La muerte de la bailarina. Gustavo Adolfo González Rodríguez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gustavo Adolfo González Rodríguez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560014207
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don Domingo.

      –Esa me la creo menos todavía –sigue contradiciéndolo don Enrique–. Yo digo que este fue un crimen por encargo.

      –Eso nunca se va a aclarar –le responden casi a coro los demás contertulios.

      –No te cleo, le dijo el chino al piano –acota don Domingo.

      –Dicen que dos días antes de la muerte de la bailarina anduvo por La Esperanza un tipo muy sospechoso –vuelve a la carga don Enrique.

      –¿Y quién lo dice? –pregunta alguien.

      –Lo escuchó don Luis en su negocio.

      –¿Pero quién era el tipo sospechoso? ¿Quién dice que lo vio?

      –insiste don Desiderio.

      –Se cuenta el milagro, pero no el santo –señala don Enrique, encogiéndose de hombro.

      –Yo escuché que apareció en esos días un hombre con aspecto de facineroso, que nadie había visto antes por el pueblo, pero que no rondaba La Esperanza, sino la pensión de doña Eufrasia –relata don Domingo.

      –Está buena la pichanga, ¿pedimos otra? –consulta don Lisandro.

      –Bueno –asiente don Rodolfo–, y también otra botellita, ¿seguimos con el Santa Emiliana?

       Mucho antes

      Ya tiene catorce años y va en el tercer año de la secundaria. Los negocios de su padre marchan bien, aunque él bebe demasiado. Cuando llega a casa borracho, generalmente los sábados de noche, es más agresivo verbalmente con su mujer, que sumisa le sirve la cena y no le contradice en nada. Pero él insiste en esos desplantes autoritarios como si el hecho de reafirmar su condición de jefe de familia, de proveedor y patriarca hogareño fuera un recurso para disimular la borrachera o, si se quiere, proclamar que tiene derecho a emborracharse todas las veces que le venga en gana.

      Los tratos de compra y venta de ganado van tan prósperos que su padre decidió invertir en ampliar la casa. Hizo construir un segundo piso con cuatro dormitorios: uno para el hijo mayor, un segundo cuarto para los otros dos hijos varones y dos dormitorios aparte para las niñas. Su hermana menor tiene un cuarto más pequeño, mientras que ella, en su nuevo dormitorio, tiene espacio para un escritorio donde puede hacer sus tareas escolares y estudiar en paz para que llegue a ser, le recalca su padre, una gran abogada o una famosa doctora.

      «Soy enérgico porque es la única forma de que ustedes lleguen a ser algo en la vida», les suele recitar a sus hijos. A veces cuando llega bebido les lanza ese discurso con aires de amenaza e incluso con castigos físicos. Un viernes golpeó a su hijo mayor porque en su libreta de notas trimestrales apareció con calificaciones deficientes en dos asignaturas.

      A ella también la golpeó, pero fue hace dos años, cuando se peleó con su hermana menor a propósito de una revista de historietas y esta, en desquite, corrió a acusarla con su padre porque estuvo bailando otra vez con el Evaristo. «¿Es verdad? –la interrogó él–. Mírame a la cara cuando te hablo, ¿es verdad?». «Sí, pero fue apenas un ratito», se defendió. «¡Ni un ratito ni nada!». Se sacó el grueso cinturón de cuero para darle azotes una y otra vez en las pantorrillas, mientras gritaba enardecido que se merecía ese castigo, que así aprendería a no mover las piernas con cualquiera. Esa misma noche fue a verla, ya acostada. La abrazó y la besó en la frente. «No me haga rabiar, mi niña, no me haga rabiar».

       Ahora

      El juez Correa revisa una vez más el expediente. Es una carpeta con pocas hojas. La primera es la copia del certificado de nacimiento, donde consta que hace cuarenta y tres años llegó a este mundo Laura Candelaria Vega Corrales, hija de Amílcar Vega y Candelaria Corrales. Otras fotocopias, un tanto borrosas, conseguidas diligentemente por el cabo Carrasco, reproducen parte de la libreta de familia para establecer que fue la tercera de cinco hermanos, detrás de Amílcar Luis y Carlos Alberto, y antes de Roberto Alfonso y Angelita María, a quien le llevaba cinco años de ventaja.

