testimonio bíblico coincide con la arqueología en que fueron momentos de destrucción total. Todo el andamiaje económico, político, social y religioso sucumbió. La estructura administrativa de operación regular de la ciudad y la sociedad fue destruida. El liderazgo del pueblo fue deportado y los ciudadanos que quedaron tuvieron que enfrentarse al desorden, a las ruinas, a la desesperanza y a las consecuencias físicas y emocionales de tales catástrofes. A esto debemos añadir el ambiente sicológico de derrota, la ruptura de las aspiraciones, la eliminación de los sueños, el desgaste de la energía síquica para la lucha y la obstrucción del futuro.
Los deportados y la gente que quedó en Jerusalén y Judá enfrentaban un gran conflicto y dilema, luego de la invasión de Babilonia. ¿Cómo se podían reconciliar las expectativas teológicas del pueblo con la realidad existencial? ¿Cómo se podía confiar en la palabra fiel comunicada por los antiguos profetas de Israel? ¿Cómo se explicaba teológicamente que el Templo de Jerusalén fuera quemado, destruido y profanado, cuando el pueblo lo entendía como habitación del Señor y lugar de oración, refugio y seguridad? (2 R 8:10-13) ¿Cómo se explicaba la ruptura de la dinastía de David, cuando ya había una profecía de eternidad y los salmos comunicaban la relación paterno filial de Dios con el rey? (Sal 2:6) ¿Cómo se entendía que el canal para la bendición de Dios al pueblo era a través del rey? (Sal 72:6) ¿Cómo se explicaba que «la tierra prometida» estuviera en manos extranjeras, cuando ese tema fue crucial y determinante en los relatos patriarcales?
Lo que sucedió en Palestina a comienzos del siglo VI a.C. consistió en eventos singulares. La historia se caracterizó por el dominio de Babilonia y la deportación de los líderes del pueblo al exilio; el cambio de la dinastía davídica por títeres de la potencia extranjera; la reorganización de la sociedad con los patrones e intereses babilónicos; el fin de los días de Judá como nación autónoma; y la profanación del Templo de Jerusalén.
La segunda parte de Libro de Isaías (Is 40—55) responde a esa situación histórica extraordinaria del pueblo. Ante el dolor del exilio y el cautiverio en Babilonia, el Libro de Isaías presenta su mensaje firme de consolación y restauración nacional.
LAS DEPORTACIONES
Los judíos que llegaron al exilio en Babilonia fueron objeto de presiones y humillaciones de parte de sus captores (véase Sal 137). Sin embargo, aunque no eran libres, se les permitió vivir en comunidad, dedicarse a la agricultura, administrar negocios, construir casas y ganarse la vida de diversas formas (véase Jer 29). El rey Joaquín, quien fue llevado al exilio en el año 598 a.C., fue mantenido por el gobierno babilónico y, además, era tratado con cierta consideración. Con el paso del tiempo, muchos exiliados llegaron a ocupar posiciones de liderato político, económico y social en Babilonia