—Razón tendrías en lo que has dicho, ¡oh Tirsi! —replicó Elicio—, cuando mis deseos se desviaran del camino que a su honra y honestidad conviene; pero si van tan medidos como a su valor y crédito se debe, ¿de qué sirve tanto desdén, tan amargas y desabridas respuestas, y tan a la clara esconder el rostro al que tiene puesta toda su gloria en sólo verle?
—¡Ay, Tirsi, Tirsi! —respondió Elicio—, y cómo te debe tener el amor puesto en lo alto de sus contentos, pues con tan sosegado espíritu hablas de sus efectos. No sé yo cómo viene bien lo que tú agora dices con lo que un tiempo decías cuando cantabas:
«¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo
al deseo más pobre y encogido!»;
con lo demás que a esto añadiste.
Hasta este punto había estado callando Erastro, mirando lo que entre los pastores pasaba, admirado de ver su gentil donaire y apostura, con las muestras que cada uno daba de la mucha discreción que tenía. Pero, viendo que, de lance en lance, a razonar de casos de amor se habían reducido, como aquél que tan experimentado en ellos estaba, rompió el silencio y dijo:
—Bien creo, discretos pastores, que la larga experiencia os habrá mostrado que no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios accidentes están subjetos. Y así, tú, famoso Tirsi, no tienes de qué maravillarte de lo que Elicio ha dicho, ni él tampoco de lo que tú dices, ni traer por ejemplo aquello que él dice que cantabas; ni menos lo que yo sé que cantaste cuando dijiste:
«La amarillez y la flaqueza mía»;
donde claramente mostrabas el afligido estado que entonces poseías; porque de allí a poco llegaron a nuestras cabañas las nuevas de tu contento, solemnizadas en aquellos versos tan nombrados tuyos, que si mal no me acuerdo comenzaban:
«Sale el aurora y de su fértil manto»;
por do claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos, y cómo con ellos suele mudar amor los estados, haciendo que hoy se ría el que ayer lloraba y que mañana llore el que hoy ríe. Y, por tener yo tan conocida esta su condición, no puede la aspereza y desdén zahareño de Galatea acabar de derribar mis esperanzas, puesto que yo no espero della otra cosa si no es que se contente de que yo la quiera.
—El que no esperase buen suceso de un tan enamorado y medido deseo como el que has mostrado, ¡oh pastor! —respondió Damón—, renombre más que de desesperado merescía. Por cierto que es gran cosa la que de Galatea pretendes. Pero dime, pastor, así ella te la conceda: ¿es posible que tan a regla tienes tu deseo, que no se adelanta a desear más de lo que has dicho?
—Bien puedes creerle, amigo Damón —dijo Elicio—, porque el valor de Galatea no da lugar a que della otra cosa se desee ni se espere; y aun ésta es tan difícil de obtenerse, que a veces a Erastro se entibia la esperanza y a mí se enfría, de manera que él tiene por cierto, y yo por averiguado, que primero ha de llegar la muer te que el cumplimiento della. Mas, porque no es razón rescebir tan honrados huéspedes con los amargos cuentos de nuestras miserias, quéde[n]se ellas aquí y recojámonos al aldea, donde descansaréis del pesado trabajo del camino, y con más sosiego, si dello gustáredes, entenderéis el desasosiego nuestro.
Holgaron todos de acomodarse a la voluntad de Elicio, el cual y Erastro, recogiendo sus ganados, puesto que era algunas horas antes de lo acostumbrado, en compañía de los dos pastores, hablando en diversas cosas, aunque todas enamoradas, hacia el aldea se encaminaron. Mas, como todo el pasatiempo de Erastro era tañer y cantar, así por esto como por el deseo que tenía de saber si los dos nuevos pastores lo hacían tan bien como dellos se sonaba, por moverlos y convidarlos a que otro tanto hiciesen, rogó a Elicio que su rabel tocase, al son del cual así comenzó a cantar:
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