Si trasladamos esto al sufrimiento ocasionado por Covid-19, junto a los síntomas del propios de la enfermedad, algunas de las consecuencias de esta pandemia han sido: aislamiento, consecuentemente soledad, de pronto nos encontramos sin visitas, sin familias, cuando nos despedíamos no sabíamos si nos íbamos a volver a ver. Un distanciamiento que implicó no vernos el rostro, sin tocarnos, alejados y con miedo de los demás, separados de los seres queridos con los que teníamos contacto físico y emocional, sin sus risas, sin abrazos ni caricias, sin charlas, sin caminar las calles del barrio o sin poder compartir un café. Junto a ello, incertidumbre, malestar, incomodidad, etc. En condiciones normales, el ser humano toma los elementos del pasado y del presente; pero hace planes, está inserto en el mundo, y quiere vivirlo, cambiarlo, amarlo. La pandemia, en cambio trajo pesimismo por no poder predecir el futuro. Simultáneamente, se nos hizo más cercana la presencia de la muerte, vimos cómo las personas que nosotros queremos ya no se encontraban acompañadas del mismo modo como nosotros amamos a nuestros familiares, sino que estaban acompañadas por otros, por extraños. Incluso en los casos trágicos, han sufrido y muerto acompañados por “otros”. No podíamos movernos naturalmente en el mundo humano que conocimos y habitamos.
2. Necesidad de buscar un sentido al sufrimiento
El sufrimiento engloba todas las dimensiones del ser humano. Por ello, desde un enfoque respetuoso de la persona, la búsqueda de soluciones en estos ámbitos adversos no debe estar centrada en “el dolor”, en cuanto “una cosa” a tratar o superar, sino que tiene que enfocarse sobre todo en “el sufriente” como “una persona” a consolar y acompañar. La persona debe ser el eje de esta reflexión.
El alivio del dolor y del sufrimiento se encuentran entre los deberes más antiguos del médico y entre los fines más tradicionales de la medicina. Aunque se conocen métodos farmacológicos eficaces para mitigar el dolor, el sufrimiento emocional, que acompaña en ocasiones a la enfermedad, en general no suele detectarse ni tratarse de forma adecuada. “¿Por qué estoy enfermo?”, “¿por qué he de morir?”, “¿qué sentido tiene mi sufrimiento?”, son preguntas para las cuales la medicina como tal no tiene respuestas porque no pertenecen a su esfera epistemológica. La aparición de las preguntas filosóficas en confrontación al mundo de las ciencias naturales hace surgir la pregunta por el sentido de las cosas.1
En su Carta Apostólica Salvifici Doloris Juan Pablo II (1984) reconoce que el sufrimiento es “un tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía” (p. 2) hasta el punto de admitir que éste “parece ser particularmente esencial a la naturaleza humana” (p. 3). Lo que expresamos con la palabra «sufrimiento» es tan insondable como el ser humano mismo, precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre y la mujer. El ser humano en su sufrimiento es un misterio inagotable y nos despierta respeto, compasión y también, de alguna manera, nos atemoriza.
Juan Pablo II (1984) también separa el sufrimiento físico (cuando duele el cuerpo) del sufrimiento moral.2 Inmediatamente afirma que “el hombre sufre cuando experimenta cualquier mal” (p. 7), considerándolo como un conjunto psicofísico:
Esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado por una «actividad» específica. Ésta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada «actividad» de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su específica sensibilidad (p. 7).
Además de la unidad psicofísica, hay un destino de comunión en el dolor:
Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso. Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de diversos flagelos sociales (p. 8).
En las situaciones de epidemia se hace presente muchas veces una solidaridad en el sufrir, una especie de padecimiento que se comparte comunitariamente.
Si nos adentramos en la pregunta acerca del porqué del sufrimiento, una primera aproximación, antes de un tratamiento filosófico en particular, puede vislumbrarse en cierta medida en los poetas. En el Libro de la Peregrinación (Das Buch von der Pilgerschaft) el novelista austríaco Rainer Maria Rilke (2016), dice que Dios habla a cada uno antes de crearlo: “Deja que te suceda lo bello y lo terrible. Sólo hay que andar: ningún sentimiento es remoto. No dejes que te aparten de mi lado. Cercana está la tierra, a la que llaman vida” (p. 17). En esa poesía no nos dice cómo sufrir, solamente dice que no despreciemos ningún sufrimiento. En última instancia, se trata de buscar un “sentido” al sufrimiento. “Sentido” se puede entender de diversas maneras: como justificación, como comprensión y como dirección u orientación. El poeta chileno Raúl Zurita (2000) en su Libro: “Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio”, afirma:
El problema humano por antonomasia es el sufrimiento. La felicidad podemos entenderla, en cierto sentido parece que nos fuese debida. Pero el dolor es a menudo incomprensible. Sin embargo, el sufrimiento es exactamente lo que nos da la magnitud de la existencia, nuestro consentimiento a ella, nuestra afirmación permanente. Si uno se queda en el silencio puede escuchar el sonido de su propia respiración; si se queda más en silencio aún puede oír incluso los latidos de su corazón. Pero si oye bien ese latido verá que él repite un sí. Es un sí-sí-sí-sí. En cada segundo de la vida optamos por vivir (p. 121).
El estado de sufrimiento nos hace oír ese “sí” a la vida, es el megáfono que hace que escuchemos esa afirmación en toda su potencia. Y esto es así porque cuando uno sufre, la posibilidad de decir “no”, de rendirse, se hace presente con todo su vértigo liberador. El decir “no” también es una forma de respuesta al sufrimiento, pero en el fondo sigue latiendo un “sí” como búsqueda de superación.
El sufrimiento debe ser trascendido y servir para la reconstrucción del bien en el sujeto. Un dolor que hasta un determinado momento era turbulento o vicioso, puede pasar a ser provechoso e higiénico. Pero el dolor negativo se transforma en positivo, no apelando al sentido del dolor, sino al sentido de la existencia. Esto puede ser muy conceptual para el momento trágico que vive la humanidad, pero debemos entender el sentido del sufrimiento para comprender qué le ocurre al prójimo que está sentado a nuestro lado. Incluso, desde el punto de vista orgánico, el dolor es una defensa contra un daño actual o potencial, así como tiene un rol de resguardo del desequilibrio homeostático. Este análisis experimental fisiológico accede a la dimensión más extrínseca del dolor. En un aspecto más radical, el dolor es ante todo un hecho en el acontecer vital de una intimidad, en cuanto interioridad consciente y corpórea, y esta intimidad consciente es inaccesible a la ciencia médica.
El conocimiento fisiológico que hoy tenemos del dolor es solo para calmarlo. Hay multiplicidad de tratamientos farmacológicos, pero ello nos deja solo en la periferia del dolor. Es necesario ver cómo la persona lo experimenta en su inmanencia.
1 En un estudio sobre los objetivos globales de la medicina, realizado por el Hasting Center, conocido centro pionero en Bioética, se insistió en el alivio del dolor y del sufrimiento causado por el malestar como una de las justificaciones de la existencia de las profesiones de la salud. (Lugo, 2010, p. 218).