Archipiélago de una vida otra. Andrei Makine. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Andrei Makine
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789560012616
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Los hombres saltaron dando vuelta las sillas, las mujeres lanzaron sollozos. Y la mujer de la discordia simplemente se marchó, dejando tras de sí una dulce nube de perfume y la imagen fulgurante de un muslo exhibido por el costado de su falda de terciopelo… Los trabajadores del puerto relajaban el garrote a puñetazos. Al lado de esos hombres musculosos y tatuados, el Grande parecía un intelectual refinado.

      El resto de la tarde nos la pasamos repasando la pelea. Risas, bofetadas, palabras atrevidas sobre la rubia seductora… Nuestro circo denotaba sin embargo nuestro malestar. No que aquel desastre pedagógico, en el bar, hubiese logrado espantarnos: ya estábamos acostumbrados a emociones más amargas. Pero ese duelo burlesco escondía un doble fondo.

      Durante la noche, mi vecino de cama (dormíamos en una vieja fábrica de redes de pesca), un chico débil y poco apreciado por los demás, soltó un sollozo con la cabeza hundida en la almohada. Sus lágrimas, que desafiaban nuestro duro código de honor, podrían haberle costado nuestro desprecio. Sin embargo, nadie dijo nada. Sabíamos que su padre había muerto en un campo, no muy lejos del lugar donde estábamos. A diferencia de nosotros, que fantaseábamos con destinos heroicos para nuestros padres desaparecidos, él decía la verdad: los prisioneros muertos durante el invierno no podían ser enterrados, debido al permafrost que cubría la tierra, y eran guardados como carne congelada hasta que subieran las temperaturas… Su padre había esperado de ese modo su sepultura primaveral. Nuestro compañero debe haberse repetido durante la infancia que su padre permanecía entre los vivos, que uno podía ir a él, despertarlo… Aquella noche, sus lágrimas habían sido despertadas por el combate grotesco entre nuestros profesores: una vida estúpida, teatral, presa de deseos incansablemente renovados, que ignoraban al prisionero dormido bajo un manto de hielo…

      ¡La mecánica del mundo! Peleando por una mujer, los hombres presumían sus virtudes: porte de atleta, estatuto profesional, billetes de banco con la esfinge de Lenin o, llegado el caso, ese trípode estrujando la manzana de Adán de un rival.

      Caí entonces en cuenta de esa maquinaria desgastada de nuestra existencia. Nuestros profesores la habían puesto al descubierto en su modesta medida, la de pobres agrimensores dispuestos a todo por acostarse con una rubia oxigenada. ¿Pero qué había del resto de la humanidad? Visiblemente, el mismo juego de los vencedores y los vencidos. El Grande y el Chico no tenían más que un trípode como arma. Los otros tenían cañones, riquezas, poder… ¡Campos!

      Todo giraba entonces alrededor de un bello muslo de mujer

      –comedia universal de rivalidades, de seducciones, de odios mudos y mentiras locuaces–. Y ese agradable momento de tregua, en un bar, al borde del Amur… Y ese niño que lloraba por el padre al que no había podido despertar de su letargo glacial.

      Esa fue mi verdadera lección de geodesia.

      Al día siguiente había perdido las ganas de vencer. Los más combativos de nuestro grupo ganaron el privilegio de continuar su formación en Nikolayevsk; los otros fueron dispersados a las localidades circundantes. Yo era el único que partía a Tugur, el destino menos deseado de la lista.

      Nuestros profesores no mostraban rastro de ningún tipo de hostilidad entre ellos. Sin duda habían hecho la paz de los valientes alrededor de su última botella… El Grande leyó nuestros apellidos anotados en su libreta e, ignorando lo jocoso de la situación, nos aconsejó untar las estacas del trípode con antioxidante.

      *

      Mi idea de Tugur, a dos horas en helicóptero, era la de un amplio litoral desierto, abierto sobre un más allá grandioso: el oleaje infinito del Pacífico. A nuestra edad, todos soñábamos con el Mirovia, el Panthalassa.

      Al llegar, nadie me fue a esperar, y yo me precipité entonces hacia la costa. El día recién se levantaba y, sin creer lo que veían mis ojos, corría entre las dunas en busca de la ansiada desmesura, del vértigo oceánico…

      En realidad, Tugur se encontraba en un golfo sin salida, encerrado entre relieves montañosos que daban, cosa que aprendería más tarde, sobre un modesto mar interior, que un pequeño archipiélago separaba del mar de Ojotsk, alejado también del Pacífico.

