A las ocho solía bajar el señor Dabadie, jefe de estación, y entonces el jefe segundo iba a presentarle su informe. Dabadie era un hombre guapo y muy moreno; vestía bien y ostentaba modales de gran negociante. Ordinariamente, desatendía la estación de viajeros, dedicando su atención al inmenso movimiento de mercancías, que le permitía sostener constantes relaciones con el gran comercio y, en cierto modo, con el mundo entero. Aquel día se retrasaba, y dos veces había Roubaud abierto la puerta del despacho sin encontrarlo allí. Sobre la mesa esperaba el correo, cerrado aún. Los ojos del jefe segundo se fijaron en un telegrama que aparecía entre las cartas y, como si estuviese fascinado, ya no se alejó de la puerta, lanzando rápidas miradas hacia la mesa.
Por fin, a las ocho y diez, se presentó el señor Dabadie. Roubaud, que se había sentado, esperó silencioso para darle tiempo a que abriera el telegrama. Pero Dabadie no tenía prisa; deseaba, sobre todo, mostrarse amable hacia su subordinado, al que estimaba.
—¿Y qué, en París, todo ha marchado bien, por supuesto? —Sí, señor, muchas gracias.
El jefe había abierto al fin el despacho, pero no leía todavía la correspondencia; continuaba charlando sonriente con Roubaud, quien sentía que su voz se hacía ronca con el violento esfuerzo que le costaba dominar una contracción nerviosa de la barbilla.
—Nos causa gran placer tenerlo con nosotros —prosiguió el señor Dabadie.
—Y yo, por mi parte, me siento muy contento de seguir al lado de usted —respondió Roubaud.
Y como el señor Dabadie se disponía a recorrer con la vista el telegrama, Roubaud le observó inquieto, con el rostro húmedo de sudor. Pero la emoción que esperaba no se produjo: el jefe terminó tranquilo la lectura del despacho y luego lo dejó sobre la mesa; evidentemente no se trataba más que de un simple detalle del servicio. En seguida continuó abriendo el correo, al tiempo que el segundo jefe, como de costumbre, le daba parte verbal de los acontecimientos de la noche y la mañana; pero esta vez Roubaud tuvo que buscar en su memoria antes de acordarse de lo que le había dicho su colega a propósito de los vagabundos sorprendidos en el depósito de equipajes. Se cambiaron algunas palabras más, y el jefe lo estaba despidiendo con un ademán, cuando entraron los dos jefes adjuntos, el de los almacenes y el del transporte de mercancías, para presentar sus informes. Roubaud vio que traían otro telegrama, que un empleado acaba de entregarles en el andén.
—Puede usted retirarse —dijo el señor Dabadie, viendo que Roubaud se detenía en la puerta.
Pero el jefe segundo no se fue hasta que vio caer sobre la mesa aquel pedazo de papel, que fue apartado con el mismo movimiento de indiferencia. Durante algunos instantes, Roubaud erró por el muelle en un estado de perplejidad y de aturdimiento. El cuadrante del reloj marcaba las ocho y treinta y cinco. Ningún tren saldría antes del mixto de las nueve y cincuenta. Roubaud tenía la costumbre de emplear este tiempo en dar una vuelta por la estación. Anduvo durante algunos minutos, sin saber adónde le conducían sus pasos, hasta que, al levantar la cabeza, de pronto se vio ante el coche número 293. Entonces, bruscamente, dio un rodeo y se dirigió hacia el depósito de locomotoras, aunque nada tenía que hacer allí. El sol subía esplendoroso por el horizonte y una lluvia de dorado polvo atravesaba la pálida atmósfera. Ya no gozaba de aquella deliciosa mañana: apretaba el paso, con aire atareado, tratando de dominar la terrible tensión de la espera.
Una voz le detuvo repentinamente.
—¡Señor Roubaud, buenos días! ¿Ha visto usted a mi mujer? Era Pecqueux, el fogonero, un hombre alto, de unos cuarenta
y tres años, flaco de carnes, pero de esqueleto robusto y con un rostro curtido por el fuego y el humo. Sus ojos grises que miraban bajo de una frente aplastada, y su rasgada boca de mandíbula saliente, sonreían constantemente con la sonrisa característica del hombre jaranero.
—¡Cómo! ¡Usted por aquí! —dijo Roubaud y se detuvo asombrado—. ¡Ah! sí, tuvo un accidente de máquina... se me había olvidado. ¿Y no sale usted hasta la noche? ¿Buena ganga, eh? Una licencia de veinticuatro horas.
