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Estamos llenando un crucigrama, Arturo y yo, en la recepción del gimnasio. Él porque quiere aprender, como los animalitos de la canción de Cri-crí, y yo por ocioso. “Natural de Nueva Zelanda.
Indígena de los mares de Tasmania”, me pregunta de repente. ¿De cinco letras? Sí, verticales. Pues “maorí”, ¿no?, le digo, y al completar el sector se me queda viendo con el lápiz en la boca, como si yo fuera Albert Einstein. Un día no se aguantó. Oiga don Vito, ¿por qué sabe tantas cosas?, preguntó al detener el vaivén del trapeador. Qué les responde uno, entonces, a los Arturos de la vida. Lo más incómodo es que nunca me quita eso del “don”, aunque le lleve unos cuantos años. Yo no sé cosas, le refunfuñé, “yo sé la vida”. Y la verdad, fue peor.
Y hablando de cosas, éstas no marchan demasiado bien en mi existencia. Dejé de asistir a la Facultad, Pati Maldonado me rehúye, el Estopa tiene parásitos y no se levanta de su camastro. Pero vayamos por partes, como dijo el sabio rey Salomón. Todo tiene su origen, para qué negarlo, en la desintegración de Los Marsellinos. Desintegrándose más, desde luego, deben estar Mario y Silvano comidos por los gusanos y retornando al polvo de la nada. Han pasado ya cuatro meses desde que los balacearon para dejarme en la más cruel orfandad musical. Ya nomás canto en la regadera, como las cuarentonas enamoradas, “soy, la reeeina de los mares” y siento que mi voz se irá en el primer taxi a la mano. ¿Qué le dice entonces uno a su voz en retirada?
Eso me pasó esta mañana al cepillarme los dientes. Hacía las gárgaras de rigor y al escupir aquello descubrí que mi voz escurría por el desagüe. Fui con mamá, que estaba de un humor de perros, y le hice desesperadas señas. Que viniera al lavabo, que atajara mi voz, que me salvara. Y ella, “¡qué tienes, Vito!”, porque debe conocer muy bien los síntomas de un paro cardiaco. Le señalaba mi garganta, mi lengua, el flujo del agua. “¡Qué, qué! ¿te tragaste el tapón del caño? ¡JesúsMaríayJosé!” Y yo como mimo en la zozobra. ¡Mi voz, jefa!, solté con la risotada. ¡Se fue por el bújero!
Es una forma práctica de averiguar si uno es querido, aunque mamá odia oírme diciendo esas corrientadas. Jefa, bújero, quéondaqueonda. Y como no tiene el recurso de la madrecita estándar, “ay, si tu padre te escuchara”, la abrazo muy querendón, le aprieto la cintura, le doy un besote en la nuca y la dejo, la verdad, turulata y que si lista para el diván. Debías de buscarte un galancín garañón, le digo entonces, porque la jefa, sea dicho con todo respeto —¡oh, mister Eddie Poe!—, aguanta todavía un zandungazo. Y se lo digo y se sonroja. Que si no seré mandado, pero ella lo sabe. Y se lo pierde, como le dijo la tía Cuca la otra noche en que se tequileaban dizque recordando al tío Joaquín: “Tienes tus telerotas, hermana, ¡pero como de estuata municipal!... pura mirancia y na nay de agarrancia”. Y las carcajadas que llegaban hasta la calle.
Así es mi tí Cuca a la hora del tequila: se transforma en Mistress Hyde. Una destrampada que no perdona estuatas ni pudores. Sí, estuatas, estuatas. ¿Nunca las has visto, digo, a las dos así de simples cuando pierden la chaveta? Tienes razón. Qué vulgares, ¿verdad?
Pero están pendientes aún los tres asuntos que me carcomen el alma: mi novia que se hace la ausente, la Facultad de Arquitectura a la que ya no voy desde hace tres semanas y mi perro enfermo de lombrices.
Lo de la Facultad es lo que más me duele porque, ya lo debes suponer, qué futuro tendré si abandono mis estudios universitarios. Ni modo que me fosilice como administrador de este gimnasio, entregando jaboncitos, llevando las cuentas del primer turno, soportando los puñetazos cuando no llega el sparring de mi categoría, que es welter. Como dice el manager que entrena a los pupilos en el anexo, “Vito, no sirves para tirar, pero qué bien resistes”. Alguna vez imaginó que podría hacer de mi un campeón, como hizo con el “Alacrán” Torres allá por 1970, pero la verdad es que yo no sirvo para ablandar. Siempre busco el izquierdazo a la mandíbula, noquearlos y sanseacabó. Además que no me gusta que me toquen la cara, la protejo demasiado y eso me quita eficacia. Le tiro al bulto cuando ya no está. Vamos, por decirlo con más claridad, soy igual a un punching-bag con patas.
