Fernando se ha ido a fondo, de la manera más amena del mundo (se echó literalmente un clavado), para detectar y explicar estas peculiaridades del idioma que, si las entendemos y dominamos, nuestras conversaciones, nuestras lecturas, nuestras literaturas y exclamaciones mismas nos convierten en seres más comprensivos y prácticos, más inteligentes. Tanto Fernando como yo estamos convencidos de que saber alburear constituye, entre otras cosas, la habilidad de llevar irremediablemente la sexualidad del mexicano a cuestas… y saberla expresar. Es, como bien lo afirma, “romper las fronteras del pudor” sin explícitamente romperlas, creando una verdadera situación escénica que sólo los (mexicanos) iniciados perciben, entienden, gozan… y están dispuestos a contestar para prolongarla. Hay en el texto de Fernando frases y palabras, explicaciones y meditaciones que, tras su lectura, se adhieren a nuestra mentalidad y nos convencen de, asimismo, lanzarnos a fondo y convertirnos simultáneamente en observadores y en practicantes asiduos de un tipo de lenguaje que abre a la creatividad a todos los hablantes del idioma castellano.
Alberto Dallal
Gracias a Fernando Diez de Urdanivia por haber tenido la inquietud, el interés, el entusiasmo y muy importante el buen humor junto con el minucioso estudio que le dio el conocimiento de lo que es el albur.
Sabemos los albureros que el albur es básicamente un juego, una habilidad, una actitud pícara de apostar jugando con el lenguaje, con las diferentes acepciones de las palabras para, más que atacar, jugar a defenderse de no ser violado, degradado por el rival tratándonos como perro, burro, buey o ignorante. Se trata de divertirse aceptando el reto de jugar o de escuchar a buenos albureros.
En todo el mundo existe el doble sentido en los diferentes idiomas. Sin embargo, no alburean, no conocen ese juego y aquí me voy a referir a nosotros los mexicanos.
Como en cualquier otra actividad, también en el albur hay categorías. Contamos con eruditos, maestros, poetas, intermedios, principiantes e ignorantes cuya falta de conocimiento y recursos echan a perder el juego.
Este libro es el mejor sinodal para calificar la calidad, la categoría de alburero de que se trate.
Difícil resulta que existan mujeres albureras. Difícil, sí, pero como en todo nos están igualando ya existe una que otra, sólo que resulta complicado alburearse mujer contra hombre porque según las reglas no pasaría de la segunda o tercera respuesta, seguramente vendría un “suicidio”.
En este su libro Fernando menciona a Salvador Flores Rivera “Chava Flores”. Me permito mencionarlo nuevamente porque considero, como albureros que somos, que una de sus composiciones, “La Tienda de mi Pueblo”, es un auténtico himno al albur que se recomienda para su estudio, pues es una clase de preparatoria en la educación alburéica.
En síntesis, este libro fantástico que nos ofrece el buen amigo Díez de Urdanivia, se disfruta de principio a fin, se aprende mucho de la cultura popular. Puede seleccionarse el nivel de albur que vaya con el estilo de cada quien, y me atrevo a decir que es un ejercicio mental dinámico y muy divertido.
La verdad, cuando me invitaron a dar mi opinión me la pusieron dura y me agarró el temor de no saber qué poner. Confío que mi larga experiencia de alburero me salvará.
En estas líneas dejo mi agradecimiento al autor y a los lectores que lo disfruten todo entero.
Sergio Corona
Escribir un libro acerca de los albures es una de las mejores coyunturas de mi vida. El proyecto surgió de un breve ensayo sobre las malas palabras, que hice por encargo del Tecnológico de Monterrey. Mi decisión fue inmediata. El avance de las pesquisas me animó a proseguir, porque me di cuenta de que mis pañales en la materia eran de adulto. Los descubrimientos dejaron en claro que el tema podía ser infinito, pero valía la pena el esfuerzo.
Para evitar lo superficial, común denominador de varios de los textos que pude encontrar, me pareció imperioso partir de las remotas características del idioma español que sustentan, como ocurre con otras lenguas, el regodeo parlero de quienes no tomamos la vida muy en serio y a veces movemos la boca para pronunciar impertinencias. En estricta acepción, parlero es el que lleva chismes, pero cabe aquí porque también es parlotear y puede ser alburear. En el siglo XVI, el dramaturgo español Torres Naharro dijo: Falléceme lengua, soy todo parlero.
Busqué la mayor objetividad y me propuse dar valor a un juego pícaro nunca bien visto, pero que en nuestros días oscila entre la devoción de los practicantes y la ludofobia de quienes consideran el albur prueba de bajeza.
Dejemos a los doctos la interpretación metafísica del albur. Puesto que es un juego, caer en explicaciones puede equivaler a practicar el fútbol reflexionando con qué pie vamos a darle al balón.
Jomi García Ascot (1927-1986) manifestó hace tiempo esta válida opinión: “Cada quien tiene su personal frontera de pudor. Y ésta cambia al compás de los vaivenes de la cultura, de las influencias religiosas y sociales, de los conflictos y represiones grupales o personales”.
En las páginas que aquí comienzan se hará lo posible por no externar juicios ligeros; no suscribir opiniones sin base, y sobre todo huir de los doctores en alburología, que es una ciencia todavía sin fundarse. Acepto a los que no estén de acuerdo conmigo, advirtiéndoles que mi deseo es proporcionar informaciones y no favorecer tesis, salvo la que propugna limpieza.
Se me preguntará qué entiendo por aseo y mi respuesta es: el albur constituye parte consciente o accidental de lo que decimos; utiliza términos “indecentes”; quiere vulnerar al prójimo desprevenido; pronuncia las obscenidades necesarias; su esencia está en la oportunidad ingeniosa y no en la ocasión innoble.
Nada de lo que el albur vulnera es de una persona concreta y menos de un sexo determinado. Es pericia abstracta. No conozco, y espero no conocer a quien se le ocurra llevar albures a la práctica.
Con tales premisas, espero que el tema de este libro alcance cierta pulcritud.
¿A qué altura queda el albur?
Con estas páginas no estamos bajando a ningún sótano. Más bien subimos a un edificio donde el albur llena estancias importantes del habla nacional.
Al comenzar mi redacción pensé eludir el albureo, pero no pude negar lo vano de ese afán. Para hablar de chistes y de albures se necesitan ejemplos, al igual que para percibir la música se requiere escucharla. Ojalá que los lectores sepan distinguir entre las publicaciones que sólo coleccionan albures, y ésta que ha buscado remontarse a los orígenes, para cotejar datos del ayer y el hoy en esta expresión talentosa.
No se trata de pisar terrenos pestilentes y adentrarse en los dominios de lo malsonante, sino de conocer una realidad lingüística insoslayable, parte de la mexicanidad. Me propongo hablar de lo que puede ser esencia del albur, e ir un poco más allá de quienes creen que echando albures estudian el albur.
El albur mexicano es una esgrima verbal con la que se pelea sin herir y se vence sin derramar sangre. ¿Queda contento nuestro ego cuando albureamos? ¿Se deteriora el del contrario? Tal vez ni lo uno ni lo otro tenga importancia si ambos combatientes terminan con la satisfacción de haber participado en una lucha que practican los avispados y no los lerdos; en la que puede haber heridos pero no muertos.
Se dice que en México el albur se ha concentrado en el Distrito Federal, y es cierto que florece particularmente en los barrios populares. Pero no se puede dudar que la provincia tiene lo suyo, y hay regiones muy adelantadas en la materia