Agreguemos que su nombre quedó inscrito en uno de los tomos del Pensamiento colombiano del siglo xx (2013);6 allí intenté enfatizar el carácter de un escritor que testimonia la transición en que su generación intelectual estuvo atrapada, transición entendida como modernización por las novedades tecnológicas que se acumularon como señales de un evidente y a la vez pernicioso progreso material, y entendida como modernidad por las mutaciones en la sensibilidad, en los comportamientos privados y públicos, en las concepciones del mundo. Tejada fue relator muy generoso de esos cambios y por eso legó un testimonio de la densidad de aquella trasformación. Precisamente, esos tiempos de trasformación, conocidos como la década de 1920, han tenido su atractivo en las ciencias humanas colombianas. Ya es lejano el desordenado pero atractivo libro de Carlos Uribe Celis Los años veinte en Colombia. Ideología y cultura (1985).7 Muy cerca de la primera edición de mi biografía, apareció el libro de María Tila Uribe Los años escondidos (1994),8 en el que de un modo muy impresionista rescata la génesis de los socialismos y el comunismo en el espacio público de opinión de esa época. A esa preocupación se une el libro de Diego Jaramillo Las huellas del socialismo: los discursos socialistas en Colombia, 1919-1929.9 Asimismo, la monografía del inquieto Isidro Vanegas, que data de 1999,10 se une a otras más recientes, especialmente de la maestría en Historia de la Universidad Nacional (sede Bogotá), que examinan el dinamismo de aquella década de transición. Y, por último, hago referencia al libro de Ricardo Arias Trujillo dedicado al grupo conservador mejor conocido como los Leopardos, quizá el libro que ha hecho la mejor tentativa de reconstitución del paisaje intelectual de ese tiempo.11 Más sugestivo por la perspectiva que presenta, a pesar de la concentración excesiva en el ámbito bogotano, es Tejidos oníricos (2009)12, de Santiago Castro-Gómez.
No me he comprometido con un estado de la cuestión exhaustivo; he querido sugerir, apenas, un panorama de relativa innovación sobre el examen de unos problemas y de una época sobre los que, de un modo u otro, mi estudio biográfico ha hecho algún aporte o en que la figura de Tejada o los intelectuales de su entorno han sido evocados como agentes muy activos de un proceso de transición muy complejo. Aun así, estimo que esa década sigue siendo tratada con superficialidad y sigue atrapada en lugares comunes; y espero que yo no haya contribuido a cimentar ciertas reiteraciones en la definición de esa época.
El cinismo creador
Una de las trasformaciones menos estudiadas tiene que ver con el lenguaje público, algo en que Tejada tuvo intervención importante. Los primeros decenios del siglo xx conocieron, en Colombia, la multiplicación de los agentes sociales y, especialmente, la organización partidista de la cultura popular preparó un ambiente plural de ejercicio de la opinión y de lucha por la conquista de la multitud en las calles; el proselitismo, la publicidad mutaron decisivamente en esos años con la ayuda de varias innovaciones tecnológicas que volvieron vertiginosa la comunicación política. La prosa utilitaria del largo siglo xix, excesivamente concentrada en lo político y en el control de lo privado y de lo público, comenzó a agrietarse con la irrupción, acaso tímida, de las vanguardias estéticas; con la llegada, también tímida, de los nihilismos e irracionalismos que adobaron el imaginario de una juventud intelectual que intentaba zafarse de los paradigmas de la templanza y las buenas maneras. Las incipientes urbes de esos decenios acogieron esa sociabilidad disidente que, en algunos lugares, sacudió la modorra pacata. Pero no nos entusiasmemos, no fue mucho, nada comparable con el ruido, así hubiese sido efímero, de las vanguardias artísticas de otros lugares del continente americano.
En esos decenios iniciales del siglo llegaron la fantasía, las escrituras ociosas, los escándalos de la bohemia. La prosa pretendidamente racional y ordenadora del siglo xix dio lugar a géneros de escritura cuyo único objetivo era modificar el lenguaje mismo, no pretendían cumplir funciones preceptivas. No eran manuales de urbanidad, ni tratados de derecho administrativo, ni memorias médicas, ni ensayos de proselitismo religioso y político (aunque solía confundirse lo uno con lo otro); tampoco eran novelas moralizadoras o difusoras de un proyecto partidista de nación. Nada de eso; más bien, ensoñaciones poéticas, versos asimétricos, fantasías, pensamiento ocioso, reivindicación de la pereza, paradojas. Otra vez advirtamos: no fue mucho de eso, apenas algo que es, de todos modos, significativo; y allí está inscrito el pequeño filósofo, autodenominación feliz del propio Tejada.