Que por qué me protejo la cara. Mírame nomás. Quizá no sea el rostro más hermoso de la colonia Juárez, pero me defiendo. ¿Por qué crees que cayó la Patita Maldonado? Mala donna, ¿me la dona la Maldonalds? Bueno, claro, además del rollo aquel que le tiré, su persona ha herido mi alma, le dije aquella vez en Chiandonni, pero es una herida que llevaré con amor hasta el último de mis días. ¿Te acuerdas? Y la muy romántica, cayó. Cacayó.
Entonces ni como administrador del gimnasio ni como sparring ni como arquitecto. La verdad es que no veo resuelta mi vida. Y no es que llevara demasiado mal la carrera, pero me aburría tanto. Me aburría la idea de verme lidiando con albañiles, ofreciendo proyectos, completando planos en el Despacho del Arquitecto Remigio Ballesté y Sánchez de los Monteros & Asociados, ya sabes, mientras más nombre más culeros. Como que yo nací para otra cosa, como dijo mi abuela antes de quedar loca. ¿Nunca te lo había contado?
La historia de mi abuela es un misterio. Una leyenda, una epopeya, una novelita rosa con ribetes proletarios. No, no me estoy burlando; lo que pasa es que mamá odia hablar de todo eso. Mamá odia el pretérito, ésa es la verdad. Bueno, el caso es que mi abuela, antes de quedar totalmente gagá, predijo algo que todos se creyeron: que yo nací para algo importante. Cuentan que me alzó al cielo, porque estaba medio fornida, y jugueteando como si me ofreciera al sol, pronunció mientras clavaba sus ojos en los míos, “Vito, criatura santa, tú naciste para algo grande”. De esas frases suyas quedaron algunas más regadas en la memoria de la familia, como aquélla del “Vivere parvo” que citaba siempre, ya cuando loca, en la casa donde murió de amor. ¿Está claro?
Bien. El segundo punto de mi atribulado desasosiego, el distanciamiento de Patricia Maldonado, no merece mayor comentario. En parte tiene razón la hermosa raposa. ¿Qué futuro tendría a mi lado? Ni modo que la instale como afanadora en el Gimnasio Menchaca donde me desempeño como Gerente Administrador. Mucho amor y pocos centavos, ¿sabes a qué me suena? En lo que no íbamos tan mal era en la cantada con Los Marsellinos; había noches en que nos llevábamos hasta mil pesos, más las propinas, pero llegó la noche funesta aquélla, y del trío quedé nomás yo.
No sé. A lo mejor la fermosa dama de mis anhelos tomó a mal las suplicantes palabras que al oído le murmuré una noche de luna trémula. Sí, mucho me temo que esa sea la razón de fondo, porque hay modos y hay modos de solicitar el cúchuro a una moza de nobles sentimientos, sobre todo cuando le habéis reventado el brasier en el último asiento del cine mientras le murmurábais, con acento apasionado, ay, Maldonalds, vámonos ya al cinq-letrres donde te voy a contar una historia de amor, tú que me encontraste en un negro camino, como un peregrino sin rumbo ni fe. Y ella, en febril respuesta, mientras se anudaba el tirante de la prenda, me responde con abnegación: mejor vamos a ver la película. Se está poniendo interesante. Y luego: la angustia de Kierkegaard, el desamparo de José Alfredo, la distancia de Magallanes. Y del cuchuflax, ni hablar. Nada, nada y más nada.
En cuanto a mi fiel mascota, el temible Estopa, qué decir. Permanece todo el día tumbado en su camastro, casi no prueba alimento, casi no gruñe, casi no es perro. Hoy por la mañana lo pesé en la báscula de la tía Cuca. Ha perdido cuerpo: ya sólo registra cuatro kilos y medio. ¡Qué sería de mí si viera desvanecerse su figura, que me da protección y gozo? No lo quiero ni pensar... Son los oxiuros, dijo el veterinario, y Santa Penicilina debe obrar el milagro para que el vivaracho can vuelva a ser lo que fue, me llene el espíritu de sosiego y no caiga más en estas negras hoquedades.
“Droga, brebaje, medicamento mezclado. Poción preparada también en la cosmetología”, me plantea el buen Arturo, mi escudero en el gimnasio. ¿De cuántas letras?, le pregunto, y él cuenta, uno por uno, los casilleros del crucigrama. “Siete, horizontales, comienza con M”. ¿Con eme?, repito... pues “mejunje”, ¿no? Y el buen Arturo, de nueva cuenta, alza la vista y me ofrece sus ojos admirados. Sí, don Vito: mejunje.