Querría que meditáramos las enseñanzas de esta parábola, desde el punto de vista que nos interesa ahora. La tradición ha visto, en este relato, una imagen del destino del pueblo elegido por Dios; y nos ha señalado principalmente cómo, a tanto amor por parte del Señor, correspondemos los hombres con infidelidad, con falta de agradecimiento.
Concretamente pretendo detenerme en ese se ausentó a un país lejano. Enseguida llego a la conclusión de que los cristianos no debemos abandonar esta viña, en la que nos ha metido el Señor. Hemos de emplear nuestras fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si nos dejáramos arrastrar por la comodidad, sería como contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años son para mí, no para Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña.
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El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora[23].
Dejadme que insista: ¿tu tiempo para ti? ¡Tu tiempo para Dios! Puede ser que, por la misericordia del Señor, ese egoísmo no haya entrado en tu alma de momento. Te hablo, por si alguna vez sientes que tu corazón vacila en la fe de Cristo. Entonces te pido —te pide Dios— fidelidad en tu empeño, dominar la soberbia, sujetar la imaginación, no permitirte la ligereza de irte lejos, no desertar.
Les sobraba toda la jornada, a aquellos jornaleros que estaban en medio de la plaza; quería matar las horas, el que escondió el talento en el suelo; se va a otra parte, el que debía ocuparse de la viña. Todos coinciden en una insensibilidad, ante la gran tarea que a cada uno de los cristianos ha sido encomendada por el Maestro: la de considerarnos y la de portarnos como instrumentos suyos, para corredimir con Él; la de consumir nuestra vida entera, en ese sacrificio gozoso de entregarnos por el bien de las almas.
La higuera estéril
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También es San Mateo el que nos cuenta que Jesús volvía de Betania con hambre [24]. A mí me conmueve siempre Cristo, y particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios, para enseñarnos a aprovechar hasta nuestra indigencia y nuestras naturales debilidades personales, con el fin de ofrecernos enteramente —tal como somos— al Padre, que acepta gustoso ese holocausto.
Tenía hambre. ¡El Hacedor del universo, el Señor de todas las cosas padece hambre! ¡Señor, te agradezco que —por inspiración divina— el escritor sagrado haya dejado ese rastro en este pasaje, con un detalle que me obliga a amarte más, que me anima a desear vivamente la contemplación de tu Humanidad Santísima! Perfectus Deus, perfectus homo[25], perfecto Dios, y perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo.
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Jesús había trabajado mucho la víspera y, al emprender el camino, sintió hambre. Movido por esta necesidad se dirige a aquella higuera que, allá distante, presenta un follaje espléndido. Nos relata San Marcos que no era tiempo de higos [26]; pero Nuestro Señor se acerca a tomarlos, sabiendo muy bien que en esa estación no los encontraría. Sin embargo, al comprobar la esterilidad del árbol con aquella apariencia de fecundidad, con aquella abundancia de hojas, ordena: nunca jamás coma ya nadie fruto de ti [27].
¡Es fuerte, sí! ¡Nunca jamás nazca de ti fruto! ¡Cómo se quedarían sus discípulos, más si consideraban que hablaba la Sabiduría de Dios! Jesús maldice este árbol, porque ha hallado solamente apariencia de fecundidad, follaje. Así aprendemos que no hay excusa para la ineficacia. Quizá dicen: no tengo conocimientos suficientes... ¡No hay excusa! O afirman: es que la enfermedad, es que mi talento no es grande, es que no son favorables las condiciones, es que el ambiente... ¡No valen tampoco esas excusas! ¡Ay del que se adorna con la hojarasca de un falso apostolado, del que ostenta la frondosidad de una aparente vida fecunda, sin intentos sinceros de lograr fruto! Parece que aprovecha el tiempo, que se mueve, que organiza, que inventa un modo nuevo de resolver todo... Pero es improductivo. Nadie se alimentará con sus obras sin jugo sobrenatural.
Pidamos al Señor que seamos almas dispuestas a trabajar con heroísmo feraz. Porque no faltan en la tierra muchos, en los que, cuando se acercan las criaturas, descubren solo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Solo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, a pesar de nuestras miserias.
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Os recuerdo de nuevo que nos queda poco tiempo: tempus breve est [28], porque es breve la vida sobre la tierra, y que, teniendo aquellos medios, no necesitamos más que buena voluntad para aprovechar las ocasiones que Dios nos ha concedido. Desde que Nuestro Señor vino a este mundo, se inició la era favorable, el día de la salvación[29], para nosotros y para todos. Que Nuestro Padre Dios no deba dirigirnos el reproche que ya manifestó por boca de Jeremías: en el cielo, la cigüeña conoce su estación; la tórtola, la golondrina y la grulla conocen los plazos de sus migraciones: pero mi pueblo ignora voluntariamente los juicios de Yavé [30].
No existen fechas malas o inoportunas: todos los días son buenos, para servir a Dios. Solo surgen las malas jornadas cuando el hombre las malogra con su ausencia de fe, con su pereza, con su desidia que le inclina a no trabajar con Dios, por Dios. ¡Alabaré al Señor, en cualquier ocasión![31]. El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!
No nos servirá ninguna disculpa. El Señor se ha prodigado con nosotros: nos ha instruido pacientemente; nos ha explicado sus preceptos con parábolas, y nos ha insistido sin descanso. Como a Felipe, puede preguntarnos: hace años que estoy con vosotros, ¿y aún no me habéis conocido? [32]. Ha llegado el momento de trabajar de verdad, de ocupar todos los instantes de la jornada, de soportar —gustosamente y con alegría— el peso del día y del calor [33].
En las cosas del Padre
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Pienso que nos ayudará a terminar mejor estas reflexiones un pasaje del Evangelio de San Lucas, en el capítulo segundo. Cristo es un niño. ¡Qué dolor el de su Madre y el de San José, porque —de vuelta de Jerusalén— no venía entre los parientes y amigos! ¡Y qué alegría la suya, cuando lo distinguen, ya de lejos, adoctrinando a los maestros de Israel! Pero mirad las palabras, duras en apariencia, que salen de la boca del Hijo, al contestar a su Madre: ¿por qué me buscabais?[34].
¿No era razonable que lo buscaran? Las almas que saben lo que es perder a Cristo y encontrarle pueden entender esto... ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?[35]. ¿Acaso no sabíais que yo debo dedicar totalmente mi tiempo a mi Padre celestial?
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Este es el fruto de la oración de hoy: que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra —en todas las circunstancias y en todas las temporadas— es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece solo terrena.
Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi alma ochenta años de gravedad. Le pedía más años a mi Dios —con ingenuidad de principiante, infantil— para saber utilizar el tiempo, para aprender a aprovechar cada minuto, en su servicio. El Señor sabe conceder esas riquezas. Quizá tú y yo llegaremos a poder decir: he entendido más que los ancianos, porque