      El juez Correa relee asimismo el certificado de defunción, donde se detalla que Laura Candelaria era soltera, sin hijos. Allí consta como presunta causa de muerte un paro cardiorrespiratorio, provocado supuestamente por una ingesta excesiva de alcohol y asociado a una cirrosis hepática avanzada. Así lo escribió el joven doctor Zúñiga, quien se declaró incompetente para realizar una autopsia. Este doctorcito, piensa el juez, que con su incompetencia me dejó este embrollo lleno de presunciones. Esta misma mañana le informaron que el joven médico ya no está en el pueblo, que terminó su internado y ayer regresó a la capital. Mejor que se haya ido, reflexiona el magistrado y recuerda que fueron dos días de espera inútil de un médico legista que abriera el cadáver.

      Finalmente el juez Correa dio la autorización para el funeral, aunque quedó flotando en los corrillos del pueblo una autopsia que nunca se hizo. Permitió la sepultación atendiendo los ruegos de doña Eufrasia, quien le insistió que su pensionista murió de pena, que no había más vueltas que darle al asunto. Y, claro, doña Eufrasia tenía un cierto derecho a solicitar que no se atrasara el entierro.

      –Señor juez, yo pagué de mi bolsillo el ataúd, modesto, pero digno al fin, porque yo quería mucho a la pobrecita, que vivió y murió tan sola en este pueblo. Y además, usted comprenderá que ya necesito sacar el cadáver del living de la pensión, antes que los demás alojados se empiecen a enojar.

      El expediente se completa con las declaraciones de la propia dueña de la pensión, del cabo Carrasco y de Nicolás Kaforis, dueño único y administrador del cabaret Noches de París, quien dejó constancia de que Laura Vega Corrales prestó servicios como artista en su local durante doce meses según un contrato de palabra, que él honró puntualmente pagándole cada mes con un cheque al portador. Esto fue corroborado, en otra declaración, por Ramiro Durán, cajero de la sucursal local del Banco del Estado, donde la occisa, en efecto, cambiaba regularmente el cheque de su salario.

      Cierra la carpeta del expediente y la devuelve a su anaquel. Este día no hay audiencias que atender y recuerda que tiene pendiente desde la semana anterior una conversación con don Pelayo Eguiguren, quien lo viene sondeando para que sea candidato a regidor en las elecciones municipales del año próximo, una vez que se jubile en el Poder Judicial. Le ordena entonces a su ayudante que lo lleve en la camioneta del Juzgado hasta el fundo La Esperanza.

      El latifundista lo trata de magistrado, no de señor juez como el resto de la gente. Cree sentirse honrado con ese tratamiento, pero a veces duda, según el tono que emplee don Pelayo.

      –Usted sabe, magistrado, que las cosas se están poniendo complicadas en el campo. Muchos campesinos ya no quieren ser medieros y se están organizando en sindicatos para reclamar tierras, porque dicen que habrá una reforma agraria. No falta el que escucha noticias en la radio o lee periódicos que circulan por ahí y se enteran que hasta el gobierno gringo quiere cambios. Y qué decir de los curas, incluso este padre Jacques, un viejo que parece tan manso. Menos mal que está por irse. Cuentan que quiere pasar a retiro y volverse a Bélgica.

      El juez Correa lo escucha mientras comparten un whisky como aperitivo.

      –No sé si usted lo habrá advertido, magistrado, pero de vez en cuando aparecen agitadores por los pueblos y caseríos. Muchas veces fingen ser vendedores de telas o de enciclopedias, pero también andan con sus revistas que hablan de Cuba y otras patrañas. Figúrese usted que mi padre donó el primer terreno aquí para una escuelita rural donde los lugareños aprendieron a leer y a escribir, ¿y de qué les sirven ahora esos conocimientos? Nada menos que para dejarse envenenar por esa propaganda.

      El juez acota discretamente que se necesitan algunos cambios, que los campesinos quieren honestamente progresar.

      –Cierto, magistrado, de eso se trata –lo interrumpe don Pelayo–, de progresar honestamente entre todos, no de lanzar por la borda lo que hemos construido con años y años de esfuerzo, sin caer en la