La brevedad lo devoró. Luis Tejada vivió apenas algo más de veintiséis años; nació el 7 de febrero de 1898 en el municipio de Barbosa (Antioquia) y murió en Girardot (Cundinamarca) el 17 de septiembre de 1924. Publicó sus escritos desde el 4 de abril de 1917 hasta poco antes de morir y solo escribió crónicas, artículos, editoriales, algunas entrevistas y uno que otro poema para los periódicos y revistas de la época. Es decir, murió muy joven, escribió poco, en un medio efímero y en géneros de escritura más bien ligeros. Sin embargo, en la breve existencia y en el pequeño espacio de una crónica, el escritor consiguió mostrar un método de observación de la sociedad y elaboró una forma de escritura que lograron, hasta hoy, distinguirlo. Esas fueron sus principales contribuciones al lenguaje público cínico en esos años de cambio.
El método fue el del vagabundeo filosófico, semejante al del flâneur de los Pequeños poemas en prosa, de Charles Baudelaire; eso le ayudó a elegir la perspectiva adecuada para narrar las sutilezas y pequeñeces de la vida urbana. Ya no era el método analítico que sirvió de base a las pretendidas ciencias del hombre en el largo siglo xix; no, prefirió detenerse en lo que aparentemente estaba desprovisto de trascendencia y que, sin embargo, era indicio precioso de mutaciones en los comportamientos colectivos. A ese método le agregó una forma de escritura: la paradoja. En la obra de Luis Tejada hay una relación estrecha entre comportamiento cínico, crítica sistemática de la vida pública y escritura sustentada en el recurso de la paradoja. La paradoja hizo parte del arsenal retórico de los humanistas del Renacimiento y desde entonces tiene un peso argumentativo incuestionable, porque contribuyó a la reflexión jocoseria de un Erasmo, por ejemplo; porque ha sido prueba de virtuosismo verbal de quienes la utilizaron, y porque ha contribuido a decir lo contrario de lo que la opinión general espera (paradoja viene de para: al lado o afuera; doxa: opinión). Es quizá en este significado primigenio que la argumentación paradójica de Tejada cobró sentido en su tiempo. El pequeño filósofo se preocupó con frecuencia por afirmar aquello que desafiaba las nociones predominantes; es decir, se preocupó por darles fundamento a juicios que resultaban inesperados, a primera vista arbitrarios y extravagantes, que contrariaban la opinión prevaleciente. De modo que sus reflexiones paradojales fueron una especie de manifestación estética, o por lo menos literaria, que expresó una emancipación de una forma de escribir basada en la utilidad, en el cumplimiento de funciones ancilares en nombre de la razón, de la ciencia, de la política o de la religión. Eso hace de Tejada un nuevo tipo de intelectual, subversivo, disidente, anunciador del mundo móvil y fragoroso de los variados -ismos de la política y del arte.
El militante
En su corta existencia, el pequeño filósofo se adhirió al entusiasmo del comunismo en apariencia triunfante. Adhesión que tuvo costo escriturario, porque el escritor de paradojas se volvió un sistemático comentarista de lo que, por esos años, comenzaba a conocerse como la cuestión social. En el final de su existencia, Tejada se consagró a una rigurosa exposición, acudiendo a ejemplos de otros países en Latinoamérica, de lo que debería ser una legislación laboral en Colombia. Tejada percibía el ascenso de un conflicto social que exigía la intermediación política de un “partido de clase”; él mismo estaba erigiéndose en la voz intelectual que enunciaba las más indispensables conquistas de la nueva clase social. Dos tareas parecieron las más apremiantes en sus reflexiones y en la actuación política apasionada que caracterizó sus últimos días: por un lado, promover la necesidad de erigir una legislación que morigerara la situación de la nueva clase en las relaciones de trabajo; por otro, la enunciación del deseo de crear una organización política de nuevo tipo que sirviera de intermediaria, de representante de los intereses de una clase en ascenso. Estas preocupaciones lo obligaron a ir más allá de la juguetona exaltación del ocio; esta vez se trataba de argumentar de manera