      El paisaje que se ofrecía a mis ojos era de una gran belleza: playas de arena, desembocadura de varios ríos, espejos de estanques… ¡Pero ningún Mirovia en el horizonte!

      El pueblo, habitado por un centenar de personas, bien podía prescindir de un practicante como yo. El equipo de geodestas al que estaba asignado había sido retenido en Nikolayevsk, la ciudad que venía de abandonar… Me instalaron en una choza ocupada a medias por una cuchillería, me indicaron una cantina de pescadores, y luego me olvidaron.

      Mi primera exploración me llevó hasta el cabo de Tournant, desde donde esperaba finalmente poder contemplar el océano, el verdadero. Pero, una vez en el lugar, vi el cabo siguiente, y el mar todavía aprisionado en esas bahías, marcadas con bayas… Lo finito disimulaba el infinito.

      Una semana después de mi llegada, quise deshacerme de la ilusión marítima y volver a ver la taiga, el mundo en el que, desde mi infancia, me sentía como en casa. Llevaba en mi bolso pescado seco, un encendedor a la antigua con mecha de amadou que resistía el viento, y una hacheta que me había prestado el cuchillero. Me había prestado también una vieja chaqueta forrada de muletón y manchada con grasa.

      En el momento en que dejaba la costa, el ruido de un helicóptero interrumpió el silencio. Un minuto más tarde, vi a sus pasajeros tramitando su equipaje. Y cerca de un roquerío, aquel viajero que aguardaba el momento para irse sin ser visto.

      Nada lo distinguía de los habitantes de Tugur, salvo quizás su capucha, confeccionada en piel lisa. Su rostro moreno era el de un nómade, aunque ahí, entre el mar y el bosque, nadie era de casa.

      Parecía ajeno, sin embargo, a la dinámica humana que yo había entendido con la pelea de mis profesores: juego de deseos, competencia de vanidades, comedia de posturas, todo aquello que creemos que es la vida. Su extrañeza dejaba presentir una densidad insólita de las horas, la desaparición de los nombres dados para los seres y los objetos…

      Una tal ausencia de palabras me angustiaba, me llevaba a esforzarme por identificar a ese hombre. ¿Un cazador furtivo? ¿Un buscador de oro clandestino, quizás, de esos que se solía ver pasar por los caminos de la taiga? Embrutecidos por la soledad, sospechando el peligro ante el menor rastro de presencia humana, así es como perseguían su espejismo: amasar un botín de pepitas, huir de ese infierno de hielo e instalarse al borde del mar Negro, amar a las mujeres bronceadas, diosas suculentas soñadas por años…

      El helicóptero removió la neblina, despegó y luego desapareció. Aquellos que venían llegando, sepultados por sus equipajes, comenzaron a dirigirse hacia las isbás del pueblo. Un trozo de conversación llegó hasta mí: una mujer joven, la recién llegada, originaria de Odessa, contaba su viaje. El hombre sentado bajo el peñasco debía haber pensado, igual que yo: «Odessa, el mar Negro… a diez mil kilómetros de acá…».

      Se levantó, cargó sus cosas y se puso en marcha. Y yo, siguiendo sus pasos, comencé a sentir que ya no era completamente un desconocido.

      Decir «caminar» en la taiga es un modo de hablar. En realidad, hay que moverse con la docilidad de un nadador. Aquel que trata sin más de abalanzarse, romper, forzar un pasaje, se cansa con rapidez; delata su presencia y termina por odiar a esos montones de ramas, de brezales y maleza que se despliegan ante él, invadiéndolo.

      El hombre de la capucha lo sabía. Se agachaba para atravesar el follaje de los jóvenes abetos, ahí donde otro se hubiera puesto a empujar las ramas entremezcladas demorándose tres veces más... Lo veía dar grandes zancadas (me hacía pensar en la escuadra de un agrimensor), única manera de atravesar los stlanik de cedros, ese «bosque extenso» de pinos enanos, un revoltijo inextricable que entorpecía cada paso. Un lugar peligroso: los osos apreciaban los pájaros de esos árboles enanos.

      Delante de un río, evaluaba al ojo el nivel del agua, de modo de evitar la parte blanquecina de la corriente (de fondo arcilloso, y por lo tanto resbaloso), desviándose por un camino de piedras...

      Me percaté