—Buena ganga —repitió el otro, medio embriagado todavía después de una noche de parranda.
Oriundo de un pueblo vecino de Rouen, había entrado muy joven al servicio de la Compañía en calidad de obrero ajustador. Después, a los treinta años de edad, y cansado del taller, se hizo fogonero, esperando llegar a ser maquinista; entonces fue cuando se casó con Victoria, paisana suya. Pero los años transcurrían y no salía de fogonero: nunca ascendería a maquinista, borracho, sucio y mujeriego como era. Veinte veces le habrían despedido si no hubiese contado con la protección del presidente Grandmorin, y si sus superiores no hubieran acabado por acostumbrarse a sus defectos, que compensaba por su buen humor y su experiencia de antiguo obrero. No era realmente temible, sino cuando se emborrachaba, pues entonces se convertía en una verdadera bestia capaz de cualquier violencia.
—¿Han visto a mi mujer? —preguntó de nuevo, con la insistencia del borracho, con la boca hendida por su enorme sonrisa.
—Sí, la hemos visto —contestó el jefe segundo—. Hasta hemos almorzado en la habitación de ustedes. ¡Ah, tiene una buena mujer Pecqueux! Y hace muy mal en engañarla.
Pecqueux prorrumpió en una risa violenta.
—¡Eso sí que es verdad! —exclamó—. Pero, ¡si es ella la que quiere que me divierta!
Y era verdad. Victoria, dos años mayor que él, y tan gorda que casi no podía moverse, le daba dinero para que gozara fuera de su casa. Nunca ella había sufrido mucho por sus infidelidades, ni por sus continuos excesos, hijos de una necesidad de su naturaleza. Y ahora su vida, por decirlo así, quedaba arreglada: tenía dos mujeres, una en cada extremo de la línea; su mujer en París para las noches que dormía allí, y otra en El Havre para las horas de espera que pasaba entre dos trenes. Victoria, muy económica, gastando poco en sus necesidades, tratándolo maternalmente y sabiéndolo todo, no quería que se pusiese en ridículo con la otra. Hasta le arreglaba la ropa blanca a cada viaje, porque habría sido muy desagradable que la otra la acusara de descuidar a su marido.
—No importa —replicó Roubaud—. De todos modos no está bien. Mi mujer que adora a su nodriza, quiere regañarle a usted.
Pero se calló al ver salir de un cobertizo, junto al cual se hallaban los dos hombres, a una mujer muy seca, Filomena Sauvagnat, hermana del jefe del depósito y, desde hacía ya un año, mujer suplementaria de Pecqueux cuando éste estaba en El Havre. Al parecer, ambos se habían encontrado bajo el cobertizo en el momento en que el fogonero se había adelantado para llamar al jefe segundo. Filomena, todavía joven a pesar de sus treinta y dos años, alta, angulosa, con el pecho hundido y las carnes quemadas por continuos deseos, tenía la cabeza y los ojos chispeantes de una yegua enflaquecida y que relincha de celo. La acusaban de bebedora, y todos los hombres de la estación habían desfilado por la casita, siempre sucia y descuidada, que ocupaba con su hermano junto al depósito de locomotoras. Este hermano, cabezudo auvernés, severo en disciplina, y muy estimado por sus jefes, había tenido serios disgustos a causa de Filomena, hasta el punto de haber sido amenazado con la cesantía. Ahora la toleraban en consideración a él, pero él sólo la conservaba a su lado por espíritu de familia; lo que no le impedía molerla a palos cuando la encontraba con algún hombre. Al juntarse, Filomena y Pecqueux se habían sentido felices: ella, satisfecha, por fin, en los brazos de este endiablado mozo; él, por tener una amante flaca, después de una mujer demasiado gruesa, por lo que repetía, en broma, que ya no necesitaba nada más. Sólo Severina, creyendo que era un deber suyo hacia Victoria, había reñido con Filomena, a la que ya evitaba lo más posible por cierto orgullo de su naturaleza, y había cesado de saludarla.
—¡Bueno! —dijo Filomena en tono insolente—. Hasta luego. Pecqueux. Me voy, porque el señor Roubaud se ve obligado a predicarte la moral, en nombre de su mujer.
Él, bonachón, continuaba riendo.
—Quédate,